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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (13 page)

BOOK: Un ángel impuro
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Pero, a ese respecto, el
senhor
Vaz había marcado un límite. Nadie que hubiese sufrido los brutales ataques de Prinsloo tenía por qué acostarse con él de nuevo. Sencillamente, le decía que la mujer estaba ocupada con otros clientes y que así seguiría los tres o cuatro días que Prinsloo permaneciese en O Paraiso. Vaz ignoraba si Prinsloo adivinaba o no la estratagema, pero en cualquier caso se veía forzado a elegir entre las demás mujeres, y todos estaban siempre preparados por si empezaba a maltratar a la que estuviese satisfaciendo sus deseos en cada momento.

El
senhor
Vaz cavilaba sobre aquel odio. Le resultaba incomprensible y aterrador. Era como si lo estuviese previniendo de algún peligro. De algo que él desconocía sobre sí mismo.

En el momento en que, medio dormido en el umbral de la puerta, vio a Prinsloo semidesnudo delante de la mujer blanca con la blusa desgarrada, comprendió que aquello había ido demasiado lejos. Prinsloo no vacilaba a la hora de emplearse con un huésped del hotel que, por si fuera poco, era una mujer blanca. El
senhor
Vaz ya no podía mostrarse permisivo con él. Tomó aquello como un ultraje personal.

Y no había para él nada peor, cuando lo ultrajaban sentía que la muerte ponía a prueba su resistencia.

32

El
senhor
Vaz era de baja estatura y no demasiado fuerte, pero la cólera le impidió dudar a la hora de agarrar a Prinsloo por el cuello de la camisa, arrastrarlo fuera de la habitación y empujarlo luego escaleras abajo. Los gritos de la planta alta habían despertado a las prostitutas que estaban durmiendo. Muchas de las mujeres no se caían bien. Rara vez, aunque en ocasiones sucedía, llegaban a pelearse, pero cuando el peligro y la amenaza procedían de fuera, siempre actuaban unidas.

Así que ahora se apostaron junto a la escalera mientras Prinsloo bajaba dando tumbos. El
senhor
Vaz lo seguía de cerca, seguido a su vez de Judas y, en último lugar, de
Carlos
, que aún mordisqueaba el pañuelo blanco de Prinsloo.

El
senhor
Vaz se detuvo en el último escalón y observó a Prinsloo, que se había dado un golpe en la cabeza y le sangraba una ceja y la mano en que le había mordido
Carlos
.

—Lárgate. Y no vuelvas nunca por aquí. Prinsloo se apretó la ceja con la mano con una expresión que indicaba que no había entendido del todo las palabras de Vaz. Pero enseguida se levantó con paso vacilante e hizo un gesto amenazador hacia las prostitutas que lo rodeaban antes de dar un paso hacia el
senhor
Vaz.

—Ya sabes que suelo traer aquí a mis amigos —le dijo—. Echarme a mí es tanto como echarlos a ellos.

—Pues les explicaré encantado por qué no quiero verte por mi establecimiento.

Prinsloo no respondió. Seguía sangrando. De repente, lanzó un rugido y se dobló por la cintura, como afectado por un intenso dolor repentino.

—¡Agua! —gritó—. ¡Agua caliente! Tengo que limpiarme la sangre.

El
senhor
Vaz le indicó por señas a una de las mujeres que fuese a buscar agua mientras que las demás, a las que despachó con un gesto de la mano, se marcharon en silencio a sus habitaciones. Prinsloo se sentó en el borde de un sofá. Cuando la sirvienta se acercó con una palangana esmaltada, se limpió cuidadosamente la sangre de la frente y de la mano.

—Hielo —pidió después.

El
senhor
Vaz se encaminó personalmente a la cocina y sacó de la nevera dos buenos trozos de hielo que envolvió en una toalla. Prinsloo se aplicó el hielo en las heridas. Cuando dejó de sangrar, se levantó, se abotonó la camisa, se puso los calcetines y los zapatos y se marchó.

Había dejado los trozos de hielo y las toallas en el suelo, junto al sofá. El
senhor
Vaz los llevó a la cocina antes de subir y llamar a la puerta de la habitación número 4. Cuando oyó la voz de Hanna, abrió y entró. La halló sentada en el borde de la cama y vio que se había quitado la camisa desgarrada y se había puesto una nueva.

El
senhor
Vaz la examinó esperando ver indicios de llanto, pero no encontró ni rastro. Luego, se sentó en la única silla que había en la habitación.

No dijeron nada, pero Hanna pensó que era como si se estuviera excusando por lo ocurrido.

Cuando por fin se levantó y salió con una reverencia, Hanna se había reafirmado en su convicción de que debía abandonar aquella ciudad cuanto antes.

África la aterraba, llena como estaba de gente con la que no se entendía.

Tenía que marcharse de allí. Aun así, no lamentaba haberse bajado del barco del capitán Svartman. Cuando lo hizo, era lo único correcto. Pero, y ahora, ¿qué era lo correcto en ese momento?

No lo sabía. No tenía la respuesta.

Pensó: «El río negro sigue corriendo en mi interior. Aún no lo ha cubierto el hielo».

33

Aquel mismo día, Hanna bajó al puerto. El
senhor
Vaz, que no quería que anduviera sola por la ciudad, le asignó a Judas para que la protegiera. El hombre caminaba unos pasos por detrás de ella. Cada vez que Hanna se volvía, él se detenía y bajaba la vista al suelo. No se atrevía a mirarla a los ojos.

«¿Cómo va a defenderme a mí este hombre?», se preguntó, «Si ni siquiera es capaz de mirarme a la cara».

En los muelles del puerto había varias embarcaciones. Otras aguardaban en el fondeadero. Había bajamar y buena parte de la bocana de la laguna que constituía la zona más externa del puerto estaba sin agua y se veían viejas reliquias de barcos sobresaliendo del lodo negruzco del fondo. Buscó algún barco que tuviese bandera sueca, pero no vio ninguno. Tampoco había ninguno danés ni finlandés, las únicas banderas que había aprendido a distinguir. Los barcos del fondeadero llevaban banderas mustias que ella no era capaz de identificar.

En el muelle reinaba el trajín incesante de la carga y descarga. Vio cómo izaban una red cargada de colmillos de elefante, que luego bajaron a la bodega de un barco. De otro sacaron varios pianos relucientes y algunos coches. En una de las redes que descargaron en el muelle había elegantes sillones y sofás.

A los trabajadores les corría el sudor por el torso desnudo mientras se apresuraban con la carga por las pasarelas que se balanceaban a su paso. Y por todas partes se veían hombres blancos con salacots, que vigilaban a sus esclavos como depredadores hambrientos. De repente, sintió que no soportaba seguir contemplando a aquellos hombres, ni a los torturados ni a los torturadores. Y se marchó de allí.

No había salido todavía de la zona portuaria cuando decidió dar un rodeo. Con el robusto Judas pisándole los talones no tenía nada que temer.

«Mi quinto acompañante», se dijo. «Primero era Elin, luego fue Forsman, después Berta, Lundmark y ahora este hombre negro y gigantesco que no osa mirarme a los ojos».

Aquella tarde deambuló largo rato por la ciudad. Por primera vez desde que llegó le pareció verla con total claridad. Hasta aquel momento siempre pareció envuelta en un velo de intensa luz solar. Ahora por fin podía descubrir aquella ciudad que, en el fondo, sólo debería haber conocido fugazmente, mientras cargaban agua fresca y alimentos, antes de que el capitán Svartman emprendiese la larga travesía hacia Australia con el
Lovisa
.

Allí bajó a tierra y allí se había quedado hasta aquel momento. Toda la oscuridad que había experimentado durante ese tiempo se difuminaba paulatinamente. Empezaba a ver con claridad aquel mundo extraño que la rodeaba.

De pronto cayó en la cuenta de que era domingo. Uno de los primeros días de octubre, sólo que las estaciones habían cambiado de orden. Allí no los aguardaba el frío del invierno. Antes al contrario, el calor cada vez más intenso presagiaba que el largo verano se había presentado más pronto aquel año. Se lo había oído decir al
senhor
Vaz mientras hablaba con sus clientes. El sol quemaba como el frío podía quemar a veces, se decía. «Pero quizás yo tenga la piel curtida para este clima, precisamente porque estoy hecha al frío».

Había llegado al final de una calle que desembocaba en una colina donde se erguía la catedral aún inconclusa de la ciudad. La luz chillona del sol se reflejaba en el blanco de los muros. Tuvo que entornar los ojos para que el paisaje que la rodeaba no se descompusiera en un espejismo en la calina. No había nadie por allí, tan sólo el gigantón negro que la seguía, siempre inmóvil cuando ella se volvía a mirar.

Subió la loma. Las puertas de la catedral estaban abiertas. Se detuvo a la sombra de la alta torre. «Como el merengue», pensó al contemplar la piedra blanca. «O como la tarta que vi en casa de Forsman el día del cumpleaños de alguno de sus hijos».

Se quedó allí un rato secándose el sudor de la cara con un pañuelo. Judas seguía fuera de la sombra proyectada por la torre, al sol. Intentó hacerle señas para que también él se resguardara del sol, pero el hombre permaneció donde se encontraba, con la cara empapada de sudor.

Del interior en penumbra de la catedral se oyó de pronto un canto. «Niños», se dijo. «Son niños que cantan a coro». El cántico se vio interrumpido por una voz hueca y volvió a resonar, repitiendo los mismos tonos. Estaban ensayando. Hanna se adentró sigilosa en la oscuridad, sin saber si le estaba permitido entrar en aquel templo. ¿Se rogaba en aquella iglesia al mismo dios que en las de su montañosa tierra o en las de Sundsvall? Se detuvo indecisa mientras la vista se le habituaba a la penumbra, en tan marcado contraste con la luz del exterior.

Al cabo de un rato los vio. El coro. Pequeños vestidos de blanco con cinturones rojos, niños y niñas, todos negros. Delante de ellos, un hombrecillo blanco de abundante cabellera cuyas manos se movían suaves como alas. Aún no habían descubierto su presencia. Hanna se quedó allí escuchando cómo repetían algunas estrofas más, hasta que el director se sintió satisfecho.

Los niños vestidos de blanco empezaron a entonar un salmo. Era tan hermoso que casi dolía. Y allí estaba Hanna, con lágrimas en los ojos escuchando y pensando que jamás había oído nada que sonara tan incomprensiblemente hermoso. Las voces de los niños se deslizaban de un modo casi imperceptible de unas a otras, el salmo era rítmico y poderoso. Todos mantenían la vista fija en los suaves movimientos de aquel hombre bajito. Ninguno de los niños parecía sentir temor alguno de él.

Precisamente allí, en la oscuridad, era como si por primera vez desde que llegó no viese a nadie asustado. Allí tampoco había nada de lo que, por lo general, la asustaba a ella.

Pensó que en las sombras de la catedral nadie mentía. Allí no existía más que la verdad del canto y las manos blancas que se movían enérgicas como las alas de un ave.

De repente se dio cuenta de que uno de los pequeños, una niña, había advertido su presencia perdiendo por completo el contacto visual con el director, aunque no dejó de cantar sin desentonar.

Hanna y la niña se quedaron mirándose hasta que acabó el salmo. Entonces la vio el director. Hanna se sobresaltó y volvió a pensar que quizá no debería estar allí, pero el hombre le sonrió y asintió, dijo unas palabras que ella no comprendió y volvió al ensayo del coro infantil.

Tentada estuvo de colocarse en la fila de niños. De convertirse en parte del canto. Pero se quedó donde estaba, en la penumbra, sobrecogida por las voces de los pequeños.

Deseó haberse atrevido a participar, pero no poseía el valor necesario para ello.

Sólo cuando el ensayo tocó a su fin, cuando los niños se hubieron marchado y el director hubo guardado las partituras en un maletín desgastado, volvió a salir a la cegadora luz del sol.

34

Judas seguía allí donde lo dejó.

—¿Por qué no te pones a la sombra? —le preguntó sin ocultar su irritación. La conducta de aquel hombre enturbiaba la vivencia que acababa de experimentar entre los muros de la catedral.

Judas no respondió, pues no la entendía. Simplemente se retiró enseguida el sudor con la mano y volvió a dejar el brazo colgando.

Hanna volvió a O Paraiso, a cuya puerta iba y venía preocupado el
senhor
Vaz. Llevaba una sombrilla para protegerse del sol.
Carlos
había trepado hasta el letrero del hotel y le arrojaba a un perro las piedrecitas que encontraba sueltas en el tejado. Cuando Hanna regresó, el
senhor
Vaz cubrió de improperios al hombre negro. Hanna no entendía todo lo que le decía, porque hablaba muy rápido, pero comprendió que estaba muy preocupado pensando si le habría ocurrido algo.

El hombre negro seguía sin decir nada. Hanna tuvo la sensación de que aguantaba impasible el estallido de ira que se le venía encima. Y, al ver que la indignación del
senhor
Vaz iba en aumento, descubrió algo que no había advertido con anterioridad.

Cierto que Judas tenía miedo, pero no lo era menos que el
senhor
Vaz también lo sentía, y en el mismo grado. Aquel inmenso hombre negro no estaba solo en su situación de inferioridad. Naturalmente, no podía permitirse el lujo de replicarle al hombre blanco que le rugía sus denuestos en la cara. Sería un acto punible, podría conducir a que lo apresaran o lo azotaran. Pero Hanna se dio cuenta de que el
senhor
Vaz también tenía miedo, otra clase de miedo, pero igual de intenso. ¿Y no le sucedía lo mismo a Ana Dolores? Se despachaba con las sirvientas y las prostitutas negras, les daba órdenes y nunca se mostraba satisfecha ni se dignaba darles las gracias por sus servicios. Pero ¿no vivía ella también presa de una fuente constante de inquietud y miedo?

El acceso de ira terminó tan rápido como había empezado. El
senhor
Vaz despachó con un gesto a Judas —que se acuclilló junto a la fachada— y le ofreció a Hanna su brazo para entrar con ella en la habitación más fresca de la casa, que daba al mar.

El
senhor
Vaz se desplomó pesadamente en una silla, se llevó la mano al corazón, como si acabase de realizar un esfuerzo enorme, y, con palabras altisonantes, le advirtió lo desaconsejable que era dar largos paseos con tanto calor. Le habló de amigos que habían sufrido un golpe de calor, en especial después de haber estado en lugares donde el sol se reflejaba en las paredes blancas o en la arena de las playas de la ciudad. Pero ante todo le advirtió que procurase no atraer demasiado la atención de los negros.

Hanna no comprendía lo que Vaz trataba de decirle.

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