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Authors: Juan Pan García

Tags: #Intriga

Castillo viejo

 

Un joven decide cumplir su antigua promesa de viajar a pie desde Tarifa hasta Santiago de Compostela el día que acaba sus estudios de Medicina.

El primer día de camino encuentra una vieja fortaleza derruida y decide pasar allí la noche. Extraños y horribles seres de lejanas épocas le despiertan en la madrugada, lo juzgan y condenan a morir decapitado.

El joven escapará de ellos milagrosamente, pero dos horas después su cadáver aparece en una carretera y su madre llama al detective Lozano, un veterano policía expulsado del cuerpo, que se encargará de encontrar a los culpables.

Una novela de acción y misterio, y la férrea voluntad del detective que no duda en arriesgar su vida para esclarecer los hechos.

Juan Pan García

Castillo viejo

ePUB v1.0

Werth
03.06.12

Título original:
Castillo viejo

Juan Pan García, 2011.

Diseño/retoque portada: Juan Pan García, Werth

Editor original: Werth (v1.0)

Segundo editor: Editor2 (v2.0 a v.2.x)

Tercer editor: Editor3 (v3.0 a v3.x)

Corrección de erratas: EditorA, EditorB y EditorC

ePub base v2.0

Esta obra ha sido publicada en ePubGratis a petición del autor, y con su supervisión.

Dedicado a mi esposa.

Capítulo 1

Antonio Chávez, un joven universitario de 28 años, vecino de Tarifa, se dirigía a Santiago de Compostela cumpliendo la promesa que le hizo al apóstol cuando estudiaba Medicina y el miedo a no lograr el título le consumía.

Antonio era bajo y fornido, tenía el cabello largo, negro y rizado; la mirada tranquila de sus ojos verdes transmitía confianza y amistad; tenía la nariz grande, un poco encorvada, y sus labios carnosos destacaban en su ancha cara, de descuidada barba. Iba vestido con pantalón vaquero azul y una camisa celeste a cuadros, y cargaba sobre su espalda una mochila negra repleta de bolsillos.

Esa misma mañana había dejado la casa de sus padres, se montó en el coche de línea y se fue a Algeciras para encontrarse con unos amigos que se iban de vacaciones a Ceuta. Permaneció con ellos en una cafetería del puerto hasta que sonó la sirena del buque, momento en que se despidieron con unos abrazos. A partir de ahí, Antonio comenzó su peregrinaje, dirigiéndose siempre hacia el norte. Tenía ante sí más de mil kilómetros de marcha; pero guardaba en la cartera su tarjeta Visa y no había prisas. Pasaban veinte minutos de las seis de la tarde cuando el joven vio a lo lejos una fortaleza y decidió ir a verla. Se la veía hermosa y grande en la cumbre de una montaña. Antonio conocía su historia desde su fundación hasta nuestros días, pero jamás la había visitado. Era el momento de hacerlo.

Dos horas tardó en alcanzar la cima. Abajo, sumido en sombras, quedaba el valle del Guadiaro con la estrecha carretera bordeando el río. Los vehículos que circulaban por ella ya habían encendido sus luces.

Antonio observó el castillo con atención. Parecía abandonado. Se dirigió hacia la gruesa puerta de entrada y comprobó que estaba cerrada. No se desanimó y decidió examinar la muralla por si existía algún modo de entrar. Poco después encontró un agujero en el muro lo suficientemente grande como para permitirle el acceso. El chico introdujo primero su mochila y luego se descolgó por la abertura. Se dio la vuelta, alisándose la ropa, y se encontró en una plazoleta llena de yerbajos, con una fila de casas derruidas adosadas a la muralla, luciendo las desnudas y astilladas vigas de madera que habían soportado sus techos durante siglos. Las puertas y ventanas aparecían desvencijadas o descolgadas de sus marcos, y Antonio vio montones de tierra y escombros en el interior de las casas. Frente a ellas, cerrando la plaza, el muro del palacio medieval alcanzaba los veinte metros de altura, y había ventanas abiertas en las dos plantas superiores. Antonio contempló el castillo; había leído mucho sobre aquella fortaleza, erigida por los árabes en aquel lugar por ser frontera del Reino de Granada, y no comprendía el abandono al que estaba sometida. Observó la enorme puerta de roble que daba acceso al palacio. Estaba entornada. Antonio la empujó y entró en una sala espaciosa, rectangular, y se quedó pasmado: en el lado derecho lucía majestuoso un trono en buen estado, al que se accedía subiendo tres escalones de granito. El sillón era de un sobrio estilo castellano, cuya madera de roble aparecía carcomida por las termitas. Tenía el respaldo y el asiento de cuero negro, sujeto a la madera con clavos oxidados de cabeza cuadrada. Detrás del sillón había una pared de bloques de piedra grises y polvorientos, y en ella colgaba un tapiz raído y descolorido que mostraba una batalla entre moros y cristianos en una laguna. Cuatro candelabros de dos brazos oxidados y cubiertos de telarañas, clavados a tres metros de altura, adornaban las dos paredes laterales de la sala.

En el lado izquierdo había una polvorienta escalera de madera que daba acceso a las plantas superiores y a la torre del homenaje. Antonio subió por ella hasta alcanzar la primera planta. Observó que la luz solar entraba por los arcos de la parte superior de la torre y dejaba en suave penumbra la escalera. El primer piso tenía seis ventanas, y todas ellas lucían las puertas astilladas o rotas y los marcos podridos o quebrados. La mitad de ellas miraban al patio interior del castillo; las otras daban al exterior, ofreciendo una vista impresionante del paisaje que lo rodeaba.

El viento de levante soplaba muy fuerte afuera y se colaba en la sala por todas partes, produciendo un fuerte silbido. Las puertas de las ventanas se abrían a veces, con chirridos de goznes, y luego se cerraban de nuevo con fuerza, estrellándose contra sus marcos.

Antonio se asomó a una de ellas y contempló el paisaje: el Sol se hundía en el lecho color fuego del horizonte, dibujando ribetes escarlatas en las nubes grises y cubriendo de una lámina dorada las cumbres de las montañas. Había caminado durante todo el día con la mochila a cuestas, estaba agotado y al día siguiente esperaba llegar a Alcalá de los Gazules. Tenía hambre y sueño, y decidió pasar allí la noche.

En el centro de la sala, rodeada de altas sillas de maderas oscuras y tapizadas de cuero, vio una enorme mesa que en su día debió de ser el centro de reuniones y debates de los moradores del castillo, pero que ahora en la penumbra, cubierta de polvo, carcomida por las termitas y medio astillada producía más pavor que otra cosa. Sin embargo, venciendo cualquier recelo, el peregrino sacudió el polvo en una esquina de la mesa y eligió uno de los asientos, el menos deteriorado de la serie, para sentarse y degustar lo que su madre le había guardado en la mochila. De ella sacó una bolsa de plástico que contenía una cantimplora, pan, queso y algunos embutidos.

Se hizo un bocadillo de morcilla y comenzó a cenar tranquilamente. El pan estaba muy rico, lo habían hecho a mano y cocido en horno de leña; pero al embutido le notó un sabor raro. «Espero que no esté en mal estado», pensó el chico. Pasaron unos minutos y, de pronto, escuchó cantar a una mujer en el piso de arriba. Antonio dio un brinco, recogió con prisas los alimentos, los guardó en su mochila y se arrojó bajo la mesa. Intentó escuchar la canción, era de un estilo parecido al flamenco; pero no entendía la letra. Existían tantas variedades del cante flamenco en Andalucía, que era difícil saber a cuál de ellas pertenecía aquella canción.

Desde su escondite, vio que una luz se deslizaba despacito por la escalera de la torre y escuchó las risas de una mujer y la voz de un hombre; se acurrucó bajo la mesa y pudo ver a dos raros personajes que siguieron hacia la planta baja, alumbrándose con una antorcha. Antonio se levantó del suelo y fue a asomarse a la escalera para ver adónde iban; vio la luz desaparecer abajo y al poco tiempo percibió el chirrido de los goznes de la puerta de entrada al edificio. «Se han marchado», pensó. Entonces regresó a la mesa y acabó atropelladamente su cena, muy asustado. Se preguntaba qué sucedería si regresaban y lo descubrían.

Tomó la cantimplora y bebió un largo trago de vino para acompañar a los alimentos. Pocos minutos después notó un cansancio inexplicable y repentino. Los parpados se le cerraban y decidió que era hora de acostarse. Limpió con un clínex los restos de comida de la mesa y se tendió sobre ella, puso la mochila bajo su cabeza y cerró los ojos. «La jornada ha sido larga y dura; es lógico que me encuentre agotado», pensó, segundos antes de quedarse dormido.

Llevaría unas tres horas durmiendo cuando un ruido lo despertó. Venía de la planta de arriba. Antonio prestó atención y escuchó pasos precipitados y tacones que resonaban sobre la madera del techo, seguidos de risas de mujer y voces de hombres en un idioma desconocido. Entonces vio que la luz iluminaba la escalera y se escondió otra vez debajo de la mesa. De pronto aparecieron unos personajes extraños vestidos con turbantes y túnicas blancas, llevando en sus manos antorchas y espadas curvadas. Entraron en la sala y se quedaron en silencio, husmeando el aire y mirando alrededor; luego vieron la mochila sobre la mesa. Uno de ellos alzó el brazo con la antorcha para iluminar mejor y entonces descubrió a Antonio. Todos se acercaron y dos de ellos agarraron al aterrorizado joven por los brazos y le arrastraron hasta sacarlo de su escondrijo. Le colocaron de pie al lado de la mesa y formaron un círculo en torno a él, estudiando detenidamente al chico. De pronto, el que parecía ser el jefe del grupo, le señaló con el dedo y exclamó:

—¡Éste es otro espía de don Juan de Saavedra! Le arrancaremos los ojos y le cortaremos la cabeza como a los otros, luego se la enviaremos a su amo para que aprenda.

Las piernas le temblaban tanto que Antonio se dejó caer de rodillas. Miró, espantado, al terrible y nauseabundo ser humano que le observaba amenazadoramente. Bajo el turbante había una calavera oscura, cubierta con una piel momificada, reseca, y una luenga y canosa barba; tenía los ojos hundidos y brillantes, color de fuego. Gruesas venas descarnadas cubrían los huesos de sus brazos y manos, formando una red sanguinolenta y brillante. Las manos que sostenían la espada presentaban unos dedos excesivamente largos, con uñas curvadas. Antonio sintió el calor de su orina bajando por las piernas y un olor fétido llenó la estancia. Sacó fuerzas de su alma y exclamó:

—Soy un peregrino inocente… No sé de qué me hablan.

—¡Calla, mal nacido! Te arrancaré la lengua y se la echaré a las ratas. Te cortaré la cabeza y se la enviaré a tu señor. Así comprenderá que jamás podrá conquistar esta alcazaba, y que es a mí a quien dará hijos su mujer amada. Si la quiere, que venga él mismo a buscarla.

El moro levantó su cimitarra y se dispuso a segar de un golpe la cabeza del aterrorizado Antonio, quien, paralizado por el miedo y sin poder articular palabra, se cubría la cara con las manos. En el último segundo, la voz dulce y cristalina de la mujer, que presenciaba lo que sucedía desde la escalera, detuvo el brazo ejecutor:

—¡Deteneos, mi señor! No lo matéis, dejadle ir. Os lo ruego… Este infeliz sólo es un mensajero hambriento que arriesga su vida por una causa que le es extraña. Dejadle libre, mi señor, y que vuelva a su amo y le diga que jamás seré suya, que te pertenezco en cuerpo y alma… Si no ha tenido agallas para venir él mismo a rescatarme, nada merece… ni mi cuerpo ni mi alma. Seré tuya, mi señor, solamente tuya… Dejad que este infeliz se vaya.

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