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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tres ratones ciegos (3 page)

—No he dicho nada de eso, señor Wren.

—Pero fue estrangulada, ¿no es así? Quisiera saber... —dijo extendiendo sus manos largas y blancas— lo que debe sentirse al estrangular a alguien.

—¡Por favor, señor Wren!

Cristóbal acercóse a ella bajando la voz.

—¿Ha pensado usted, señora Boyle, lo que debe experimentarse al ser estrangulado?

La señora Boyle volvió a exclamar:

—¡Por favor, señor Wren!

Molly leyó en voz alta y apresurada:

«El hombre que la policía está deseando interrogar lleva un abrigo oscuro y un sombrero claro, es de mediana estatura y se cubre el rostro con una bufanda de lana.»

—En resumen —concluyó Cristóbal Wren—, tiene igual aspecto que otro cualquiera —Rió.

—Sí —dijo Molly—; que otro cualquiera.

2

En su despacho de Scotland Yard, el inspector Parminter decía al sargento detective Kane:

—Ahora recibiré a esos dos obreros.

—Sí, señor.

—¿Qué aspecto tienen?

—De clase humilde, pero decentes, y reacciones bastante lentas. Parecen formales.

—Bien —dijo el inspector Parminter.

Y dos hombres vestidos con sus mejores trajes y muy nerviosos fueron introducidos en el despacho. Parminter les clasificó de una sola ojeada. Era un experto en conseguir tranquilizar a la gente.

—De modo que ustedes creen tener algunas informaciones que pudieran ser útiles en el caso Lyon —les dijo—. Han sido muy amables al venir. Siéntense. ¿Quieren fumar?

Aguardó a que encendieran los cigarrillos.

—Hace un tiempo terrible.

—Cierto, señor.

—Bien, ahora... veamos de qué se trata.

Los dos hombres se miraron azorados al ver llegado el momento difícil de hacer el relato.

—Veamos, Joe —dijo el más grandote.

Y Joe comenzó a hablar.

—Ocurrió así, sabe. No teníamos ni una cerilla.

—¿Dónde fue eso?

—En la calle Jarman... Estamos trabajando en la calzada... en las conducciones de gas.

El inspector Parminter asintió con la cabeza. Más tarde pasaría a detallar exactamente el tiempo y el lugar. La calle Jarman se hallaba cerca de la calle Culver, donde se registró la tragedia.

—No tenían ustedes ni una cerilla —repitió para animarle a continuar.

—No. Había terminado mi caja y el encendedor de Bill no quiso funcionar, así que le dije a un sujeto que pasaba: «¿Podría darnos una cerilla, señor?» No crea que entonces hiciera nada de particular. Sólo pasaba por allí... como muchos otros... y se me ocurrió pedírsela a él.

Parminter asintió de nuevo.

—Bueno; nos dio una caja, sin decir nada, Bill le dijo: «¡Qué frío!», y él se limitó a contestar casi en un susurro: «Sí, desde luego». Yo pensé que debía estar muy resfriado. Llevaba la bufanda hasta las orejas. «Gracias, señor», dije devolviéndole sus cerillas, y se marchó tan de prisa que cuando me di cuenta de que le había caído algo era ya demasiado tarde para llamarle. Era una libretita que debió caérsele del bolsillo al sacar las cerillas. «¡Eh, míster», le grité. «Se le ha caído algo.» Pero, al parecer, no me oía, y a toda prisa dobló la esquina, ¿no es cierto, Bill?

—Sí —repuso el aludido—, como un conejo escurridizo.

—Fue en dirección a Harrow Road, y ya no pudimos alcanzarle a la velocidad que iba; de todas formas era un poquitín tarde... y total por un librito de notas..., no es lo mismo que una cartera o algo así..., tal vez no fuese importante. «Extraño sujeto», dije a Bill. «El sombrero calado hasta los ojos, abrigo abrochado hasta arriba... como los ladrones de las películas.» ¿No es cierto, Bill?

—Eso es lo que me dijiste.

—Es curioso que lo dijera, aunque entonces no pensé nada malo. Sólo que tendría prisa por llegar a su casa, y no se lo reproché. ¡Con el frío que hacía!

—Desde luego —convino Bill.

—Así que le dije a éste: «Echemos un vistazo a esta libretita y veamos si tiene importancia.» Bueno, señor, y lo hice. «Sólo hay un par de direcciones», dije a Bill «Calle Culver, 74, y otra de un Manor de las afueras».

Joe prosiguió su historia con cierto gusto, ahora que había cogido el hilo.

—«Calle Culver, 74 —dije a Bill—. Esto está al volver la esquina. Cuando terminemos el trabajo, pasamos por ahí...», y entonces vi unas palabras escritas al principio de la página. «¿Qué es esto?», pregunté a Bill. Y él cogió el librito de notas y leyó: «Tres ratones ciegos», me dijo, y en ese preciso momento... sí, en aquel mismo momento, oímos una voz de mujer que gritaba: «¡Asesino!», un par de calles más abajo.

Joe hizo una pausa para que su relato impresionara más.

—Y le dije a Bill: «Oye, ves a ver qué pasa.» Y al cabo de un rato volvió diciendo que había un montón de gente y la policía y que una mujer se había cortado la yugular o había sido estrangulada, y que fue la patrona quien la encontró y gritó llamando a la policía. «¿Dónde ha sido?», le pregunté. «En la calle Culver.» «¿Qué número?», le pregunté, y me dijo que no se había fijado.

Bill carraspeó, escondiendo los pies, avergonzado.

—Y yo dije: «Iremos a asegurarnos», y descubrimos que era el número 74. «Tal vez», dijo Bill, «esa dirección de la libretita no tenga nada que ver con esto». Pero yo le contesté que tal vez sí, y de todas maneras después de considerarlo bien y de haber oído que la policía deseaba interrogar a un hombre que había salido de aquella casa a aquella hora, vinimos para preguntar si podíamos ver al caballero encargado de este asunto, y estoy seguro y espero no haberle hecho perder el tiempo.

—Han obrado muy bien —dijo Parminter—. ¿Y han traído esa libretita? Gracias. Ahora...

Sus preguntas fueron precisas y profesionales. Obtuvo el lugar exacto, la hora, datos... Lo único que no consiguió fue la descripción del hombre que había perdido la libretita. Pero en cambio le hicieron otra de una patrona presa de un ataque de histerismo, y de un abrigo abrochado hasta arriba, un sombrero calado hasta las orejas y un bufanda ocultando la parte baja del rostro, una voz que era sólo un susurro, unas manos enguantadas.

Cuando los dos hombres se hubieron marchado, permaneció contemplando aquel librito, que dejó abierto sobre la mesa... y que iría al departamento correspondiente para que comprobasen si había en él huellas digitales. Mas ahora su atención se hallaba concentrada en aquellas dos direcciones y en la línea de letras menudas escritas al principio de la página.

Volvió la cabeza al entrar el sargento Kane.

—Venga, Kane, y mire esto.

Kane lanzó un silbido al leer por encima de su hombro:

—¡
Tres ratones ciegos
! Bueno, que me aspen...

—Sí —Parminter abrió un cajón y sacó media hoja de papel que puso encima de la mesa junto al librito de notas, y que había sido hallado prendido con un alfiler en las ropas de la mujer asesinada.

En el papel se leía:

Éste es el primero.

Y debajo un dibujo infantil de tres ratones y un fragmento de pentagrama con unas notas.

Kane silbó la tonadilla por debajo.


Tres ratones ciegos. Ved cómo corren...

—Muy bien. Ésa es la tonadilla de la firma.

—Es tonto, ¿verdad?

—Sí —Parminter frunció el ceño—. ¿No hay la menor duda acerca de la identificación de esa mujer?

—No, señor. Aquí tiene usted el informe de las huellas dactilares. La señora Lyon, como se hacía llamar, era en realidad Maureen Greeg. Hace dos meses que salió de Hollaway después de cumplir su condena.

Parminter dijo pensativo:

—Fue a la calle Culver 74, haciéndose pasar por Maureen Lyon. De vez en cuando bebía un poco y se sabe que llevó a un hombre a su casa un par o tres de veces. No demostró temer a nada ni a nadie, y no hay razón para que se creyera en peligro. Este hombre llama a la puerta, pregunta por ella y la patrona le dice que suba al segundo piso. No es capaz de describirle; dice únicamente que era de estatura mediana y al parecer un fuerte resfriado le había hecho perder la voz. Ella volvió a los bajos y no oyó nada que le hiciera entrar en sospecha. Ni siquiera le oyó salir. Diez minutos más tarde fue a subirle una taza de té a la señora Lyon y la encontró estrangulada. Éste no fue un asesinato fortuito, Kane. Había sido todo cuidadosamente planeado.

Hizo una pausa y agregó de improviso:

—Quisiera saber cuántas casas de huéspedes hay en Inglaterra que se llamen Monkswell Manor.

—Puede que sólo haya una, señor.

—Eso sería tener demasiada suerte. Pero averígüelo. No hay tiempo que perder.

Los ojos del sargento se posaron en las direcciones de la libretita. Calle Culver, 74, y Monkswell Manor.

Y dijo:

—¿De modo que usted cree...?

—Sí. ¿Y usted no? —le atajó Parminter.

—Podría ser. Monkswell Manor... ahora que.., ¿sabe que juraría que he visto ese nombre escrito en alguna parte últimamente?

—¿Dónde?

—Eso es lo que trato de recordar... Aguarde un momento... En un periódico... Última página. Aguarde... Hoteles y Casas de Huéspedes... Un momento, señor... era uno atrasado. Estaba resolviendo el crucigrama...

Salió corriendo de la habitación, regresando triunfante al poco rato.

—Aquí lo tiene, señor. Mire.

El inspector siguió la dirección del dedo índice del sargento.

—Monkswell Manor. Harplender, Berks.

Descolgó el teléfono.

—Póngame con la policía del condado de Berkshire.

Capítulo III
1

Con la llegada del mayor Metcalf, Monkswell Manor comenzó a funcionar tan normalmente como cualquier negocio en marcha. El mayor Metcalf no resultaba tan solemne como la señora Boyle, ni excéntrico como Cristóbal Wren. Era un hombre de mediana edad, impasible, de aspecto marcial y apuesto, que había realizado la mayor parte de su servicio militar en la India. Pareció satisfecho con su habitación y el mobiliario, y aunque él y la señora Boyle no se habían conocido hasta entonces, el mayor había tenido amistad con varios primos de aquélla, de la rama de los Yorkshire, en Poonah. Su equipaje, consistente en dos pesadas maletas de piel de cerdo, aplacó todos los recelos de Giles.

A decir verdad, Molly y Giles no tuvieron mucho tiempo para hacer comentarios sobre sus huéspedes. Prepararon entre los dos la cena, la sirvieron, cenaron después ellos y fregaron los platos. El mayor Metcalf elogió el café y Giles y Molly se acostaron rendidos, pero satisfechos... para levantarse cerca de las dos de la madrugada para atender las insistentes llamadas del timbre.

—¡Maldita sea! —bufó Giles—. Llaman a la puerta. ¿Qué diablos...?

—Date prisa —repuso Molly—. Ve a ver.

Dirigiéndole una mirada de reproche, Giles envolvióse en su batín y bajó la escalera. Molly le oyó descorrer el cerrojo y luego un murmullo de voces en el vestíbulo, e impulsada por la curiosidad salió de la cama y fue a mirar desde lo alto de la escalera. Abajo, en el recibidor, Giles ayudaba a un barbudo desconocido a sacudirse la nieve del abrigo. Varios fragmentos de su conversación llegaron hasta ella.

—¡Brrr! —Tiritaba el extraño—. Mis dedos están tan helados que no los siento. Y mis pies... —Golpeó el suelo con ellos.

—Entre aquí —Giles le abrió la puerta de la biblioteca—. Está más caliente; será mejor que espere mientras le preparo su habitación.

—He tenido mucha suerte —dijo el desconocido.

Molly siguió mirando por entre los barrotes de la barandilla de la escalera y pudo ver a un anciano de barba negra y cejas mefistofélicas. Un hombre que se movía con la ligereza de un joven a pesar de las canas de sus sienes.

Giles cerró la puerta de la biblioteca tras él y subió a toda prisa. Molly abandonó su puesto de observación.

—¿Quién es? —quiso saber.

Giles sonrió.

—Otro huésped para nuestra Casa de Huéspedes. Su coche ha volcado en la nieve. Consiguió salir de él y se ha abierto camino como ha podido por la carretera (está soplando una fuerte ventisca, escucha) y vio nuestro letrero. Dice que fue como la respuesta a una plegaria.

—Y, ¿crees que es como es debido?

—Querida, no es una noche a propósito para que anden por ahí los rateros.

—Es extranjero, ¿verdad?

—Sí. Se llama Paravicini. Vi su cartera... Casi creo que la enseñó adrede..., atiborrada de billetes. ¿Qué habitación le damos?

—El cuarto verde. Está ya dispuesto. Sólo tenemos que hacer la cama.

—Me imagino que tendré que dejarle un pijama. Lo ha abandonado todo en el automóvil. Dijo que tuvo que salir por la ventanilla.

Molly fue en busca de sábanas, almohadas y toallas. Mientras hacían la cama a toda prisa, Giles le dijo:

—La nevada es muy densa. Vamos a quedar bloqueados por la nieve y completamente aislados. En cierto modo resulta emocionante, ¿no crees?

—No lo sé —repuso Molly preocupada—. ¿Tú crees que sabré hacer pan de soda?

—Pues claro que sí. Tú entiendes mucho de cocina —le dijo su fiel marido.

—Nunca he intentado hacer pan. Puede ser duro o tierno, pero es algo que nos lo trae el panadero cada día. Pero si quedamos bloqueados no podrá venir.

—Ni él ni el carnicero, ni el cartero. No recibiremos periódicos y es probable que se corte el teléfono.

—¿Sólo nos quedará la radio para advertirnos lo que debemos hacer?

—De todas maneras, tenemos luz propia.

—Debo poner en marcha el motor mañana mismo. Y hay que conservar la calefacción a toda potencia.

—Me figuro que el próximo envío de carbón no llegará en unos cuantos días y nos queda muy poco.

—¡Oh, qué contratiempo, Giles! Presiento que lo vamos a pasar muy mal. Date prisa y trae a Para... como se llame. Yo me vuelvo a la cama.

A la mañana siguiente se confirmaron los pronósticos de Giles. La nieve alcanzó una altura de cinco pies, y el viento la arremolinaba contra la puerta y ventanas. Todavía seguía nevando. El mundo exterior se había vuelto blanco, silencioso, y en cierto modo... amenazador.

2

La señora Boyle se sentó a desayunar. No había nadie más en el comedor. Acababan de retirar de la mesa contigua el servicio del mayor Metcalf, y la del señor Wren estaba dispuesta todavía para el almuerzo. Por lo visto, uno se había levantado antes y el otro lo haría

después. La señora Boyle era la única que sabía que las nueve en punto es la hora adecuada para desayunar.

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