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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tres ratones ciegos (9 page)

E inclinándose graciosamente le besó las puntas de los dedos.

Molly dijo violentamente:

—¡Oh, señor Paravicini! Estoy segura...

—Es usted muy inteligente, joven —contestó a Giles sin hacer caso de Molly—.
No quiere correr ningún riesgo
. ¿Acaso puedo probarle... a usted, o al inspector... que no soy un maniático homicida? No, no puedo. Esas cosas son difíciles de probar.

Comenzó a tararear alegremente. Molly se exasperó.

—Por favor, señor Paravicini... no cante esa horrible canción.

—¿
Tres ratones ciegos
? ¿Conque era eso? Se me ha venido a la cabeza sin darme cuenta. Ahora que me fijo, es una tonadilla horrenda. No tiene nada de bonita, pero a los niños les gustan esas cosas. ¿Lo ha notado? Ese ritmo es muy inglés.., el lado cruel y bucólico del pueblo inglés.
Les cortó el rabo con un trinchante
. Claro que a un niño no le gustaría eso... Podría contarles muchas cosas acerca de los pequeñuelos...

—No, por favor —dijo Molly con desmayo—. Creo que usted también es cruel —Su voz adquirió un tono de histerismo—. Usted ríe... y sonríe... es como un gato jugando con un ratón... jugando...

Se echó a reír.

—¡Cálmate, Molly! —rogó Giles—. Ven, vamos todos al salón.

—Trotter debe estar impaciente. No importa la comida. Un crimen es algo mucho más importante.

—No estoy muy de acuerdo con usted —dijo Paravicini mientras les seguía con su andar saltarín—. Al condenado a muerte siempre se le sirve una opípara comida cuando está en capilla... Es lo que se hace siempre.

4

Cristóbal Wren se unió a ellos en el recibidor y Giles frunció el ceño. El joven dirigió una mirada ansiosa a Molly, pero ésta, con la cabeza muy alta, siguió andando sin mirarle.

Entraron casi en procesión por la puerta de la sala. El señor Paravicini cerraba la marcha con su andar saltarín.

El sargento Trotter y el mayor Metcalf les aguardaban en pie. El mayor presentaba un aspecto abatido y Trotter estaba sonrojado y nervioso.

—Muy bien —les dijo el sargento cuando entraron—. Quería verles a todos. Quiero poner en práctica cierto experimento... para lo cual necesito su cooperación.

—¿Tardará mucho rato? —quiso saber Molly—. Tengo bastante que hacer en la cocina. Después de todo, tenemos que comer a alguna hora.

—Sí —replicó Trotter—. Lo comprendo, señora Davis, pero hay cosas más urgentes que la comida. La señora Boyle, por ejemplo, ya no necesita comer.

—La verdad, sargento —intervino el mayor Metcalf—, me parece un modo muy crudo de comentar las cosas.

—Lo siento, mayor Metcalf, pero quiero que todos colaboren.

—¿Ha encontrado ya sus esquíes, sargento Trotter? —preguntó Molly.

El joven enrojeció.

—No, señora Davis; pero puedo decir que tengo mis sospechas de quién los ha cogido, y sus motivos. No pudo decir más por el momento.

—No lo diga, por favor —suplicó Paravicini—. Siempre he pensado que las explicaciones deben dejarse para el final... ya sabe para ese excitante último capítulo.

—Esto no es un juego, señor.

—¿No? Ahora creo que se equivoca. Considero que esto es un juego... para alguien.

—El asesino se está divirtiendo —murmuró Molly en voz baja.

Tocios la miraron sorprendidos.

—Sólo repito lo que me dijo el sargento Trotter.

El aludido no pareció muy satisfecho.

—No me parece bien que el señor Paravicini hable del último capítulo como si se tratara de un misterio emocionante —dijo—. Esto es real... Algo que está sucediendo.

—Mientras no me suceda a mí... —dijo Cristóbal.

—Concretemos, señores —intervino el mayor Metcalf—. El sargento va a decirnos claramente el papel que debemos representar...

Trotter aclaró su garganta. Su tono se volvió oficial.

—Hace poco me hicieron ustedes ciertas declaraciones relacionadas con sus respectivas posiciones en el momento en que tuvo lugar la muerte de la señora Boyle. El señor Wren y el señor Davis se hallaban en sus dormitorios. La señora Davis se hallaba en la cocina. El mayor Metcalf en el sótano, y míster Paravicini aquí, en esta habitación. Éstas son las declaraciones que hicieron ustedes. No tengo medio alguno de comprobarlas. Pueden ser verdad... o no serlo. Para hablar con claridad... cuatro de estas declaraciones son ciertas..., pero
una es falsa
. ¿Cuál?

Giles dijo con acritud:

—Nadie es infalible. Alguien puede haber mentido... por alguna otra razón.

—Lo dudo, señor Davis.

—¿Pero cuál es su idea? Acaba de confesar que no tiene medio de comprobar nuestras declaraciones.

—No, pero supongamos que todos tengan que realizar sus movimientos por segunda vez.

—¡Bah! —replicó el mayor Metcalf despectivamente—. Reconstruir el crimen. Valiente idea.

—No se trata de la reconstrucción del crimen, mayor Metcalf, sino de los movimientos de las personas en apariencia inocentes.

—¿Y qué espera conseguir con eso?

—Me perdonará si no se lo digo por el momento.

—¿Así que usted quiere repetir lo ocurrido? —preguntó Molly.

—Más o menos, señora Davis.

Hubo un silencio... en cierto modo violento.

«Es una trampa —pensó Molly—. Es una trampa, pero no comprendo cómo...»

Podía haberse pensado que había cinco culpables en aquella habitación, en vez de uno y cuatro inocentes. Todos dirigían furtivas miradas al joven sonriente y seguro de sí que exponía su plan.

Cristóbal exclamó con voz aguda:

—Pero no comprendo... no puedo comprender... qué es lo que espera descubrir... con sólo hacer que repitamos lo que hicimos antes. ¡Me parece una tontería!

—¿Lo es, señor Wren?

—Naturalmente, haremos lo que usted diga, sargento —repuso Giles despacio—. Cooperaremos. ¿Debemos repetir exactamente lo que hicimos antes?

—Sí, deben repetir todos sus actos.

La ligera ambigüedad de su frase hizo que el mayor Metcalf le mirara inquisitivamente mientras el sargento Trotter proseguía:

—El señor Paravicini nos dijo que estaba sentado al piano tocando cierta tonadilla. Señor Paravicini, ¿sería tan amable de demostrarnos lo que hizo, con toda exactitud?

—Desde luego, mi querido sargento.

Paravicini dirigióse con su andar característico hasta el piano de cola y tomó asiento en el taburete.

—El maestro tocará la rúbrica musical de un asesino —anunció.

Sonriente y con ademanes exagerados fue tocando con un solo dedo la tonadilla de
Tres Ratones Ciegos
.

«Está disfrutando —pensó Molly—. Se
está divirtiendo
...»

En la amplia habitación las apagadas notas produjeron un efecto casi impresionante...

—Gracias, señor Paravicini —dijo el sargento Trotter—. ¿Debo creer que tocó esa canción de esta misma manera... en la ocasión anterior?

—Sí, sargento, exactamente así. La repetí tres veces.

El sargento Trotter volvióse hacia Molly.

—¿Toca usted el piano, señora Davis?

—Sí, sargento Trotter.

—¿Podría interpretar esa melodía, tocándola exactamente como lo ha hecho el señor Paravicini?

—Desde luego.

—Entonces póngase al piano y esté preparada para hacerlo cuando le dé la señal.

Molly pareció asustarse un tanto. Luego dirigióse lentamente hacia el piano.

—Volveremos a representar cada papel...,
pero no es necesario que lo hagan las mismas personas
.

—No... no le veo la punta —dijo Giles.

—Pues la tiene, señor Davis. Es un medio de comprobar las declaraciones originales... y me atrevo a decir que sobre todo una en particular. Ahora, por favor, voy a asignarles sus papeles. La señora Davis se quedará aquí... al piano. Señor Wren, ¿quiere hacer el favor de ir a la cocina? Eche un vistazo a la comida. Señor Paravicini, ¿querrá subir a la habitación del señor Wren? Allí puede ejercitar sus talentos musicales.
Tres Ratones Ciegos
, como lo hizo él. Mayor Metcalf, vaya usted a la habitación del señor Davis y examine el teléfono. Y usted, señor Davis, ¿quiere mirar el interior del armario del recibidor y luego bajar al sótano?

Se produjo un embarazoso silencio. Luego los cuatro se dirigieron a la puerta perezosamente.

Trotter les siguió y volviéndose dijo por encima de su hombro:

—Cuente hasta cincuenta y luego empiece a tocar, señora Davis.

Antes de que la puerta se cerrara tras él, la joven pudo oír la voz del señor Paravicini diciendo:

—Nunca hubiera creído que la policía fuera tan aficionada a los juegos de salón.

5

Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta. Molly, obediente se dispuso a tocar... Y de nuevo la cruel tonadilla encontró eco en el amplio salón...

Tres Ratones Ciegos...

Ved cómo corren...

Molly sintió que su corazón iba latiendo cada vez más de prisa. Como había dicho Paravicini era una melodía horrenda y obsesionante. Poseía toda la infantil incomprensión hacia la piedad, que resultaba tan terrorífica para los adultos.

Desde arriba y muy apagadas llegaban las notas de la misma tonadilla, que silbaba Paravicini representando el papel de Cristóbal Wren.

De pronto, en la habitación contigua comenzó a sonar la radio. El sargento Trotter debía haberla conectado... Entonces, era él quien representaba el papel de la señora Boyle...

Pero ¿por qué? ¿Qué iba a conseguir con todo aquello? ¿Dónde estaba la trampa? Porque la había... seguro, no cabía la menor duda.

Una corriente de aire frío le dio en la nuca. Molly volvióse extrañada. ¿Es que se había abierto la puerta? ¿Habría entrado alguien en la habitación? No, el salón estaba vacío, mas de pronto sintióse nerviosa... asustada. ¿Y si entraba alguien? Supongamos que el señor Paravicini se acercara sigilosamente al piano y sus largos dedos apretaran y apretaran...

—¿De modo que está tocando su propia marcha fúnebre, querida señora? ¡Feliz idea...!

—Tonterías... no seas estúpida... no imagines cosas... Además, le estás oyendo silbar. Lo mismo que él debe oírte a ti.

¡Casi apartó los dedos de las teclas al ocurrírsele que nadie había oído tocar a Paravicini! ¿Era aquélla la trampa? ¿Sería posible que no hubiera estado tocando? Entonces habría podido estar no en el salón, sino en la biblioteca... estrangulando a la señora Boyle.

Se había mostrado molesto, muy molesto, cuando Trotter le dijo a ella que tocara, y se había hecho fuerte en asegurar lo calladamente que fue desgranando la melodía, dando a entender que tal vez no se oyera desde el exterior de la estancia. Y si esta vez oía alguien... entonces, Trotter tendría lo que deseaba...
la persona que había mentido tan deliberadamente
.

Se abrió la puerta del salón, y Molly, que esperaba ver aparecer a Paravicini, casi lanzó un grito. Pero era sólo el sargento Trotter quien entró precisamente cuando tocaba la tonadilla por tercera vez.

—Gracias, señora Davis —le dijo.

Parecía muy satisfecho de sí mismo, y sus gestos eran rápidos y seguros.

Molly apartó las manos del teclado.

—¿Ya tiene lo que buscaba? —le preguntó.

—¡Sí, desde luego! —Su voz sonaba triunfal—. Tengo exactamente lo que deseaba.

—¿Qué? ¿Quién ha sido?

—¿No se lo imagina, señora Davis? Vamos... ahora ya no es tan difícil. A propósito, si me permite decirlo, ha sido usted muy tonta. Me ha dejado que ignorara quién iba a ser la tercera víctima y como resultado ha corrido usted un serio peligro.

—¿Yo? No sé lo que me quiere decir.

—Quiero decir que no ha sido sincera conmigo, señora Davis. Usted me ha ocultado algo... lo mismo que hiciera la señora Boyle.

—Sigo sin comprender.

—Oh, claro que sí. Cuando yo mencioné el caso de Longridge Farm usted
lo conocía ya perfectamente
. Oh, sí, lo sabía y estaba preocupada. Y fue usted quien confirmó que la señora Boyle estuvo en la Oficina de Alojamiento en esta parte del país. Usted y ella vivieron en esta región. De modo que cuando yo empecé a preguntarme quién sería la tercera víctima probable, en seguida pensé en usted, que no quiso confesar de buenas a primeras que conocía el caso de Longridge Farm. Los policías no somos tan ciegos como parecemos.

Molly dijo en voz baja:

—Usted no me comprende. Yo no quería recordar.

—La comprendo muy bien —Su voz adquirió otro tono—. Su nombre de soltera era Wainwright, ¿no es cierto?

—Sí.

—Y es usted algo mayor de lo que dice. En 1940 cuando ocurrió lo de Longridge Farm, usted era la maestra del colegio de Abbeyvale.

—¡No!

—¡Oh, sí, señora Davis!

—Le digo que no era yo.

—El niño que murió se las compuso para enviarle una carta. Robó el sello. En la carta suplicaba ayuda... a su cariñosa maestra. Es obligación de la profesora averiguar por qué los alumnos no acuden a la escuela. Usted no lo hizo. Ni prestó atención a la carta de aquel pobre diablo.

—¡Basta! —A Molly le ardían las mejillas—. Está usted hablando de mi hermana. Ella era maestra, y no es que hiciera caso omiso de la carta. Estaba enferma... con pulmonía. No vio la carta hasta después de la muerte del niño. Eso la trastornó mucho.., muchísimo... era muy sensible. Pero no tuvo la culpa. Y es por eso, porque lo tomé tan a pecho, que nunca he podido soportar que me lo recordasen. Siempre ha sido como una pesadilla para mí.

Molly se cubrió el rostro con las manos. Cuando las apartó, Trotter la miraba fijamente:

—De modo que era su hermana... Bueno, después de todo... —Sus labios se curvaron en una extraña sonrisa—. Eso no importa mucho, ¿verdad? Su hermana... mi hermano...

Sacó algo de su bolsillo. Ahora sonreía satisfecho.

Molly miraba el objeto que el sargento tenía en la mano.

—¡Creí que la policía no usaba revólver! —exclamó.

—La policía, no... —repuso Trotter—. Pero, ¿sabe?,
yo no soy policía
. Soy Jim. El hermano de Jorge. Usted pensó que era de la policía porque telefoneé desde el pueblo y le dije que iba a venir el sargento Trotter. Corté los cables telefónicos del exterior de la casa cuando llegué para que no pudiera volver a llamar al puesto de policía...

Molly vio que no dejaba de apuntarle con el revólver.

—No se mueva, señora Davis... y no grite... o apretaré el gatillo en el acto.

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