Authors: José Saramago
Fue a por ella, y después, como si llevar consigo una luz le hubiese hecho nacer un coraje nuevo en el espíritu, avanzó casi resoluto por entre las mesas, hasta el mostrador, bajo el que estaba instalado el extenso fichero de los vivos. Encontró rápidamente la ficha del obispo y tuvo la suerte de que el anaquel donde se encontraba archivado el respectivo expediente no estuviera a más distancia que la altura del brazo. No precisó de la escalera, pero pensó con aprensión cómo sería su vida cuando tuviera que subir a las regiones superiores de los estantes, allí donde el cielo negro comenzaba. Abrió el armario de los impresos, sacó uno de cada modelo y volvió a casa, dejando abierta la puerta de comunicación. Después se sentó y, con la mano todavía trémula, comenzó a copiar en los impresos blancos los datos identificadores del obispo, el nombre completo, sin que le faltara un apellido o una partícula, la fecha y el lugar de nacimiento, los nombres de los padres, los nombres de los padrinos, el nombre del párroco que lo bautizó, el nombre del funcionario de la Conservaduría General que lo registró, todos los nombres. Cuando llegó al final del breve trabajo estaba exhausto, le sudaban las manos, tenía escalofríos en la espalda, sabía muy bien que había cometido un pecado contra el espíritu del cuerpo funcionarial, de hecho no hay nada que canse más a una persona que tener que luchar, no contra su propio espíritu, sino contra una abstracción. Al indagar en aquellos papeles había cometido una infracción contra la disciplina y la ética, tal vez contra la legalidad.
No porque las informaciones contenidas fueran reservadas o secretas, que no lo eran, dado que cualquier persona podría presentarse en la Conservaduría solicitando copias o certificados de los documentos del obispo sin necesidad de explicar las razones del pedido o los fines a que se destinaban, sino porque había quebrado la cadena jerárquica procediendo sin la necesaria orden o autorización de un superior. Todavía se le pasó por la cabeza volver atrás, enmendar la irregularidad del acto rasgando y haciendo desaparecer las impertinentes copias, entregar las llaves al conservador, Señor, no quiero responsabilidades si algo llega a faltar en la Conservaduría y, hecho esto, olvidar los minutos, por así decir, sublimes que acababa de vivir. Sin embargo, le pudo más la satisfacción y el orgullo de haberlo conocido todo, fue ésta la palabra que dijo, Todo, de la vida del obispo. Miró el armario donde guardaba las cajas con las colecciones de recortes y sonrió de íntimo deleite, pensando en el trabajo que tenía ahora a la espera, las surtidas nocturnas, la recogida ordenada de fichas y expedientes, la copia con su mejor letra, se sentía tan contento que ni el hecho de saber que utilizaría la escalera de mano le quebró el ánimo. Volvió a la Conservaduría y restituyó los documentos del obispo a sus lugares. Después, con un sentimiento de confianza en sí mismo que no había experimentado en toda su vida, paseó el foco de la linterna a su alrededor, como si estuviese finalmente tomando posesión de algo que siempre le había pertenecido, pero que sólo ahora podía reconocer como suyo. Se detuvo un momento para mirar la mesa del jefe, nimbada por la luz macilenta que caía de lo alto, sí, era lo que debía hacer, sentarse en aquel sillón, a partir de hoy sería el verdadero señor de los archivos, sólo él podría, si quisiera, teniendo que pasar aquí los días por obligación, vivir por voluntad suya también las noches, el sol y la luna girando sin descanso en torno a la Conservaduría General del registro Civil, mundo y centro del mundo. Para anunciar el comienzo de algo, se habla siempre del día primero, cuando es la primera noche la que debería contar, ella es la condición del día, la noche sería eterna si no hubiera noche. Don José está sentado en el sillón del conservador y allí se quedará hasta el amanecer, oyendo el sordo rumor de los papeles de los vivos sobre el silencio compacto de los papeles muertos.
Cuando la iluminación de la ciudad se apagó y las cinco ventanas encima de la puerta grande aparecieron del color de una ceniza oscura, se levantó del sillón y entró en casa, cerrando la puerta de comunicación tras de sí. Se lavó, se afeitó, tomó el desayuno, guardó aparte los papeles del obispo, vistió su mejor traje y, cuando llegó la hora, salió por la otra puerta, la de la calle, dio la vuelta al edificio y entró en la Conservaduría. Ninguno de los colegas se apercibió de quién había venido, respondieron como de costumbre al saludo, dijeron, Buenos días, don José, y no sabían con quién estaban hablando.
Felizmente la gente famosa no es tanta. Incluso empleando criterios de selección y representatividad tan eclécticos y generosos como se ha visto que son los de don José, no es fácil, sobre todo cuando se trata de un país pequeño, llegar a la centena redonda de personajes realmente célebres sin haber caído en la conocida laxitud de las antologías de los cien mejores sonetos de amor o de las cien más pujantes elegías, ante los cuales nos asiste el pleno derecho de sospechar que los últimos escogidos sólo entraron para perfilar la cuenta. Considerada en su globalidad, la colección de don José excedía en mucho la centena, mas para él, como para el autor de las antologías de elegías y sonetos, el número cien era una frontera, un límite, un nec plus ultra, o, hablando en términos vulgares, como una botella de litro que, por mucho que se intente, nunca contendrá más que un litro de líquido. A este modo de entender el carácter relativo de la fama no le sentaría mal, creemos, el calificativo de dinámico, puesto que la colección de don Jesús, necesariamente dividida en dos partes, es decir, de un lado los cien más famosos, de otro los que no consiguieron tanto, está en constante movimiento en esa zona a la que convencionalmente llamamos de frontera. La fama, ay de nosotros, es un aire que tanto viene como va, es una grímpola que tanto gira al norte como al sur, y de la misma manera que una persona pasa del anonimato a la celebridad sin percibir por qué, tampoco es infrecuente que después de haberse pavoneado ante el entusiasta favor público acabe sin saber cómo se llama.
Aplicadas estas tristes verdades a la colección de don José, se comprende que haya también en ella gloriosas subidas y dramáticas caídas, uno que sale del grupo de los suplentes y entra en el grupo de los efectivos, otro que ya no cabe en la botella y tiene que ser arrojado fuera. La colección de don José se parece mucho a la vida.
Trabajando con empeño, algunas veces hasta bien entrada la madrugada, con las previsibles consecuencias negativas en los índices de productividad que estaba obligado a satisfacer en el tiempo normal de servicio, don José concluyó en menos de dos semanas la recogida y transposición de los datos de origen a los expedientes individuales de las cien personas más famosas de su colección. Pasó por momentos de inenarrable pánico cada vez que tuvo que encaramarse al último peldaño de la escalera para alcanzar los anaqueles superiores, donde, como si no fuera suficiente el sufrimiento de los mareos, parecía que todas las arañas de la Conservaduría General del Registro Civil habían decidido tejer las telas más densas, polvorientas y envolventes que alguna vez rozaran rostros humanos. La repugnancia, o más crudamente hablando, el miedo, le hacía agitar locamente los brazos para apartar el nauseabundo contacto, menos mal que llevaba el cinturón atado firmemente a los peldaños de la escalera, pero hubo ocasiones en que faltó poco para que ella y él cayesen atropelladamente hasta el suelo, arrastrando una nube de polvo histórico y bajo una lluvia triunfal de papeles. En uno de esos momentos de congoja, llegó al punto de pensar en desatarse y aceptar el riesgo de una caída desamparada, ocurrió eso cuando imaginó la vergüenza que mancharía para siempre su nombre y su memoria si el jefe entrase por la mañana y diese con él, don José, entre dos estanterías, muerto, la cabeza abierta y los sesos fuera, ridículamente atado a la escalera con una correa. Después concluyó que desatarse sólo podría salvarlo del ridículo, pero no de la muerte, y que siendo así no valía la pena. Luchando contra la amedrentada naturaleza con que vino al mundo, ya casi al final de la tarea, a pesar de haber trabajado casi a oscuras, logró crear y perfeccionar una técnica de localización y manipulación de los expedientes que le permitía retirar en pocos segundos los documentos que necesitaba. La primera vez que tuvo el valor de no usar la correa fue como si en su modestísimo currículo de escribiente hubiese inscrito una victoria inmortal. Se sentía exhausto, desvelado, con temblores en la boca del estómago, pero feliz como no recordaba haberlo sido alguna vez, cuando la celebridad clasificada en centésimo lugar, ahora identificada de acuerdo con todas las reglas de la Conservaduría General, ocupó su sitio en la caja correspondiente. Pensó entonces don José que después de un esfuerzo tan grande le vendría bien un descanso, y puesto que el fin de semana iba a comenzar, decidió posponer para el lunes la siguiente fase del trabajo, es decir, dar estatuto civil regular a los cuarenta y tantos famosos de retaguardia que todavía se encontraban a la espera. No soñaba que iba a ocurrirle algo mucho más serio que simplemente caerse de una escalera. El efecto de la caída podría ser que se le acabara la vida, lo que sin duda tendría su importancia desde un punto de vista estadístico y personal, pero qué representa eso, nos preguntamos, si siendo la vida biológicamente la misma, es decir, el mismo ser, las mismas células, las mismas facciones, la misma estatura, el mismo modo aparente de mirar, ver y reparar, y sin que la estadística se aperciba del cambio, esa vida pasó a ser otra vida, y otra persona esa persona.
Le costó mucho soportar la lentitud anormal con que los dos días se arrastraron, aquel sábado y aquel domingo le parecieron eternos. Empleó el tiempo en recortar periódicos y revistas, algunas veces abrió la puerta de comunicación para contemplar la Conservaduría General en toda su silenciosa majestad. Sentía que le gustaba su trabajo más que nunca, gracias a él podía penetrar en la intimidad de tantas personas famosas, saber, por ejemplo, cosas que algunas hacían lo posible por ocultar, como ser hijas de padre o de madre desconocidos, o desconocidos ambos, como era el caso de una de ellas, o decir que eran naturales de la capital de una provincia o de la comarca cuando habían nacido en una aldea perdida, en una encrucijada de bárbara resonancia, si no fue en un sitio que simplemente olía a estiércol y corral y que muy bien podía pasar sin nombre. Con estos pensamientos, y otros de tono escéptico semejante, don José llegó al lunes bastante repuesto de los tremendos esfuerzos cometidos y, a pesar de la tensión nerviosa acumulada por un querer y un temer en permanente conflicto, dispuesto a enfrentarse con otras aventuras nocturnas y otras temerarias ascensiones.
El día, si embargo, se torció desde la mañana. El subdirector a cuyo cargo estaba la responsabilidad de la intendencia comunicó al conservador que estaba notando, en las dos últimas semanas un gasto de fichas y de carpetas de expedientes que, incluso teniendo en cuenta la media de errores administrativamente admitida en el proceso de asentamiento, no tenía, ese gasto, correspondencia con el número de nuevos nacidos inscritos en la Conservaduría. El conservador quiso saber qué medidas había tomado el subordinado para averiguar las razones del insólito desajuste de consumo y en qué otras medidas estaba pensando para que el hecho no volviera a repetirse. Discretamente, el subdirector explicó que por el momento ninguna, que no se permitiría tener una idea, y menos aún promover una iniciativa, antes de exponer el caso a la consideración superior, lo que hacía en aquel momento.
Secamente, como siempre, el conservador respondió, Ya lo ha expuesto, ahora actúe, y que no oiga hablar más del asunto. El subdirector se fue a su mesa a pensar y al cabo de una hora llevó al conservador el borrador de una comunicación interna, según la cual el armario de los impresos se cerraría con llave, y ésta permanecería en su poder, como intendente responsable. El conservador escribió, Cúmplase, el subdirector cerró el armario, ostensiblemente para que todo el mundo se diera cuenta de la mudanza, y don José, después del primer susto, suspiró aliviado por haber tenido tiempo de terminar la parte más importante de su colección. Intentó recordar cuántas fichas de admisión tendría todavía de reserva en casa, tal vez unas doce, tal vez unas quince. Tampoco era tan grave. Cuando se acabasen, copiaría en hojas de papel común las treinta que todavía faltaban, la diferencia sólo ofendería la estética, No siempre se puede tener todo, pensó para consolarse.
Como hipotético autor del desvío de los impresos, no había motivo para que se sospechase más de él que de cualquier otro de sus colegas de categoría, dado que sólo ellos, los escribientes, rellenaban las fichas y las carpetas de los expedientes, pero los frágiles nervios de don José le hicieron temer todo el día que los estremecimientos de su conciencia culpada pudiesen ser percibidos y registrados desde fuera. A pesar de eso, salió bien parado del interrogatorio a que fue sometido. Con expresiones de rostro y de voz que intentó adecuar a la situación, declaró emplear el más riguroso escrúpulo en el aprovechamiento de los impresos, en primer lugar porque esa manera de proceder era propia de su naturaleza, pero sobre todo porque tenía presente, en todas las circunstancias, que el papel consumido en la Conservaduría General provenía de los impuestos públicos, cuántas y cuántas veces pagados con sacrificio por los contribuyentes y que él, como funcionario responsable, tenía el deber estricto de respetar y hacer rendir. Tanto por el fondo como por la forma, la declaración cayó bien en el ánimo de los superiores, hasta el extremo de que los colegas a continuación llamados a capítulo la repitieron con modificaciones mínimas de estilo, pero fue la convención tácita y generalizada, con el paso del tiempo, inculcada en el personal por la peculiar personalidad del jefe, de que nada en la Conservaduría, aconteciese lo que aconteciese, podría ir contra los intereses del servicio, lo que impidió que alguien reparara en que don José, desde su primer día de trabajo, muchos años atrás, nunca había pronunciado tantas palabras seguidas. Si fuese el subdirector instruido en los métodos escrutadores de la psicología aplicada, en menos de un suspiro habría echado abajo el engañoso discurso de don José, como un castillo de cartas en el que le hubiera fallado el pie al rey de espadas, o como una persona propensa a mareos a quien le sacuden las escalerillas. Receloso de que una reflexión a posteriori del subdirector instructor de la investigación le hiciese sospechar que allí había gato encerrado, don José decidió, para prevenir males mayores, que se quedaría en casa esa noche. No se movería de su rincón, no entraría en la Conservaduría ni aunque le prometieran la fortuna inaudita de descubrir el documento más buscado desde que el mundo es mundo, ni más ni menos que el certificado oficial de nacimiento de Dios. El sabio es sabio de acuerdo con la prudencia que lo exorne, se dice, y, aunque desoladoramente imprecisa e indefinible, hay que reconocer en don José, a pesar de las irregularidades que viene cometiendo en los últimos tiempos, la existencia de una especie de sabiduría involuntaria, de aquellas que parece que han entrado en el cuerpo por vía respiratoria o porque el sol da en la cabeza, y por eso no son consideradas dignas de particular aplauso. Si ahora la prudencia le aconsejaba la retirada, él, sabiamente, acataría la voz de la prudencia. Una o dos semanas de suspensión de las investigaciones ayudarían a borrar de su cara cualquier vestigio de temor o ansiedad que le hubiera quedado.