Authors: José Saramago
La relativa tranquilidad que esta idea aportó a don José, esto es, sin contar con pertinentes y moralmente embarazosas consideraciones, la imposibilidad física y material de que el jefe penetrara en la intimidad de los aposentos de su subordinado hasta el punto de usar su sillón, se deshizo de repente cuando se acordó de las fichas escolares de la mujer desconocida y se preguntó si las había guardado bajo el colchón o, por descuido, las dejara expuestas sobre la mesa. Aunque su casa fuese tan segura como la caja fuerte de un banco, con cerraduras cifradas y blindaje reforzado en el suelo, techo y paredes, las fichas jamás de los jamases deberían haberse quedado a la vista. El hecho de que no hubiera allí nadie para verlas no sirve de disculpa a la gravísima imprudencia cometida, qué sabemos nosotros, ignorantes como somos, hasta dónde pueden alcanzar ya los avances de la ciencia, de la misma manera que las ondas, que nadie ve, consiguen llevar los sonidos y las imágenes por aires y vientos, saltando las montañas y los ríos, atravesando los océanos y los desiertos, tampoco será nada extraordinario que ya estén descubiertas o inventadas, o vengan a serlo mañana, unas ondas lectoras y unas ondas fotográficas capaces de atravesar las paredes y registrar y transmitir hacia el exterior casos, misterios y vergüenzas de nuestra vida que creíamos a salvo de indiscreciones. Esconderlos, los casos, los misterios y las vergüenzas bajo un colchón, todavía sigue siendo el proceso de ocultación más seguro, sobre todo si tenemos en consideración la dificultad cada vez mayor que las costumbres de hoy manifiestan cuando quieren entender las costumbres de ayer. Por muy expertas que fuesen esa onda lectora y esa onda fotográfica, meter la nariz entre un colchón y un somier es algo que nunca se les pasaría por la cabeza.
Es sabido cómo nuestros pensamientos, tanto los de inquietud como los de satisfacción, y otros que no son ni de esto ni de aquello, acaban, más tarde o más pronto, por cansarse y aburrirse de sí mismo, es sólo cuestión de dar tiempo al tiempo, es sólo dejarlos entregados al perezoso devaneo que les viene de naturaleza, no lanzar a la hoguera ninguna reflexión nueva, irritante o polémica, tener, sobre todo, el supremo cuidado de no intervenir cada vez que ante un pensamiento ya de por sí dispuesto a distraerse se presente una bifurcación atractiva, un ramal, una línea de desvío. O intervenir, sí, aunque sólo para impelirle con delicadeza por la espalda, principalmente si es de aquellos que incomodan, como si le aconsejáramos, Vete por ahí, que vas bien. Eso fue lo que hizo don José cuando le surgió aquella descabellada y providencial fantasía de la onda fotográfica y de la onda lectora, acto seguido se abandonó a la imaginación, la puso a mostrarle las ondas invasoras rebuscando en todo el cuarto tratando de hallar las fichas, que al final no se habían quedado sobre la mesa, perplejas y avergonzadas por no poder cumplir la orden que habían recibido, Ya saben, o encuentran las fichas y las leen y las fotografían, o regresamos al espionaje clásico. Don José todavía pensó en el jefe, pero se trató de un pensamiento residual, simplemente el que le era útil para encontrar una explicación aceptable al hecho de que hubiera vuelto a la Conservaduría fuera de las horas reglamentarias del servicio, Se olvidó de alguna cosa que le hacía falta, no puede haber otro motivo. Sin darse cuenta, repitió en voz alta la última parte de la frase, No puede haber otro motivo, provocando por segunda vez la desconfianza del pasajero que viajaba a su lado, cuyos pensamientos, a la luz del movimiento que lo hizo mudar de lugar, inmediatamente se tornaron claros y explícitos, este tipo está loco, apostamos que con estas o semejantes palabras lo pensó. Don José no notó la retirada del vecino de asiento, pasó sin transición a ocuparse de la señora del entresuelo derecha, ya la tenía ante sí, en el umbral de la puerta, Se acuerda de mí, soy de la Conservaduría General, Me acuerdo muy bien, Vengo a causa del asunto del otro día, Encontró a mi ahijada, No, no la encontré, o mejor dicho, sí, esto es, no, quiero decir, me gustaría tener una conversación con usted, si no le importa, si tiene un momento disponible, Entre, yo también tengo alguna cosa que contarle. Con más o menos palabras, fueron éstas las frases que don José y la señora del entresuelo derecha pronunciaron en el momento en que ella abrió la puerta y vio a aquel hombre, Ah, es usted, exclamó, por tanto él no precisaba preguntar, Se acuerda de mí, soy de la Conservaduría General, pero a pesar de eso no se resistió a hacer la pregunta, hasta tal punto constante, hasta tal punto imperiosa, hasta tal punto exigente parece ser esta nuestra necesidad de ir por el mundo diciendo quién somos, incluso cuando acabamos de oír, Ah, es usted, como si por habernos reconocido nos conociesen y no hubiera nada más que saber de nosotros, o lo poco que todavía quedara no mereciese el trabajo de una pregunta nueva.
No se había modificado la pequeña sala, la silla donde don José se sentara la primera vez se encontraba en el mismo sitio, la distancia entre ella y la mesa era la misma, las cortinas pendían de la misma manera, hacían los mismos pliegues, era también idéntico el gesto de la mujer al descansar las manos en el regazo, la derecha sobre la izquierda, sólo la luz del techo parecía un poco más pálida, como si la lámpara estuviese llegando al fin. Don José preguntó, Cómo sigue desde mi visita, y luego se recriminó por la falta de sensibilidad, peor aún, por la rematada estupidez de la que estaba dando muestras, tenía la obligación de saber que las reglas de educación elemental no siempre deben seguirse al pie de la letra, hay que tener en cuenta las circunstancias, hay que ponderar cada caso, imaginemos que la mujer le responde ahora con una sonrisa abierta, Felizmente muy bien, de salud, lo mejor posible, de ánimo, excelente, hace mucho tiempo que no me sentía tan fuerte, y él le suelta sin contemplaciones, Pues entonces sepa que su ahijada ha muerto, a ver cómo lo lleva. Pero la mujer no respondió a la pregunta, se limitó a encoger los hombros con indiferencia, después dijo, Durante unos días estuve pensando telefonear a la Conservaduría General, después abandoné la idea, calculando que más pronto que tarde vendría a visitarme, menos mal que decidió no telefonearme, al conservador no le gusta que recibamos llamadas, dice que perjudica al trabajo, Comprendo, pero esto se hubiera resuelto con facilidad, bastaba que le comunicara, a él personalmente, la información que tenía que dar, no era necesario que le avisaran. La frente de don José se cubrió repentinamente de un sudor frío. Acababa de conocer que, a lo largo de varias semanas, ignorante del peligro, inconsciente de la amenaza, estuvo bajo la inminencia del desastre absoluto que hubiera sido la revelación pública de las irregularidades de su comportamiento profesional, del continuo y voluntario atentado que estaba cometiendo contra las venerandas leyes deontológicas de la Conservaduría General del Registro Civil, cuyos capítulos, artículos, párrafos y puntos, aunque complejos, sobre todo debido al arcaísmo del lenguaje, la experiencia de los siglos habían acabado por reducir a siete palabras prácticas, No te metas donde no te llaman. Durante un instante don José odió con rabia a la mujer que tenía delante, la insultó mentalmente, la llamó vieja caquéctica, cretina, necia y, como quien no encuentra nada mejor para vengarse de un susto violento e inesperado, estuvo en un tris de decirle, Ah, es eso, pues entonces aguanta este viento, tu ahijadita, aquélla del retrato, palmó. La mujer le preguntó, Se siente mal, don José, quiere un vaso de agua, Estoy bien, no se preocupe, respondió él, avergonzado del malvado impulso, le voy a preparar un té, No es necesario, muchas gracias, no quiero molestarla, en ese momento don José se sentía más rastrero y humillado que el polvo de la calle, la señora del entresuelo derecha había salido de la sala, oía ruido de lozas en la cocina, pasaron algunos minutos, lo primero de todo es hervir el agua, don José se acuerda de haber leído en alguna parte, probablemente en una de las revistas de donde recortaba retratos de personas célebres, que el té debe hacerse con agua que ha hervido pero ya no hierve, se habría contentado con el vaso de agua fresca, pero la infusión le caerá mucho mejor, todo el mundo sabe que para levantar el ánimo decaído no hay nada que se compare a una taza de té, lo dicen todos los manuales, tanto los de oriente como los de occidente. La dueña de la casa apareció con la bandeja, traía también un plato de pastas, además de la tetera, de las tazas y del azucarero, No le he preguntado si le gustaba el té, sólo pensé que en estos instantes sería preferible al café, dijo, Me gusta el té, sí señora, me gusta mucho, Quiere azúcar, Nunca le pongo, de repente se puso pálido, a sudar, creyó que debía justificarse, Deben de ser los restos de una gripe que he pasado, En ese caso, de haber telefoneado, tampoco le hubiera encontrado en la Conservaduría General, o sea, tendría que contarle a su jefe lo que me pasó. Esta vez el sudor apenas humedeció las palmas de las manos de don José, pero aun así fue una suerte que la taza estuviera sobre la mesa, de tenerla asida en aquel momento, la porcelana habría acabado en el suelo, o se le derramaría el té, escaldándole las piernas al afligido escribiente, con las consecuencias obvias, inmediatamente la quemadura, después el regreso de los pantalones a la lavandería. Don José tomó una pasta del plato, la mordisqueó con lentitud, sin gusto, y, disimulando con el movimiento de la masticación la dificultad que tenían las palabras en salirle, consiguió formular la pregunta que ya se hacía esperar, Y qué información era esa que iba a darme. La mujer bebió un poco de té, extendió la mano dubitativa hacia el plato de pastas, pero no concluyó el gesto. Dijo, Se acuerda que le sugerí, al final de su visita, cuando ya se retiraba, que buscase en la guía telefónica el nombre de mi ahijada, Me acuerdo, pero preferí no seguir su consejo, Por qué, Es muy difícil de explicar, Pero tendrá sus razones, Dar razones para lo que se hace o se deja de hacer es de lo más fácil, cuando reparamos en que no las tenemos o no tenemos las suficientes, tratamos de inventarlas, en el caso de su ahijada, por ejemplo, yo podría ahora declarar que consideré que era preferible seguir el camino más largo y más complicado, Y esa razón, pregunto, es de las verdaderas, o de las inventadas, Convengamos en que tiene tanto de verdad como de mentira, Y cuál es la parte de mentira, En estar aquí procediendo de modo que la razón que le he dado sea tomada como verdad entera, Y no lo es, No, porque omito la razón de haber preferido aquel camino y no otro, directo, Le aburre la rutina de su trabajo, Ésa podría ser otra razón, En qué punto están sus investigaciones, Hábleme primero de lo que sucedió, hagamos cuenta de que yo estaba en la Conservaduría General cuando pensó telefonearme y que al jefe no le importa que llamen a sus funcionarios por teléfono. La mujer se llevó otra vez la taza a los labios, la colocó en el plato sin hacer el menor ruido y dijo, al mismo tiempo que las manos volvían a posarse en el regazo, nuevamente la mano derecha sobre la izquierda, Yo hice lo que le dije a usted que hiciera, le telefoneó, Sí, Habló con ella, Sí, Eso cuando fue, Algunos días después de que usted viniera, no me pude resistir a los recuerdos, ni siquiera conseguía dormir, Y que pasó, Conversamos, Ella debió de sorprenderse, No me lo pareció, pero sería lo natural después de tantos años de separación y de silencio, Se ve que sabe poco de mujeres, especialmente si son infelices, Ella era infeliz, Al poco tiempo comenzamos a llorar, las dos, como si estuviésemos atadas una a otra por un hilo de lágrimas, Le contó alguna cosa de su vida, Quién, Ella a usted, Casi nada, que se había casado pero que ahora estaba divorciada, eso ya lo sabíamos, consta en la ficha, entonces acordamos que vendría a visitarme en cuanto le fuera posible, Y vino, Hasta hoy, no, Qué quiere decir, Simplemente que no vino, Ni telefoneó, Ni telefoneó, cuántos días hace de eso, Unas dos semanas, para más o para menos, para menos, creo, sí, para menos, Y usted qué hizo, Al principio pensé que había cambiado de idea, que finalmente no quería reanudar las antiguas relaciones, no quería intimidades entre nosotras, aquellas lágrimas fueron sólo un momento de debilidad y nada más, ocurre muchas veces, hay ocasiones en la vida en que nos dejamos ir, en que somos capaces de contar nuestros dolores al primer desconocido que se nos presenta, se acuerda, cuando estuvo aquí, Me acuerdo, y nunca le agradeceré bastante su confianza, No piense que se trató de confianza, fue sólo desesperación, sea como sea, le prometo que no tendrá que arrepentirse, puede estar segura de mí, soy una persona directa, sí, tengo la certeza de que no me arrepentiré, gracias, Pero es porque, en el fondo, todo se me ha vuelto indiferente, por eso tengo la certeza de que no voy a arrepentirme, Ah.
Pasar de una interjección tan desconsolada como ésta a una interpelación directa, del género, Y después qué hizo, no era fácil, requería tiempo y tacto, por eso don José se quedó callado, a la espera de lo que viniese.
Como si también lo supiese, la mujer preguntó, Quiere más té, él aceptó, Por favor, y acercó la taza. Después la mujer dijo, Hace unos días telefoneé a su casa, Y entonces, Nadie atendió, me respondió un contestador, Sólo telefoneó una vez, El primer día, sí, pero en los días sucesivos lo hice varias veces y a horas diferentes, le telefoneé por la mañana, le telefoneé por la tarde, le telefoneé después de la hora de cenar, llegué incluso a llamar a medianoche, Y nada, Nada, pensé que tal vez se hubiese ido fuera, Ella le dijo dónde trabajaba, No. La conversación ya no podía proseguir alrededor del pozo negro que escondía la verdad, se aproxima el momento en que don José diga Su ahijada murió, es más debía haberlo dicho así que entró, de eso la mujer lo acusará no tardando mucho, Por qué no me lo dijo en seguida, por qué hizo todas esas preguntas si ya sabía que ella estaba muerta, y él no podría mentir alegando que se calló para no darle de golpe, sin preparación, sin respecto, la dolorosa noticia, verdaderamente la causa única de este largo y lento diálogo habían sido las palabras que ella dijo a la entrada, también tengo alguna cosa que contarle, en ese momento le faltó a don José la serenidad resignada que le habría hecho rechazar la tentación de tomar conocimiento de esa pequeña cosa inútil, fuese la que fuese, le faltó la resignación serena de decir No vale la pena, ella murió. Era como si aquello que la señora del entresuelo derecha tuviera que comunicarle pudiese aún, no sabe cómo, hacer correr el tiempo hacia atrás y, en el último de los instantes, robarle a la muerte la mujer desconocida. Cansado, sin otro deseo ahora que el de retardar durante unos segundos más lo inevitable, don José preguntó, No se le ocurrió ir a su casa, preguntó a los vecinos si la habían visto, Claro que llegué a pensar en eso, pero no lo hice, Por qué, Porque sería lo mismo que entrometerme, podría no gustarle, Pero telefoneó, Es diferente. Se hizo un silencio, después la expresión del rostro de la mujer comenzó a cambiar, se tornó interrogativa, y don José comprendió que ella le iba a preguntar, por fin, qué cuestiones relacionadas con el asunto lo habían conducido hoy a su casa, si habían llegado a encontrarse y cuándo, si el problema de la Conservaduría General se había resuelto y cómo, Querida señora, lamento tener que informarle de que su ahijada ha muerto, dijo don José rápidamente.