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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (7 page)

“Los incrédulos se vuelven crédulos ante cualquier historia sinuosa que los exima de reconocer un hecho divino”, replicaba el cura. Insistió que el pueblo había sido agraciado por un milagro de los que el cielo brinda de vez en vez, y que las joyas eran lágrimas de la Virgen. Se lo veía más flaco, agresivo y nervioso que antes y, para protegerse de los malignos, aseguró el cofre tras una reja con cuatro candados.

El juez de paz insistió en llevar a cabo una investigación y el comisario puso vigilancia en la puerta de la iglesia para que nadie lo asalte, señor cura, aunque el diminuto cura, elevándose sobre la punta de sus pies, dijo que usted es el único que puede asaltarme: ordene de inmediato que los agentes desaparezcan. Pero el comisario se hizo el sordo, mientras en las casas y los boliches y también en la escuela y en el asilo y hasta en el mismo cementerio los tocados por Cristo discutieron eso del milagro; no podía ser diferente, repetían: el padre Ruiz lo calificó así de entrada y él conoce de estas cosas mejor que ninguno; a nadie se le pasaría por la cabeza esconder un cofre lleno de joyas bajo el altar de la Virgen y nadie en Cuesta Brava podía haber acumulado semejante tesoro.

No se dormía siquiera la siesta: con el milagro de las joyas se produjo el milagro de la exaltación; hasta los enfermos cantaban y los rengos bailaban y ya se carneaban animales a cuenta del dinero que distribuiría el pequeño —gran— padre Ruiz. Se multiplicaron los fogones y toda Cuesta Brava olía a sabroso asado, carbonada y tortas fritas como en los tiempos de gloria.

—Escúcheme, padre —insistió el juez de paz cuando lo pudo abordar a solas— entre nosotros... ¡no me diga que usted cree en un milagro!

—Mientras no se pruebe otra cosa, es un milagro —replicó apretando los dientes.

—Alguien puso las joyas bajo el altar.

—Usted lo dijo: bajo el altar. Ahí tiene el milagro. No entregó las joyas a un joyero. Las donó a la Virgen. Si alguien abrió su corazón, saldó un pecado o vaya uno a saber qué, donando sus joyas y pesos fuertes a la Virgen, instrumentó un milagro. Porque las joyas de la Virgen son para la comunidad. Es un milagro que se transforme la vieja codicia que logró reunir ese tesoro en la flamante generosidad de donarlo secretamente. ¿Prefiere verlo así?

—¿Y si es el producto de un robo?

—¿Robo? ¿Existe alguna denuncia?

—No, pero es una posibilidad.

—Y bien, esperemos la denuncia. Mientras, el cofre seguirá bajo mi custodia —afirmó el cura.

El comisario decidió tomar cartas en el asunto. Fue a entrevistar a doña Idelfonsa, pero ella no lo pudo recibir porque estaba rezando. Volvió dos horas más tarde y seguía rezando. Al día siguiente lo mismo; esta mujer es una máquina de rezos; en vez de asentar una denuncia entre los vivos, si es cierto lo que se dice, prefiere ensordecer al pobre Dios con sus oraciones; la viudez la hizo más loca y beata. En la calle ya empieza la kermesse con banda y banderitas, pero de todas maneras este entuerto yo lo voy a aclarar antes de que me vengan de arriba con exigencias. El comisario recogió las calumnias en boga y cercó la vivienda de Martín Ruiseñor con el total de su tropa; ¡aquí no se mueve nadie o le parto la sandía de un balazo! Y entre quince lo sujetaron de los pies y de las crenchas mientras los otros mantenían a raya a los hermanos y a la madre sin ojos que seguía preguntando ¡pero de quiénes son estos gritos y qué mierda quieren!, cálmese mama, y ella: ¡pero de quiénes son y...!, hasta que cargaron a Martín sobre una yegua y lo llevaron al calabozo donde el comisario en persona dirigió el interrogatorio sacándole de las tripas los secretos, centenares de gallinas, kilos de queso variado y toneles de buen vino pero sin poderle sacar lo otro, eso de que manoseabas a doña Idelfonsa en primavera y le robaste el cofre que tenía bajo la cama para esconderlo después bajo el altar de la Virgen. Lo dejaron tendido como una liebre muerta y cuando se despertó siguieron machacando sobre lo mismo, haciéndole vomitar sus hurtos; la comisaría se llenó de plumas, de alcohol y raterías interminables, pero sin lograr que Martín Ruiseñor confesara el delito por cabeza dura, y así fue como corrió la noticia por el pueblo de que acontecía un nuevo milagro: Martín aguantaba una zurra impresionante de veinte mastodontes desenfrenados.

El diminuto y explosivo padre Ruiz entró en la comisaría como tromba rodeado por una legión de ángeles y una multitud vocinglera; amonestó con dureza al comisario; el comisario dijo pero señor cura lo tengo que hacer confesar y el cura replicó levantando el índice son usted y sus subalternos quienes deben confesarse ante Dios, carajo, vaya rapidito para la iglesia y no se olvide de sacarse la gorra antes de entrar.

Vendó las heridas de Martín, le impartió su bendición y, delante de policías desconcertados, le besó la frente. Después se metió en el confesionario para recibir a los torturadores en fila india, sonsacarles los pecados, los malos pensamientos y las malas intenciones y exigirles doscientos padrenuestros y quinientas avemarías.

Doña Idelfonsa de Gutiérrez García mandó un recado al padre Ruiz solicitándole que la visitara. Instaló sobre la mesa coñac de España, aceitunas de La Rioja y manzanas de Río Negro.

La insólita entrevista se interpretó como un empeño de la viuda para convencer al virtuoso sacerdote de que el milagro no era tal y que se trataba de un simple robo en su perjuicio. Quienes creían en el milagro barruntaban que, aunque no hubiese existido tal robo, la ambición habría llevado a Idelfonsa hasta el límite de aprovechar habladurías para conseguir sin mayor esfuerzo un cofre lleno de piedras preciosas y pesos fuertes, total, quién demostraría que semejante fortuna no había sido de la única persona capaz de tener fortuna en ese poblado miserable. El cura, firme en la creencia del milagro, dijo que no entregaría el cofre hasta que ella no presentara pruebas y una formal denuncia y que las investigaciones aclarasen el origen de cada joya y cada peso. Las malas lenguas afirmaron que Idelfonsa suplicó e incluso bordeó la estratagema de la seducción. Pero estas conjeturas tropezaron con la versión del propio cura, confiada al bueno de Félix que a su vez la transmitió a su abnegada mujer que la contó enseguida a su recatada vecina y ésta a la siguiente, versión que describía el encuentro del cura y la ricachona como un amable diálogo sobre temas piadosos, discretamente animado con manzanas, aceitunas y soberbio coñac.

El domingo siguiente la multitud se apretujó en los bancos y pasillos de la ruinosa iglesia. Los ojos se corrían desde el altar y el púlpito hasta la severa reja con cuatro candados.

El padre Ruiz dijo en el sermón que antes de fundarse esta localidad, sus tierras y sus riquezas ocultas pertenecieron al Altísimo; es bien sabido que todos los hombres somos sus criaturas y sólo un mal padre beneficiaría a una en desmedro de otra. Como padre perfecto, Dios acoge con alegría los gestos fraternales de los hombres, sus hijos. Cuando un hijo obtiene más fortuna y se acuerda de sus hermanos, Dios redobla su fortuna; pero si, endurecido por la codicia, olvida que los bienes no son exclusivamente suyos y los guarda con miseria de espíritu, Dios se siente burlado. Hace una semana hablé del maná: que ha llovido maná sobre nuestro pueblo, que ha ocurrido un milagro. No sabemos de qué manera Dios lo hizo realidad. Puede que haya transformado las lágrimas de la Virgen en joyas, puede que el arcángel Gabriel haya traído el cofre de un país lejano, puede que lo haya recuperado de una diligencia olvidada en un camino ya borrado que hace décadas asaltaron los indios, puede que en vez de un arcángel Dios se haya valido de alguien de los aquí presentes, que en sueño de beatitud cumplió sin darse cuenta la voluntad del cielo donando a esta iglesia una fortuna que yacía ignorada en el fondo de su establo. Dios quita y Dios da. Hemos padecido sequías y langostas, vientos y enfermedades, faltaron la comida y el trabajo, la fe y la contrición. Pero hemos rezado y nos hemos purificado. Que este milagro nos haga más buenos y más devotos, que nadie se sienta olvidado por el cielo ni descuidado por la paternal vigilancia de Dios.

Un mes más tarde el padre Ruiz repartió los pesos fuertes y envió a la capital de la provincia una confiable delegación oficial para cambiar las primeras joyas por dinero corriente. Ante la satisfacción de los parroquianos, empezó la reparación de la pared sur de la iglesia. En un camión llegaron medicamentos al dispensario; la cocina del asilo se pobló de carne y verduras; las huertas y los campos disponían de semillas, azadas, rastrillos, arados y demás recursos. Junto a la pared oeste de la iglesia se amontonó una montaña de leña para el invierno y dentro de la sacristía otra montaña de ropa para los indigentes.

El padre Ruiz, cada vez más enjuto y excitado, informaba diariamente a la Virgen sobre la marcha de las operaciones como si fuera el contador de un almacén. Los incrédulos cerriles llegaron a insinuar —condenándose al infierno— que al final de sus balances el cura rogaba perdón a la Virgen por haberse decidido, con temeraria arrogancia y diabólica astucia, a poner fin con sus propias manos a la crónica miseria de Cuesta Brava deslizando su cuerpo de colibrí bajo la cama de doña Idelfonsa para extraer el tesoro oculto por una baldosa móvil, y que era un tesoro improductivo y mal ganado, según escuchó en lacrimógenas confesiones. Lo hizo con cálculos de tiempo y oportunidad, bien disfrazado de ladrón de quesos y gallinas.

JOSECITO EL MEMORIOSO

J
osecito recuerda los primeros, inverosímiles años. Su boca desdentada repite las heroicas peripecias que ya parecen de otro mundo.

Había desembarcado en Buenos Aires con forúnculos en el corazón, como todo inmigrante. Arrastraba a su familia; harapo de familia, guiñapo de mujer, hijas atontadas. El Atlántico le hizo vomitar comidas y recuerdos, mezclar males viejos con males nuevos, reconstruir el pozo donde lo habían aplastado tacos de adolescentes divertidos. Llegó a Buenos Aires sin idioma y sin dinero. Maldijo al mundo; también a su mujer encogida, a los consejeros ausentes. Golpeó por nada a sus hijas, tres hijas de ocho, diez y once años, pequeñas y hambrientas como la madre. Salió a buscar comida. La consiguió a veces, otras sólo desprecio. Metió su cabeza llena de gigantescas verrugas (melón con meloncitos adheridos) en cualquier rendija. Oyó que había trabajo en el campo, en colonias de inmigrantes. Eso, muy bien, allí quería ir.

¿Cómo se llama usted? No entendía, que alguien traduzca, lo tradujo un suizo. Necesito trabajar, cualquier trabajo, repitió. Lo acompañaron, sacó a su mujer y a sus hijas del hueco que habían cavado con las uñas, como perras. Eran bultos. En las colonias faltan brazos, sobra comida, aseguró entonces a sus mujeres, mujeres ya como terrones de arcilla. El suizo los llevó a una fonda. Después se durmieron: el sueño era lo único dulce, un bajel que se desliza por un espejo.

Los despertó el bamboleo catastrófico de la carreta. Más tarde subieron a un tren. Por la ventanilla corrieron los postes y se desgarró la ciudad en casas sueltas; apareció un campo muy verde. El tren pitaba, resoplaba, lanzaba el aire que acumulaba en sus bronquios llenos de hollín, y sus cascos repicaban monótonamente bajo el largo vientre. El campo punteado por cambiantes grupos de vacas modificó su color hacia la tarde y se hundió en la oscuridad. Durante la noche los cascos siguieron galopando, adormilando. La cabeza de Josecito retornó a las viejas pesadillas, los pinchazos, los calambres, las quemaduras, los incendios de las hordas, la abrigadita frazada que había tenido por unos meses cuando era niño.

—Desde que embarcamos no tuvimos más frazadas —se quejaría más adelante—: el mar nos extravió en el tiempo, todos los días empezaron a ser idénticos de crueles.

Cuando el sol despegó sus párpados el suizo ya había cortado anchas rebanadas de pan. Las hijas mordieron con furia, como ratas. Tuvo que sacar de su bolsa otro pan. Y otro. El campo se había emblanquecido, rebotaba la luz. De los pastos emergían filosas agujas. Ya no existían árboles. Era un mar de cal atravesado únicamente por el tren rugidor. Hacia el mediodía disminuyó el galope, después frenó con empeño. El suizo dijo es aquí y empezó a descargar. Saltaron. El estribo del tren se había elevado, todo el tren había aumentado de volumen. Y resoplaba cansancio; lanzó una bocanada de chispas, resbaló sobre los rieles. Se apartaron asustados, mientras el largo convoy reiniciaba su marcha con torpeza, adquiría velocidad y viboreaba entre los pastos espinosos achicándose a lo lejos. Lo último en desaparecer fue la cinta de humo y Josecito sintió la profundidad del campo como un estrangulamiento. Los llevaron en carreta hasta la colonia donde se sudaba esperanza y frustración.

Volvió a sentir la misma intensa soledad dos años después, casi por la misma época: el campo estaba erecto de agujas y el sol ardía con fuego seco. Josecito sujetaba las riendas pegajosas y el caballo envuelto en espuma arrastraba el carro robado donde se encogían su mujer y la única hija que ahora le quedaba. Huían de la colonia en la que habían volcado tantas ilusiones. La plancha de tierra era infinita y el cielo transparente como un vidrio. Sospechaba que nunca terminaría de atravesar el campo desértico. El carro renqueaba, sus ruedas no eran redondas o el eje estaba partido; qué importaba; equivalía a un bote rajado en medio del mar. En algún momento se irían a pique él, su mujer, su hija, el caballo sediento; se hundirían durante horas en el abismo. Y terminaría por fin su dolor. Quizás encontraría entonces a las otras dos hijas, las menores, muertas hace poco por disentería, en la colonia, secas como hojas de invierno.

Su trabajo en la famosa colonia que le había recomendado el suizo entraba ya en el cascote de recuerdos. La mancera del arado había trepidado en sus puños como un caballo bravío, los terrones húmedos brincaron del surco recién abierto y le golpearon sus piernas como pájaros felices, es cierto. Pero ya era pasado, un pasado demasiado breve. Su mujer volvió a tener harina para amasar. Es decir, al comienzo se la prestaron los suizos. Todo era prestado: la choza, la tierra, el arado, la harina, los cueros donde dormir, la semilla para sembrar, las ramas y el estiércol para hacer fuego. Deberás pagarlos, con el tiempo serán tuyos, le prometieron. Aprendió rápido, el hambre enseña rápido. Después se instaló la disentería en dos de sus ratitas. Las atendió una curandera, la que recomendaron en la colonia. Les hizo tragar sangre, corazones calientes de vaca, enterró amuletos, mezcló verduras, espantó humaredas. Sus hijas se fueron marchitando como pasas. Y todo terminó con más dolor que al principio: Josecito debió cavar tumbas como las había cavado en su aldea después de cada ataque de los bandoleros; esto lo sabía mejor que los suizos; había enterrado a sus padres y a un hermano con las cabezas destrozadas por los tacos divertidos. Ahora enterraba dos hijas y sólo le quedaba una, como dijimos.

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