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Authors: Marcos Aguinis

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Todos los cuentos (16 page)

El doctor López Plaza enderezó su ancho tórax y se levantó para abrazar a la artista que lograba centrar el universo en su pasión. ¡Sublime! ¡Excelso! El cura, más suspicaz, entró a sospechar algo raro y lo confió a la oreja del señor Fuentes. Martita seguía hablando: es preciso convertir el cuerpo en pentagrama y concentrar todas las notas en él; el pentagrama tiene vida, entonces, y arde. López Plaza se entusiasmó con la metáfora: no sólo era una pianista sino una artista universal, como los verdaderos genios. El pentagrama arde y la música es perfecta —repitió Marta cuando se retiraron.

El doctor López Plaza se disgustó con la comisión de notables porque se negaron —primera vez en la vida que le negaban algo— a que pronunciara un discurso de presentación antes del concierto. Iba a ser uno de sus discursos más inspirados porque enlazaba el arte de la música con el de la poesía. En los conciertos internacionales no hay discursos —le explicaron reiterada e inútilmente—, en el programa se incluye una nota biográfica sobria, nada más. López Plaza transmitió su pesar a los padres de Martita, porque —dijo— en última instancia la que se perjudicará será ella; lo lamentaba tanto. Pero los padres ya no se interesaron por el concierto como en un principio, aunque la publicidad inundaba los diarios y las calles como una creciente. Martita estaba rara, era otra persona. Las cartas de Betty nos estuvieron advirtiendo —lloraba su madre— y nosotros las rompíamos diciendo que era una envidiosa histérica. Por apasionante que sea su vocación, no es lógico que a su edad se aísle del mundo, ni que escuche sólo la voz de su maestro como única voz humana. Parece lela. Será famosa, sí, pero no será tu hija, a tu hija no la encuentro, repetía Betty.

López Plaza dijo que la aleación de la música y la poesía era tan deflagrante como una bomba. Y se produjo la deflagración. Pero no por obra de su altisonante discurso, sino por la locura de Marta Durán. Ocurrió pocos días antes del concierto, los habitantes de Villa María aún lo deben recordar como un fogonazo. Las entradas vendidas, adhesión de autoridades, reservas completas en hoteles y pensiones, compromisos de periodistas y críticos musicales, espacios alusivos en radio y televisión. El acontecimiento de la década, o de la centuria. Marta Durán se hallaba en Buenos Aires, de donde llegaría acompañada por su ínclito maestro. Y se produjo la inverosímil deflagración, los titulares que quitan el aliento. Corridas. Comentarios. Conjeturas. Bronca. “Artista frustrada en el umbral de la gloria.” Ayer —la noticia se expandió como una tormenta—, al regresar de su clase, Marta Durán siguió refiriéndose a un fantástico pentagrama de fuego. Marta se encerró en el baño, roció sus ropas con querosén y se convirtió en hoguera. Ardió como un bonzo. Cuando su tía, con la ayuda de convulsionados vecinos, logró derribar la puerta, fue espantada por la visión de un enorme caracol carbonizado. Asistencia médica inútil. La llaga supurante aguantó diez horas.

En Villa María tuvo lugar el entierro, el más triste y enojado de toda una generación. Brotaron murmuraciones, acusaciones, sentimientos de rebelión. La carroza tapada de coronas atravesó las calles empapeladas con los afiches del concierto. El padre Saldaño ofició ante el panteón familiar y el doctor López Plaza pronunció su discurso, exento de música y poesía, lleno de rabia y desaliento.

4

D
omenico Puccarelli fue interrogado, juzgado y hallado culpable. Al crimen de Marta Durán se añadió el de otros discípulos que también habían muerto en forma inexplicable. Varios testimonios —uno decisivo— determinaron la condena. Su ambición de incorporarse en la sensibilidad y la inteligencia de sus alumnos resultó trágica.

El período de cárcel lo alejó de la enseñanza. Enmudeció el cuarto de la calle Maipú. Fue retrayéndose la venta y exhibición de su
Tratado.
Sofía agotó los magros ahorros y finalmente tuvo que vender, llorando, uno de los suntuosos pianos. Su hijo, destrozado por el juicio, tumefacto de culpas, insomne, desapareció de Buenos Aires.

Guardé su
Tratado
en un rincón poco visible de mi biblioteca, influenciado por el clima de bochorno que anegó el predio musical. Sus enseñanzas no me abandonaron nunca. Pero yo abandoné a Domenico Puccarelli. Lo abandoné a su pringosa suerte sin averiguar mucho, sin hacer nada. Lo abandoné como sus discípulos personales que tenían tanta deuda de gratitud. No escribí una miserable carta de protesta, no propuse ni una simbólica movilización. Me limité a comentar —e indirectamente gozar, como cualquier chismoso— las anécdotas alucinantes que hiperbolizaban sus delitos. Y cuando al término de algunos meses ya no se habló más de él, me sentí feliz —privilegiada y egoístamente feliz— de poseer su valioso
Tratado
que la gazmoñería general fue marginando de las vidrieras y mesas de exhibición hasta dejarlo desaparecer entre los escombros.

Domenico Puccarelli caminó un sendero turbulento. La tragedia de Marta Durán —que le revolvería el cerebro y las vísceras durante lustros— fue el siniestro pórtico, no el fin. Fue la boca de un pozo infernal, no el pozo mismo. El encierro le cuarteó el alma. Decían sus guardianes que, merced a sus facultades telepáticas, se comunicaba con el exterior, escuchaba conciertos o influía sobre los ejecutantes. Pero en realidad construía sonidos e imágenes gráfico-musicales en las grietas de los muros.

Su calidad pedagógica fue desvalorizada. Los genios no se hacen —decían criticándolo—: él no convertía a un mediocre en un virtuoso, sino que buscaba al virtuoso, lo atraía a su lado y mejoraba algunos detalles de técnica interpretativa. Su gran habilidad fue crearse un halo mítico que agrandó con su método personal, su fingida modestia, la selección por carta, el uso de la grafología.

Marta Durán se suicidó para no salir de la música. Ella se consideró un pentagrama destinado a arder. Cada nota vive, cada nota quema como un cuchillo al rojo. La culpa de Puccarelli, se afirmó entonces, fue darle la imagen e impulsarle el delirio. La música es total —sostenía—, y se construye sobre el cuerpo. El cuerpo es como el pentagrama —decía a sus alumnos—: la cabeza y las cuatro extremidades forman cinco líneas que reciben y emiten los sonidos del universo. En los discípulos predispuestos prendía la semilla. Su riqueza mental los elevaba de las zarzas terrenales. Y podían convertirse en pentagramas latientes; llevaban la música adentro, en el sueño y la vigilia, en la casa y la lección. Puccarelli los estimulaba, entusiasmado, divertido. Exageración de la exigencia. Útil en los normales, peligroso en los fronterizos. Pero él no rechazaba a los fronterizos, los prefería. El arte avanza entre la razón y la locura. Marta roció su cuerpo (su pentagrama), aguardando con felicidad que se desencadenara la música más luminosa. Por sus brazos y sus piernas y su excitada cabeza corrieron las notas de la maravilla como triangulitos blancos, celestes, anaranjados, transformándose en una refulgente orquesta cuya vibración se dilató al confín de la galaxia.

El maestro sufrió la rémora del tiempo —lento como las edades geológicas—. La ingratitud. El olvido. En la lobreguez de su desdicha solía resucitar el pelo largo de la muchacha, que de pronto estallaba en antorcha. Y el proceso alucinante, y las acusaciones absurdas, y los otros dos discípulos muertos en un accidente que no se aceptaba como accidente. Villa María en armas. La ciénaga donde cada alegato era como un nuevo lastre que lo hundía más.

Su nombre y su obra se evaporaron.

Desde la alta claraboya descendían hasta su catre cinco alambres fosforescentes. Y por ellos correteaban infinidad de triangulitos livianos, idénticos a gnomos. Brincaban, se cruzaban, rodaban en cabriolas, mezclaban sus colores, se ponían en fila para hacer una reverencia, armaban
impromptus
y sonatas. Fueron su única, ardiente compañía.

5

U
n mes más tarde regresé con sigilo al vasto salón de la Sociedad Italiana. Domenico Puccarelli, el otrora disputado maestro de los virtuosos, estaba por fin a mi alcance. Un cuarto de siglo antes había ansiando verle la cara, y ahora lo tenía de cuerpo entero para mí solo. Podía ser un espejismo; yo había venido en busca de libros olvidados, me dijeron que se llamaba Pucante o Pucanti y unas semanas después había vuelto sacudido por el descubrimiento de su identidad. Mis devaneos juveniles (aún vivos) y las culpas por mi desidia (aún enérgicas) se acordonaron. Sentí la emoción de un niño, como si me fuera dado el privilegio de ver corporizado a un héroe de leyenda.

En el lejano fondo, escudado por sus gafas redondas, extraía chorros de cromatismos. Estaba igual que un mes atrás: sucio, tembloroso, la camisa arremangada, los zapatos abiertos y sin lustrar, los pantalones embolsados. La música anestesiaba sus heridas, las heridas que lo habían convertido en un pobre diablo.

Sentí mucha lástima. Lástima que llegaba al miedo. Paró de golpe y me miró con ojos extraviados por encima de las grotescas gafas que insistían en resbalar por la nariz. El mentón ancho, la frente lunar extendida en lustrosa calvicie, los dedos largos llenos de pecas. Trepé a la tarima. Me nublaba el enternecimiento. Quería palmear su hombro, tocar su mano, confirmar la presencia de quien podía ser un fantasma. Se estremeció, como si lo asustara la perspectiva de reingresar en la malla cruel de los afectos.

—Maestro: usted me enseñó a producir un arpegio regular, una escala perlada, un buen ligado con notas repetidas. Lo leí en su Tratado, el mejor de cuantos conocí en mi vida.

Abrió la boca desdentada. Aumentó su bochorno. No supo qué contestar.

Me conformé con permanecer a su lado, en silencio. Puccarelli también quedó inmóvil, mirando las teclas, respirando con dificultad. Tenía los hombros flacos, la piel del cuello formaba pliegues oscuros. De su camisa transpirada subía un olor a viejo y a humillación.

En el alto techo resplandecían las molduras barrocas. Era un cenotafio donde ya moraba el cadáver. El olvidado cadáver. Me dominaban ganas de abrazarlo, de arrastrarlo hacia la luz, el parque, las flores, de presentarlo a la prensa, de acometer su rehabilitación. Pero él adhería las huesudas manos a sus rodillas y se negaba a salir, hablar, tocar. Cabizbajo, indefenso, resignado, tan sólo reclamaba quedarse solo.

Descendí de la tarima y fui retrocediendo hacia la calle. Lo miré segundo a segundo, aprehendía su imagen como antaño había aprehendido sus enseñanzas. Traspuse la puerta corrediza, vencido por una creciente amargura. Al menos, respetaba su voluntad, me dije.

El portero sacó su manojo de llaves, dispuesto a brindarme algún otro servicio. Pero yo crucé reverencialmente mis labios con el índice porque el aire del mundo se llenaba otra vez de sonidos maravillosos: escuche, dije, ha vuelto a tocar.

LA TORRE DEL AMOR

D
ecidí visitar la residencia abandonada donde se produjeron esas uniones fantásticas. Era el conmovedor testimonio de la historia que acababan de referirme. Crucé el viejo puente sobre el Río Cuarto y avancé por una de las calles que se alejan de la Plaza San Martín. En efecto, sobre una modesta loma existía aún la mansión abandonada quince años atrás. Era el ilusorio, increíble templo.

No la había advertido antes, como si hubiese podido mantener durante tantos años una necesaria invisibilidad. Traspuse la verja de hierro y el breve jardín usurpado por una vegetación belicosa. Las paredes aún conservaban el tizne del incendio final. Algunas celosías colgaban como párpados quemados, dejando al desnudo ventanas rotas. Y en lo alto de la casa se erguía la torre hosca y alucinante, injertada como un dedo ciclópeo que apuntaba hacia las nubes.

Cuando Eduardo Gatti la mandó construir nadie conocía su avasallante pasión por las relaciones entre seres divinos y mujeres mortales. Sus estudios habían empezado como una excentricidad: acumulaba tratados, amuletos y leyendas. Paulatinamente sus conversaciones fueron centrándose en esta obsesión. Obsesión que pronto generó la idea de la torre y explica su destino singular.

La construcción del adefesio coincidió con el primer embarazo de su mujer. Algunos la interpretaron como el cumplimiento de una promesa, porque Isabel era muy devota. Durante varios años habían aguardado con ansiedad la fructificación del matrimonio. Consultaron a especialistas en esterilidad y también a gente piadosa. Y cuando ella por fin concibió, fue como si se hubiera roto un maleficio: al primer hijo siguieron otros cuatro, sencilla y regularmente.

Pero desde entonces Eduardo se aisló en laberintos mitológicos, como si necesitara evadirse de la lisura y simplicidad de la pampa. Su padre, el viejo Vicente Gatti, proveía dinero para todos; decían que, a su manera, también había establecido buenas relaciones con el cielo y obtuvo a cambio reales ventajas: buen sol y oportunas lluvias para cosechas y haciendas. El mundo sobrenatural protegió a su familia de los conflictos derivados de la lucha por la vida que debían enfrentar otros inmigrantes también llegados del Piamonte. Eduardo podía dedicarse a los dioses y a su desopilante torre, Isabel a la caridad y el afortunado patriarca Vicente a jugar con los nietos.

La torre caracterizó desde entonces la residencia.

—En Babilonia existía una parecida —explicaba Eduardo—, en cuya cúspide funcionaba un templo. Allí estaba prohibida cualquier decoración: solamente se habían instalado un lecho nupcial y una mesita labrada con materiales preciosos. No podía ingresar persona o imagen alguna. Únicamente vivía en ese templo una mujer, escogida entre las mujeres más hermosas de Caldea. Durante la noche llegaba el Baal y dormía con la joven. Los sacerdotes vigilaban el ingreso al templo para que la consorte del dios no fuera mancillada por ningún mortal.

Ascendí con inocultable temor a la torre que Eduardo había mandado erigir y que gustaba comparar con aquel templo de Babilonia. La escalinata estaba derruida; sus peldaños carbonizados emitieron sonidos quejumbrosos ante el contacto de mis suelas. Avancé con los ojos muy abiertos y las orejas encendidas. Una espesa tela de araña sustituía la puerta que había devorado el fuego. Descorrí ese tul etéreo y pegajoso e ingresé. La misteriosa torre era un pequeño cuarto, un mirador totalmente vacío, como el de Babilonia. Por los cuatro ventanales entraban listas de luz amarilla. Me detuve en el centro evocando a Baal e imaginando la actitud de su consorte, que debía de haber sido Isabel. Las ventanas acotaban trozos de Río Cuarto. Más lejos se divisaba el tensado horizonte sobre el que se estaba produciendo un abrazo del cielo y la tierra. Y me estremeció imaginarlo como la proyección gigantesca del otro abrazo —carnal— que solía consumarse en las torres mitológicas.

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