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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (85 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! —suplicaba—. Me quedaré en el bosque y jamás volveré a palacio.

Y era tan hermosa que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:

—¡Márchate, pues, pobrecilla!

Y pensó: «No tardarán las fieras en devorarte». Y, sin embargo, parecióle como si se le quitase una piedra del corazón al no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un jabatillo, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato.

La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.

La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño.

Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.

Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo.

Había un mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared veíanse siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.

Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquitín de legumbres y un bocadito de pan de cada platito, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo.

Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, encomendóse a Dios y quedó dormida.

Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado en ella, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.

Dijo el primero:

—¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

—¿Quién ha comido de mi platito?

El tercero:

—¿Quién ha cortado un poco de mi pan?

El cuarto:

—¿Quién ha comido de mi verdurita?

El quinto:

—¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?

El sexto:

—¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

Y el séptimo:

—¿Quién ha bebido de mi vasito?

Luego el primero, dándose una vuelta por la habitación y viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:

—¿Quién se ha subido en mi camita?

Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:

—¡Alguien estuvo echado en la mía!

Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.

—¡Oh, Dios mío; oh, Dios mio! —decían—. ¡Qué criatura más hermosa!

Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita.

El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche.

Al clarear el día despertóse Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Blancanieves —respondió ella.

—¿Y cómo llegaste a nuestra casa? —siguieron preguntando los hombrecillos.

Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día hasta que, al atardecer, encontró la casita.

Dijeron los enanos:

—¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.

—¡Sí! —exclamó Blancanieves—. Con mucho gusto.

Y se quedó con ellos.

A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar por la tarde, encontraban la comida preparada.

Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:

—Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!

La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza.

Acercóse un día al espejo y le preguntó:

«Espejito en la pared, dime una cosa:

¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois aquí como una estrella;

pero mora en la montaña, con los enanitos,

Blancanieves, que es mil veces más bella.»

Sobresaltóse la Reina, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaba reposar.

Finalmente, ideó un medio. Tiznóse la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida. Así disfrazada, dirigióse a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:

—¡Vendo cosas buenas y bonitas!

Asomóse Blancanieves a la ventana y le dijo:

—¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traéis para vender?

—Cosas finas, cosas finas —respondió la Reina—. Lazos de todos los colores.

Y sacó uno trenzado, de seda multicolor. «Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer», pensó Blancanieves. Y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.

—¡Qué linda eres, niña! —exclamó la vieja—. Ven, que yo misma te pondré el lazo.

Blancanieves, sin sospechar nada, púsose delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.

—¡Ahora ya no eres la más hermosa! —dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente.

Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los sietes enanos. Imaginad su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta.

Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí.

Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:

—La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie mientras nosotros estemos ausentes.

La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

«Espejito en la pared, dime una cosa:

¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo, como la vez anterior:

«Señora Reina, vos sois aquí como una estrella;

pero mora en la montaña, con los enanitos,

Blancanieves, que es mil veces más bella.»

Al oírlo, del despecho toda la sangre le afluyó al corazón, pues vio que Blancanieves continuaba viviendo. «Esta vez —se dijo— idearé una treta de la que no te escaparás». Y, valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado.

Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.

—¡Buena mercancía para vender! —gritó.

Blancanieves, asomándose a la ventana, díjole:

—Seguid vuestro camino, que no puedo abrir a nadie.

—¡Al menos podrás mirar lo que traigo! —dijo la vieja.

Y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Gustóle tanto el peine a la niña, que olvidándose de todas las advertencias abrió la puerta.

Cuando se hubieron puesto de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:

—Ven que te peine como Dios manda.

La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.

—¡Dechado de belleza —exclamó la malvada bruja—, ahora sí que estás lista!

Y se marchó.

Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, en seguida sospecharon de la madrastra. Y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Quitáronselo y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido.

Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.

La Reina, de nuevo en palacio, fue directamente a su espejo:

«Espejito en la pared, dime una cosa:

¿quién es de este país la más hermosa?»

Y, como las veces anteriores, respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois aquí como una estrella;

pero mora en la montaña, con los enanitos,

Blancanieves, que es mil veces más bella.»

Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso temblar de rabia.

—¡Blancanieves morirá —gritó—, aunque me haya de costar a mí la vida!

Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura.

Cuando tuvo preparada la manzana, pintóse nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos.

Llamó a la puerta, Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:

—No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

—Como quieras —respondió la campesina—. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.

—No —contestó la niña—, no puedo aceptar nada.

—¿Temes acaso que te envenene? —dijo la vieja—. Fíjate —corto la manzana en dos mitades—: tú te comes la parte roja, y yo, la blanca.

La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, no pudo ya resistir.

Alargó la mano y cogió la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo muerta.

Contemplóla la Reina con una mirada de rencor y, echándose a reír, dijo:

—¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.

Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:

«Espejito en la pared, dime una cosa:

¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondióle el espejo, al fin:

«Señora Reina, vos sois la más hermosa en todo el país.»

Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pueda aquietarse.

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