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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (20 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—Mira, hijo: por mucho que me esfuerzo, no logro meterte nada en la cabeza. Tendrás que marcharte de casa; te confiaré a un famoso maestro; a ver si él es más afortunado.

El muchacho fue enviado a una ciudad extranjera, y permaneció un año junto al maestro. Transcurrido dicho tiempo, regresó a casa y su padre le preguntó:

—¿Qué has aprendido, hijo mío?

—Padre, he aprendido el ladrar de los perros.

—¡Dios se apiade de nosotros! —exclamó el padre—; ¿es eso todo lo que aprendiste? Te enviaré a otra ciudad y a otro maestro.

El muchacho fue despachado allí, y estuvo otro año con otro maestro. Al volver le preguntó de nuevo el padre:

—Hijo mío, ¿qué aprendiste?

Respondió el chico:

—Padre, he aprendido lo que dicen los pájaros.

Enfadóse el conde y le dijo:

—¡Desgraciado! Has disipado un tiempo precioso sin aprender nada. ¿No te avergüenzas de comparecer a mi presencia? Te enviaré a un tercer maestro; pero si tampoco esta vez aprendes nada, renegaré de ti.

El hijo residió otro año entero al cuidado del tercer maestro, y cuando, al regresar a su casa, le preguntó su padre:

—Hijo mío, ¿qué has aprendido?

Contestó el muchacho:

—Padre, este año he aprendido el croar de las ranas.

Fuera de sí por la cólera, el padre llamó a toda la servidumbre y les dijo:

—Este hombre ha dejado de ser mi hijo; lo echo de mi casa. ¡Llevadle al bosque y dadle muerte!

Los criados se lo llevaron; pero cuando iban a cumplir la orden de matarle, sintieron compasión y lo soltaron. Cazaron un ciervo, le arrancaron la lengua y los ojos, y los presentaron al padre como prueba de obediencia.

El mozo anduvo algún tiempo errante, hasta que llegó a un castillo en el que pidió asilo por una noche.

—Bien —díjole el castellano—, si te avienes a pasar la noche en la vieja torre de allá abajo; pero te prevengo que hay peligro de vida, pues está llena de perros salvajes que ladran y aúllan continuamente, y a los que de cuando en cuando hay que arrojar un hombre para que lo devoren.

Por aquel motivo, toda la comarca vivía sumida en desolación y tristeza, sin que nadie pudiese remediarlo. Pero el muchacho no conocía el miedo y dijo:

—Iré adonde están los perros; dadme sólo algo para echarles. No me harán nada.

Como no quiso aceptar nada para sí, diéronle un poco de comida para las furiosas bestias y lo acompañaron hasta la torre.

Al entrar en ella, los perros, en vez de ladrarle, lo recibieron agitando amistosamente la cola y agrupándose a su alrededor; comieron lo que les echó y no le tocaron ni un pelo.

A la mañana siguiente, ante el asombro general, presentóse el joven sano e indemne al señor del castillo, y le dijo:

—Los perros me han revelado en su lenguaje el porqué residen allí y causan tantos daños al país. Están encantados, y han de guardar un gran tesoro oculto debajo de la torre. No tendrán paz hasta que este tesoro haya sido retirado; y también me han indicado el modo de hacerlo.

Alegráronse todos al oír aquellas palabras, y el castellano le ofreció adoptarlo por hijo si llevaba a feliz término la hazaña.

Volvió a bajar el mozo y, una vez enterado de cómo había de proceder, no le fue difícil sacar del sótano un arca llena de oro. Desde aquel instante cesaron los ladridos de los perros, los cuales desaparecieron, quedando así el país libre del azote.

Al cabo de algún tiempo le dio al joven por ir a Roma en peregrinación. En el camino acertó a pasar junto a una charca pantanosa, donde las ranas croa que te croa. Prestó oídos y, al comprender lo que decían, entróle una gran tristeza y se quedó caviloso y preocupado.

Al llegar a Roma, el Papa acababa de fallecer y, entre los cardenales, había grandes dudas sobre quién habría de ser su sucesor. Al fin convinieron en elegir Papa a aquel en quien se manifestase alguna prodigiosa señal divina.

Acababan de adoptar este acuerdo cuando entró el mozo en la iglesia y, de repente, dos palomas blancas como la nieve emprendieron el vuelo y fueron a posarse sobre sus hombros. Los cardenales vieron en aquello un signo de Dios, y preguntaron al muchacho si quería ser Papa.

Él permanecía indeciso, no sabiendo si era digno de ello; pero las palomas lo persuadieron y, por fin, respondió afirmativamente.

Ungiéronlo y consagráronlo, cumpliéndose de este modo lo que oyera a las ranas en el camino y que tanto le había preocupado: que sería Papa. Hubo de celebrar entonces la misa, de la que no sabía ni media palabra; pero las dos palomas, que no se apartaban de sus hombros, se la dijeron toda al oído.

Elsa la Lista

E
RASE un hombre que tenía una hija a la que llamaban Elsa la Lista. Cuando fue mayor, dijo el padre:

—Será cosa de casarla.

—Sí —asintió la madre—. ¡Con tal que encontremos quien la quiera por mujer!

Al fin presentóse un forastero, llamado Juan, que solicitó su mano, poniendo por condición que la chica fuese juiciosa.

—¡Ya lo creo! —exclamó el padre—. Tiene una cabeza como hay pocas.

Y la madre añadió:

—Es tan lista que ve el viento correr y oye toser las moscas.

—Así, bueno —dijo Juan—, porque si no es muy juiciosa, no quiero.

Estando todos de sobremesa, dijo la madre:

—Elsa, baja a la bodega y trae cerveza.

La lista Elsa cogió el jarro del estante y se fue a la bodega; mientras bajaba, hacía chasquear ruidosamente la tapadera para no aburrirse.

Al llegar abajo cogió una sillita y la situó delante del barril para no tener que agacharse, no fuera caso que le doliera la espalda y le cogiese algún mal extraño, ¡vaya usted a saber! Colocó luego el jarro en su sitio, abrió el grifo y, para no tener los ojos ociosos mientras salía la cerveza, los dirigió a lo alto de la pared y, tras pasearlos de un extremo a otro repetidas veces, descubrió, exactamente encima de su cabeza, una piqueta que los albañiles habían dejado allí por descuido.

Y he aquí que a la lista Elsa se echó a llorar, diciendo para sí: «Si me caso con Juan y tenemos un hijo y, cuando ya sea mayor, lo enviamos a la bodega a buscar cerveza, puede caérsele la piqueta sobre la cabeza y matarlo». Y llora que te llora sin moverse de su asiento, pensaba con todo desconsuelo en aquella desgracia.

Mientras tanto, los de arriba esperaban la bebida. Viendo que Elsa no comparecía, la madre dijo a la criada:

—Vete a la bodega a ver qué hace Elsa.

Fue la muchacha, y encontró a Elsa sentada delante del barril hecha un mar de lágrimas.

—¿Por qué lloras, Elsa? —preguntóle la criada.

—¡Ay! —respondió ella—, ¡cómo no he de llorar! Si me caso con Juan, y tenemos un hijo, y llega a mayor, y lo enviamos a buscar cerveza a la bodega, puede caérsele la piqueta en la cabeza y matarlo.

Y dijo la criada:

—¡Vaya Elsa lista que tenernos!

Y, sentándose a su lado, púsose a hacer coro con ella, llorando también a grito pelado.

Transcurrió un rato, y como la criada no volviera y los comensales tuvieran sed, dijo el padre al mozo:

—Ve abajo a la bodega, a ver qué hacen Elsa y la muchacha.

Bajó el mozo, y Elsa y la muchacha seguían llorando, por lo que preguntó:

—¿Por qué lloráis?

—¡Ay! —exclamó Elsa—, ¡cómo no he de llorar! Si me caso con Juan, y tenemos un hijo, y llega a mayor, y lo enviamos a buscar cerveza a la bodega, quizá le caiga la piqueta sobre la cabeza y lo mate.

Y exclamó el mozo:

—¡Vaya Elsa lista que tenemos!

Y, sentándose junto a las dos, púsose a su vez a llorar a moco tendido.

Arriba aguardaban la vuelta del mozo; pero viendo que tampoco él venía, dijo el marido a su esposa:

—Llégate tú a la bodega, a ver qué hace Elsa.

Fue la madre, y se encontró a los tres llorando desconsoladamente; preguntó la causa y, al explicarle Elsa que su futuro hijo, si llegaba a tenerlo, a lo mejor moriría del golpe que le daría la piqueta, si acertaba a caerle encima cuando, siendo ya mayor, lo enviasen por cerveza, la madre exclamó a su vez:

—¡Y qué Elsa más lista tenemos!

Y, sentándose también, se puso a hacer coro con los demás.

Arriba habían quedado los dos hombres solos y, transcurrido un tiempo sin que regresara su esposa, mientras apretaba la sed, dijo el marido:

—Tendré que bajar yo mismo a la bodega, a ver qué se ha hecho de Elsa.

Al entrar en la bodega y verlos a todos sentados llorando y, al oír el motivo de aquel desconsuelo, del que tenía la culpa el hijo de Elsa el cual, suponiendo que su madre lo trajese al mundo, podría morir víctima de la piqueta si un día caía la herramienta en el momento preciso de encontrarse él debajo llenando un jarro de cerveza, exclamó:

—¡Vaya Elsa lista que tenemos!

Y sentóse a llorar con los demás.

El novio siguió largo rato solo arriba hasta que, viendo que no volvía nadie, pensó:

—Me estarán aguardando abajo; tendré que ir a ver qué es lo que pasa.

Encontró a los cinco en la bodega, gritando y lamentándose a más y mejor.

—¿Qué desgracia ha ocurrido? —preguntó.

—¡Ay!, mi querido Juan —dijo Elsa—. Figúrate que nos casamos y tenemos un hijo y, cuando ya sea mayor, se nos ocurre enviarlo aquí por cerveza. Imagínate que cae aquella piqueta que dejaron allí colgada y le da en la cabeza, y se la abre y lo leja muerto; ¿no es para llorar?

—¡Caramba! —exclamó Juan—. ¡Ésa es la listeza que necesito en mi casa! Me casaré contigo, en vista del talento que tienes.

Y, cogiéndola de la mano, llevóla arriba y poco después se celebró la boda.

Cuando ya llevaban una temporadita casados, dijo el marido:

—Mujer, me marcho a trabajar, hay que ganar dinero para los dos. Ve tú al campo a segar el trigo para hacer pan.

—Sí, mi querido Juan, así lo haré.

Cuando Juan se hubo marchado. Elsa se guisó unas buenas gachas y se las llevó al campo. Al llegar a él, dijo para sí: «¿Qué hago primero: segar o comer? ¡Bah!, primero comeré». Se zampó su buen plato de gachas y, cuando ya estuvo harta, volvió a preguntarse: «¿Qué hago primero: segar o echar una siesta? ¡Bah!, primero dormiré». Y se tendió en medio del trigo y quedó dormida.

Juan hacía ya buen rato que estaba de vuelta, y viendo que Elsa no regresaba, se dijo: «¡Vaya mujer lista que tengo; y tan laboriosa, que ni siquiera piensa en volver a casa a comer!». Pero como pasaba el tiempo y ella siguiera sin presentarse, Juan se encaminó al campo para ver lo que había segado. Y he aquí que no había segado nada, sino que estaba allí tumbada, durmiendo a pierna suelta.

Entonces, Juan fue de nuevo a su casa y volvió en seguida, con una red para cazar pájaros de la que pendían pequeños cascabeles, y se la colgó en torno al cuerpo; pero ella siguió durmiendo. Regresó Juan a su casa, cerró la puerta y, sentándose en su silla, púsose a trabajar.

Por fin, ya oscurecido, despertóse la lista Elsa y, al incorporarse, notó un cascabeleo a su alrededor, pues las campanillas sonaban a cada paso que daba. Espantóse y desconcertóse, dudando de si era o no la lista Elsa, y acabó por preguntarse: «¿Soy yo o no soy yo?». Pero no sabía qué responder, y así permaneció un buen rato en aquella duda hasta que, por fin, pensó: «Iré a casa a preguntar si soy yo o no soy yo; ellos lo sabrán de seguro». Y echó a correr hasta la puerta de su casa; pero la encontró cerrada.

Llamó entonces a la ventana gritando:

—Juan, ¿está Elsa en casa?

—Sí —respondió Juan—, sí está.

Ella, asustada, exclamó:

—¡Dios mío, entonces no soy yo!

Y se fue a llamar a otra puerta; pero al oír las gentes aquel ruido de campanillas y cascabeles, todas se negaban a abrir, por lo que la cuitada no encontró acogimiento en ninguna parte. Huyó del pueblo y nadie ha vuelto a saber de ella.

El sastre en el cielo

U
N día, en que el tiempo era muy hermoso, Dios Nuestro Señor quiso dar un paseo por los jardines celestiales y se hizo acompañar de todos los apóstoles y los santos, por lo que en el Cielo sólo quedó San Pedro. El Señor le había encomendado que no permitiese entrar a nadie durante su ausencia y, así, Pedro no se movió de la puerta, vigilando.

Al cabo de poco llamaron, y Pedro preguntó quién era y qué quería.

—Soy un pobre y honrado sastre —respondió una vocecita suave— que os ruega lo dejéis entrar.

—¡Sí —refunfuñó Pedro—, honrado como el ladrón que cuelga de la horca! ¡No habrás hecho tú correr los dedos, hurtando el paño a tus clientes! No entrarás en el Cielo; Nuestro Señor me ha prohibido que deje pasar a nadie mientras él esté fuera.

—¡Un poco de compasión! —suplicó el sastre—. ¡Por un retalito que cae de la mesa! Eso no es robar. Ni merece la pena hablar de esto. Mirad, soy cojo, y con esta caminata me han salido ampollas en los pies. No tengo ánimos para volverme atrás. Dejadme sólo entrar; cuidaré de todas las faenas pesadas: llevar los niños, lavar pañales, limpiar y secar los bancos en que juegan, remendaré sus ropitas…

San Pedro se compadeció del sastre cojo y entreabrió la puerta del Paraíso, lo justito para que su escuálido cuerpo pudiese deslizarse por el resquicio. Luego mandó al hombre que se sentase en un rincón, detrás de la puerta, y se estuviese allí bien quieto y callado, para que el Señor, al volver, no lo viera y se enojara. El sastre obedeció.

Al cabo de poco, San Pedro salió un momento; el sastre se levantó y, aprovechando la oportunidad se dedicó a curiosear por todos los rincones del Cielo.

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