Mientras bajaba con su marido a los sótanos, para ayudarle a vestir el traje de
Coyote
, Guadalupe pensaba que el sacrificio que se había impuesto era muy doloroso para ella. Una hija suya llamada Leonor quizá recordase demasiado a la primera mujer de don César de Echagüe. Leonor de Acevedo había poseído la gloria del primer amor de aquel hombre. Ella había leído en muchos libros que el rescoldo del primer amor jamás se apaga totalmente. Entre sus cenizas siempre alienta una llama que puede revivir por poco que se sople sobre ella.
Luego pensó que Leonor de Acevedo no podría jamás robarle el amor que ella había heredado al cabo de diez años de su muerte. La espera había sido muy larga. Y muchas veces pareció que, además, era inútil.
«Sin la ayuda de ella jamás lo hubiese conseguido», pensó.
Su marido debía abandonar la hacienda aparentemente como don César, por si alguien se fijaba en él. Luego, a distancia segura, se colocaría el antifaz y una vez más expondría su vida en beneficio ajeno.
Pero Lupe no dijo nada de esto cuando besó a su marido y le deseó mucha suerte. Hacía tiempo que se había hecho al propósito de no ser un obstáculo en el camino del
Coyote
.
—Adiós, Lupita —dijo don César, montando a caballo con ayuda de su mujer—. Es posible que no vuelva hasta mañana.
La sonrisa con que Guadalupe veló su angustia fue tan heroica como inútil, pues su marido traspasó fácilmente aquella leve barrera; pero, comprensivamente, fingió que no advertía nada. Y en el fingimiento superó sin dificultad a su esposa.
Al ver ante sí al
Coyote
, Robbins sintió que la sangre se le congelaba en las venas, que el vacío hacíase en su interior y que el cielo se cubría de nubes, a pesar de que desde donde estaba no veía cielo alguno, ni más luz que la de un quinqué de aceite de ballena.
Robbins observó que no movía la mano derecha y recordó lo que le habían encargado. Debía averiguar si Teodomiro Mateos tenía la mano derecha inutilizada. De ser así, se demostraría que el jefe de policía era en realidad
El Coyote
. Había visto a Mateos y si el detalle de la mano herida o inutilizada era demostrador de la identidad del
Coyote
, Mateos no era tal
Coyote
. Pero, en cambio, el personaje que estaba ante él, rodeado por los tres diabólicos Lugones, era, sin disputa alguna, el mismísimo
Coyote
en persona. Coincidían el antifaz y la mano herida.
—Me vas a decir unas cuantas cosas más, Robbins —dijo
El Coyote
.
Había llegado poco antes al lugar de la cita y después de oír todo cuanto tenía que decirle, Timoteo Lugones dirigióse a la cabaña donde habían encerrado a Robbins.
—¿Qué quiere usted saber, señor? —preguntó el cautivo, perdido ya todo dominio de sí mismo.
—De las tres cabañas, ¿cuál es la que ocupa la mujer?
—La primera subiendo por el camino.
—¿Dónde están los presos?
—En la segunda. Y en la tercera están los vigilantes.
—Es posible que nos engañes, Robbins —dijo
El Coyote
—, pero, en tu lugar, yo, antes de hacer semejante cosa, reflexionaría. Y después de reflexionar, no lo haría. Vas a quedarte aquí bien atado y amordazado. Si no venimos a liberarte, morirás de hambre y sed, porque no podrás pedir socorro y nadie entrará en esta cabaña. Cerraremos la puerta con llave y aquí te quedarás tú en espera de que nosotros vengamos a salvarte. Si nos has engañado, ten la seguridad de que nos olvidaremos en absoluto de tu existencia. Y si nos matan, aún nos olvidaremos más.
—Le juro que le digo la verdad —aseguró Robbins.
—Un juramento como el tuyo no tiene mucho valor —sonrió
El Coyote
—; pero ya sabes a lo que te expones si fracasarnos. Pide a Dios que todo nos salga bien. ¿Cuánta gente hay en el campamento?
—Además de Wemyss y de la mujer, hay cinco hombres.
—¿Sin contarte a ti?
—Yo no estoy allí.
—Bien. Alguno debe montar guardia siempre a la puerta de la cabaña de los prisioneros, ¿no?
—Sí. Siempre ha de haber uno —replicó Robbins.
—¿Tienen puerta trasera las cabañas?
—Sólo una puerta —dijo Timoteo Lugones, que las conocía—. La primera tiene ventanas abiertas. La de en medio las tiene protegidas por unos barrotes de madera que hacen de rejas. La otra es como la primera.
—Amordazad y atad a este hombre —ordenó
El Coyote
, indicando a Robbins.
Durante todo el rato había permanecido sentado y varias veces bebió un poco de vino rojo para reanimarse. Lo necesitaba, pues sus fuerzas estaban muy puestas a prueba por los esfuerzos de todo el día y los de la noche anterior. Cuando Robbins estuvo bien atado,
El Coyote
trazó un plan de campaña. Era muy sencillo y aún más arriesgado que sencillo. Juan y Timoteo irían con
El Coyote
. Evelio se quedaría en Los Ángeles, entregado a unas funciones de vigilancia bastante peligrosas o, por lo menos, muy importantes.
—Id en busca de vuestros rifles —ordenó
El Coyote
a sus compañeros—. Coged abundantes municiones y repasad un poco el lanzamiento del cuchillo. Regresad a las seis de la tarde. Antes no nos será posible hacer nada.
—¿Y usted, patrón? —preguntó Evelio.
—Yo me tenderé un rato a dormir. Lo necesito.
Envolviéndose en una manta y utilizando otra como almohada,
El Coyote
se tendió en el suelo de la cabaña tan pronto como los tres hermanos se hubieron marchado. No tardó ni cinco minutos en quedar dormido ante la asombrada mirada de Robbins, que apenas podía dar crédito a lo que estaba viendo.
*****
Maise Syer comentó:
—Es extraño que Robbins no haya regresado aún.
—A mí no me parece extraño —dijo Wemyss—. Además de ir a buscar tabaco, tenía que asegurarse de si Mateos tiene la mano derecha herida o no.
—No me parece tan difícil averiguar una cosa así —replicó Maise—. Mateos tenía que estar o en casa de don César, o en casa de los Hidalgo. Cuando vuelva haré que le escarmienten.
—¿Y qué importancia tiene para ti el conocer la identidad del
Coyote
? —preguntó Wemyss—. Estás obsesionada por ello y creo que te perjudica.
—Hay una vieja cuenta pendiente entre
El Coyote
y yo —replicó Maise.
—Si es verdad eso, ¿por qué no dejaste que le matara aquella noche?
—
El Coyote
es un hombre rico —replicó Maise.
—¿Cómo lo sabes?
—Derrocha el dinero a manos llenas. Además, ha ganado muchísimo. Sería una locura desperdiciar lo muchísimo que de él se puede obtener. En primer lugar, me interesaba que no nos estorbase para lo de ayer. Pero también me interesaba descubrir su identidad. ¿Cuánto daría
El Coyote
por conservar su incógnito? Cientos de miles de pesos. Y luego, una vez conseguido su dinero, podrás matarle.
—Hasta ahora no hemos averiguado gran cosa —objetó Wemyss.
—Sabemos que es Mateos.
—¿Y si Yesares nos ha engañado? —preguntó Wemyss.
—Si nos ha engañado la primera vez, ten la seguridad de que no nos engañará la segunda —replicó Maise—. Podemos esperar tranquilamente.
—¿Y respecto a las joyas? ¿Crees que fue buena idea dejarlas allí?
—Sí. Aquel hombre nos las guardará.
—¿Y si se le ocurre abrir el paquete y ver lo que contiene?
—No lo hará. Estoy segura.
—Pero si tú vas a su casa y le pides que te entregue las joyas, lo hará, ¿no?
—Desde luego. Pero no cometeré la locura de huir y dejarte a ti sin nada. Eso lo haremos con la gentuza que tú has reclutado.
—No me gusta traicionarles.
—Puedes darles tu parte.
—Eso no pienso hacerlo.
—Veo que todavía conservas algo de inteligencia —rió Maise.
—Ahora tendré que volver a Los Ángeles. Se extrañarán si pasa un día entero sin que me vean.
—Ahora soy yo quien debe prevenirte de que sería peligroso para ti planear alguna traición, James.
—No temas; te soy demasiado fiel.
—¿Demasiado? —preguntó Maise.
—Sí. Por ti abandoné muchas cosas que jamás podré recobrar. Yo era un hombre famoso y ahora soy un asesino.
—No debiste haber matado al viejo. Se te fue la mano.
—Habría chillado. En casa de don César todo fue más fácil. Hubiese preferido no tener que matarle; pero al fin y al cabo…
—Igual te ahorcarían por haber matado a uno que a cinco, ¿no? —sonrió Maise—. Es preferible que sea por cinco. Le da a uno más prestigio.
Wemyss se encogió de hombros.
—No me ahorcarán —dijo—. No me han cogido y nadie podrá acusarme de nada.
—¿Estás seguro de que aquel criado de don César no te reconoció?
—Segurísimo.
—Hasta que volvamos a vernos —dijo Maise.
—Cualquiera diría que no esperas verme nunca más —comentó Wemyss.
—Algún día no volveremos a vernos más —respondió Maise—. Pero eso será dentro de mucho tiempo, ¿no?
Wemyss no replicó. Maise le vio salir de la cabaña y permaneció inmóvil en el centro de ella hasta que oyó el galope del caballo en que montaba James Wemyss. Entonces fue a volverse, pero una voz la contuvo.
—No se mueva, señorita Maise, o Jobina MacFarlane. ¿Cuál es su verdadero nombre?
—¡
El Coyote
! —susurró Maise Syer, sintiendo que el terror se adueñaba de ella, y luchando al mismo tiempo contra este sentimiento.
—Para servirla y molestarla —replicó el enmascarado—. Pero haga el favor de no moverse. Tengo la mano derecha algo «estropeada» y me veo obligado a utilizar la izquierda. Con ella algunas cosas no se hacen muy bien.
—¿Qué busca aquí? —preguntó Maise, cuyo cuerpo estaba rígido como si le hubiesen tensado todos los músculos.
—Su pregunta es un poco atrevida. Busco a… No, no se mueva. Tendría que matarla y su muerte me quitaría el sueño durante muchas noches. Sí, muchas noches. Así está bien. Ahora vaya un poco a la derecha. Frente a aquel espejo. Acérquese a él. Bien. Ahora…
Con rápido movimiento,
El Coyote
enfundó su revólver y con la mano izquierda empujó a Maise sobre la palangana llena de agua que estaba encima de la mesa que hacía las veces de lavabo, debajo de un viejo espejo bastante deteriorado. Antes de que la mujer pudiese hacer más resistencia,
El Coyote
la retuvo con el codo derecho sobre la palangana, en tanto que con la mano izquierda le echaba agua a la cara, subiendo luego la mano hasta el cuello y arrancando la peluca.
Cuando Maise consiguió librarse, el cañón del revólver del
Coyote
se apoyaba de nuevo contra su espalda.
—Quieta, señorita. Véase en el espejo. Ahí tiene la persona a quien yo buscaba. Peg Marsh, o Patricia Mendell, o Maise Syer, o Jobina MacFarlane. ¡Cuántos nombres para ocultar a una mujer despreciable! ¿Se quería vengar de don Rómulo porque la dejó marchar libre en vez de entregarla a Mateos?
—Es usted Mateos, ¿no?
—¿Yo? —
El Coyote
se echó a reír—. Es la primera vez que me confunden con el jefe de Policía. Pero, en fin, hay confusiones mucho peores.
—¿Qué ha venido a hacer? —preguntó Peg Marsh, ya más serena.
Estaba buscando la forma de librarse de aquella trampa y estaba segura de haber empezado a encontrarla ya.
—¿No me pregunta cómo he entrado?
—Supongo que por la ventana.
—Claro. Vuélvase hacia el espejo. Muy interesante su cara. Cuando la vi por primera vez me pareció que la conocía. Quería verle las orejas. La izquierda sobre todo. Se notaba que tenía usted interés en ocultarla. Y como yo una vez marqué a una mujer en la oreja… Sólo a una en toda mi vida.
—¿Piensa asesinarme?
El Coyote
se echó a reír.
—Mi justicia es un poco más complicada cuando se trata de mujeres. Y más difícil. Me gustaría matarla; pero no sé todavía cómo. Usted me dará la solución.
—Apriete el gatillo de su revólver. Si supo arrancarme un trozo de oreja, le será más fácil arrancarme un trozo de corazón.
—Todavía no. Más tarde, tal vez.
—¿Teme que el ruido atraiga a los demás?
—No. Si alguno viniera hacia aquí, caería muerto de una cuchillada. He venido a salvar a mis amigos. Pero antes he querido charlar un rato con usted… Tenemos muchas cosas que contarnos, Peg. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Pero aquellas perlas que se ocultaban en los jarrones te volvían loca, ¿no? Querías que fuesen tuyas. Y además, lo que encontraras. Volviste por ellas. Pudiste matarme pero querías saber quién era yo para someterme a un buen esquilmo. Era lo que te faltaba para ser feliz. Ver al
Coyote
dando dinero a manos llenas para conservar su incógnito. Y luego, cuando ya no tuviese más dinero, le habrías denunciado o entregado a la Justicia para cobrar los treinta y cinco mil dólares que se ofrecen por su piel.
—Es muy diestro escuchando —comentó Peg, cuyos azules ojos brillaban rabiosos—. Pero la mano derecha está inutilizada, ¿no?
—Sí. Gracias a tu veneno. Por fortuna lo combatieron a tiempo.
Peg observaba atentamente al
Coyote
. Lo que iba a hacer era muy arriesgado. Se exponía a que el enmascarado disparase sobre ella y la matara; pero lo más probable era que no lo hiciese.
El Coyote
no disparaba nunca contra las mujeres. Por lo menos no lo hacía con intención de matar. Siendo así…
—Tu historia acerca de la desgraciada aventura de amor de Jobina MacFarlane fue enternecedora —siguió
El Coyote
—. Demasiado bonita para ser verdad. Una mujer que tiene un problema en la Louisiana no busca su solución en Los Ángeles. La historia fue muy burda.
—Me falta la agudeza mental del
Coyote
.
—No. Tú sabías la existencia de una Jobina MacFarlane que reclama la fortuna de su marido. Siempre es más prudente adoptar personalidades reales que adoptar identidades falsas. Estas últimas no resisten la menor investigación.
—¿No ha terminado de cantar sus victorias, señor
Coyote
?
Peg Marsh hablaba ásperamente, mirando, desafiadora, al enmascarado.
—Tienes razón al criticarme. No está bien que un hombre se pavonee tanto, sobre todo después de haber sido derrotado tantas veces por una mujer tan joven y tan hermosa.