—Es un arma muy curiosa —comentó
El Coyote
, dirigiéndose a Yesares—. Cuando haya más en el mercado, usaré alguna.
Examinó el cilindro, observando:
—No mató a Alves con este revólver.
—No —contestó Yesares—. Tenía un Marlin. Debe de estar entre los arbustos.
—Tráelo —ordenó el enmascarado—. Le devolveremos todas las armas juntas.
—¿Debo quedarme yo? —preguntó Yesares al volver con el rifle.
—Claro que no. Vuelve a Los Ángeles. Fue una buena idea la de que me acompañases. Te aseguro que imaginé esta operación mucho más sencilla. No esperaba que me hubiesen tendido dos trampas. Tendré que rectificar mis opiniones acerca de la inteligencia de Mateos.
—¿No crees que buscaba a Alves? —preguntó Yesares.
—Desde luego, no. Me esperaba a mí. Sabía que yo vendría a decirle unas palabras a ése. La bala que le mató estaba, en realidad, destinada a mí; pero el azar, o un arrepentimiento oportuno, me salvaron.
El Coyote
regresó junto al cadáver de Alves. Se arrodilló a su lado y comenzó a registrarle los bolsillos, amontonando, después de examinarlo brevemente, lo que iba encontrando. De pronto se puso en pie, con un papel entre las manos.
—Esto no lo esperaba yo —dijo.
—¿De qué se trata? —preguntó Yesares.
El Coyote
le entregó la nota que Alves había recibido en la cárcel. A medida que la iba leyendo, Yesares dirigía rápidas miradas de asombro a su jefe.
—¡Es increíble! —exclamó.
Mateos movióse ligeramente.
El Coyote
indicó con un ademán la ventana. Yesares salió por ella y fue a montar guardia en el jardín, a pesar de la orden que había recibido para que marchase a Los Ángeles.
El Coyote
tiró de un puntapié el revólver de Alves debajo de una cómoda. Al mismo sitio envió el otro revólver que encontró en poder de Hannam. Cuando hubo terminado, cogió la botella de licor de que había estado bebiendo Hannam y vertió una buena cantidad de alcohol entre los labios de Mateos. Éste estremecióse, tosió, abrió los ojos y los volvió a cerrar en seguida. Luego, más cautelosamente, los abrió de nuevo; pero todavía tardó varios minutos en preguntar.
—¿Qué ha pasado?
Luego agregó:
—¡Cómo me duele la cabeza!
—Recibió usted un buen golpe, Mateos —dijo
El Coyote
.
Mateos le miró, haciendo un doloroso esfuerzo; por fin declaró:
—Soy un imbécil. No volveré a tenerle de espaldas a mi carabina.
—Y una vez que consigue eso dispara sobre el hombre que iba a hacer conmigo lo que usted tenía proyectado, ¿no?
—Sí; no se puede dar mayor demostración de tontería.
—Le debo la vida, Mateos —sonrió
El Coyote
.
—No se lo diga a nadie —gruñó el otro—. Sería lo único que falta para que todo el mundo se burle de mí.
—¿Por qué lo hizo?
Mateos encogióse de hombros y se pasó la mano por la cabeza. Le dolía espantosamente.
—¿Quién me pegó? —quiso saber.
—Un amigo mío que supuso que disparaba contra mí. Tiene la mano un poco dura.
—Demasiado. Es una forma un poco desagradable de pagar el favor que le estaba haciendo a usted, señor
Coyote
.
—¿Cómo adivinó que yo vendría aquí?
—Era lógico que lo supusiera —respondió Mateos—. Alves no se dejaría condenar. Recurrió a Rudall y él debió de asustar a los testigos de cargo. Tenía que ocurrir así. Y era también muy probable que al
Coyote
le faltara tiempo para venir a castigar a Alves. Fue usted quien me obligó a detenerle.
—Le felicito por su sagacidad, Mateos. No la habría sospechado nunca de usted. ¿Quería vengarse?
—Claro. En nuestra última entrevista estuvo usted muy duro conmigo.
—¿Por qué no me mató o dejó que Alves me asesinara?
—Militamos en campos algo opuestos; pero los dos perseguimos los mismos resultados. Me ha ayudado varias veces y cuando vi que otro le iba a hacer lo que yo deseaba hacerle, perdí la cabeza, me olvidé que había venido a matarle y maté al que le amenazaba. Si alguna vez llega a saberse, todos se reirán de mí. Es ridículo que un jefe de policía se porte como una señorita sentimental.
—No opino como usted —contestó
El Coyote
—; pero ahora quiero preguntarle si sabe quién avisó a Alves mi llegada.
—¡En! ¿Es que Alves le estaba esperando?
—Ya vio que me había tendido una buena trampa, con reclamo, incluso. Además, he encontrado una carta firmada por un amigo, en la cual se previene a Alves de mi aparición para vengar a Páez. Tome, léala.
Mateos aceptó la carta y cuando la hubo leído, movió la cabeza, declarando:
—No lo entiendo. Yo no tengo nada que ver con esto.
—Lo imaginaba. Por lo visto ha surgido un nuevo enemigo mío, bastante peligroso, porque es muy inteligente. Empieza por saber escribir con la mano izquierda y termina por adivinar lo que yo haré. Esté prevenido, Mateos. Los enemigos del
Coyote
suelen ser enemigos de la ley.
—¿Quién puede ser ese hombre? —preguntó el jefe de policía—. ¿Algún amigo de Alves?
—Si fuera realmente un amigo de Alves no disimularía su identidad. No le sería necesario.
—¿Qué piensa hacer?
—Investigar algunas cosas poco claras. Me marcharé de Los Ángeles por unos días; pero antes quiero poner mi firma a estas dos muertes. Supongo que no querrá usted explicar a toda la ciudad que mató a Alves para salvarme a mí, ¿verdad?
—Claro que no. Es preferible que acapare usted la gloria de quitar de este mundo a esos dos canallas.
El Coyote
desenfundó un cuchillo y con la punta del mismo trazó en la pared la silueta de un coyote. Luego guardó el acero y señalando hacia la cómoda, indicó:
—Ahí encontrará usted sus armas, Mateos. Buena suerte.
Con gran agilidad saltó por la ventana y corrió hacia donde había dejado su caballo. Un momento después, Mateos le oyó galopar hacia Los Ángeles. Entonces saltó también por la ventana, después de haber recuperado sus armas, y se dirigió hacia donde estaba su caballo. No se sentía feliz ni satisfecho. Encontrábase tan lejos como antes de conseguir la gloria, y ni siquiera le era posible ufanarse de haber dado muerte a Alves, pues sin explicar todos los detalles, exponíase a que le consideraran un criminal. Ni siquiera un policía puede apostarse en un jardín en espera de meter una bala en la mala cabeza de un hombre a quien horas antes un tribunal ha reconocido no culpable del delito por el cual se le encausó.
Mientras tanto, James Wemyss, el famoso pistolero, iría ganando votos para las próximas elecciones.
Serena Morales no había dicho nada a su marido acerca de su descubrimiento de las cartas de amor. Ricardo Yesares había vuelto a casa, bastante después de medianoche, y se había acostado en seguida. Debió de creer que el fingido sueño de su mujer era real, pues no intentó hablar con ella. Casi antes de apoyar la cabeza en su almohada, estaba ya dormido. Serena le odió por lo fácilmente que podía dormirse. Ella, en cambio, no podría cerrar nunca los ojos. El alivio del sueño le estaría negado durante mucho tiempo.
Hubo un momento en que pensó denunciar su descubrimiento. Por lo menos así lograría que Ricardo no pudiese, también, dormir. Al fin, no dijo nada. Su silencio no fue en favor del reposo de Ricardo. Nada le importaba a ella que su marido pudiera o no dormir. Si callaba era porque, mientras no hablase, su vergüenza, la traición de Ricardo y el hundimiento de sus ilusiones, quedaba retrasado. Era cobarde. Lo reconocía con amargura. El anunciar que lo sabía todo pondría fin al engaño. Su marido no podría fingirle amor. Las cosas cambiarían definitivamente. El silencio le permitiría seguir soñando.
Por su cerebro iban pasando, veloces, distintos fragmentos de aquellas cartas. Frases vergonzosas, muy parecidas a las que ella había pronunciado; pero ella era la esposa legítima de Ricardo. Tenía derecho a hablar. En cambio, las otras debían sentir vergüenza…
El sueño la asaltó a traición y quedó dormida en medio de un desagradable recuerdo. Cuando despertó estaba sola. El sol penetraba por entre las cortinas que su esposo había corrido. ¿Era este detalle una muestra de cariño? ¿Lo había hecho para que ella durmiese hasta más tarde y pudiera descansar o para que no le estorbara?
Saltando de la cama, Serena se puso una bata y salió de la habitación. Bajó al vestíbulo. Eran las diez y media de la mañana y no se veía a nadie. Los criados habían terminado la limpieza, y estaban ocupados en otros trabajos. Los clientes aún no habían empezado a llegar. La joven dirigióse al despacho de su marido. Empujó la puerta temiendo hallar dentro a Ricardo. El aposento estaba vacío.
Serena abrió el cajón donde había encontrado las cartas. Quería llenarse nuevamente de indignación…
Casi lanzó un grito al descubrir la ausencia del paquete. Lo buscó en todos los otros cajones y no lo pudo encontrar.
¿Habría advertido Ricardo que ella había abierto aquel paquete? Tal vez, en su turbación, dejó demasiadas huellas de su descubrimiento. Fuera lo que fuese, el paquete no estaba allí. Habían desaparecido las pruebas con las cuales hubiese podido desenmascarar a su esposo.
Cerró los cajones y quedó con la mirada fija en la superficie de la mesa. Ahora que sabía que las cartas no estaban allí deseaba tenerlas. Se las tiraría al rostro de Ricardo. Le diría…
—Pienso todo esto porque no puedo hacerlo —se dijo—. Si las tuviera no me atrevería a nada.
Salió de la oficina y en el vestíbulo tropezó a la vez, con una de las criadas encargadas de la limpieza y con la señora Syer. Con voz muy aguda, la criada le preguntó:
—¿Ya sabe lo que hizo ayer noche
El Coyote
, señora?
Maise Syer se detuvo, miró a Serena y luego a la criada. Ésta prosiguió:
—Mató a Alves y a uno de sus amigos.
Serena quiso fingir que la noticia le interesaba; pero no lo consiguió. No le extrañaba aquello. Lo había esperado. Claro que al mismo tiempo el suceso demostraba que su marido no había ido a reunirse con ninguna otra mujer. De no ser por aquellas cartas que Ricardo debía de haber escondido mejor, Serena hubiese creído que, el aviso de la noche anterior obedecía a un error cometido por alguien que se había querido explicar lógicamente las ilógicas salidas nocturnas del propietario de la posada del Rey Don Carlos. ¿Qué explicación mejor que la de un móvil amoroso para justificar los intempestivos paseos del posadero? ¡Pero aquellas cartas! Todas iban dirigidas a Ricardo. No cabía la menor duda. Su nombre estaba en ellas. Y la autora del anónimo conocía la verdad de las relaciones de Ricardo con
El Coyote
.
—¿Va usted a la fiesta de don César, señora Yesares?
Serena dióse cuenta de que se había olvidado de la presencia de la señora Syer y de la criada.
—Sí, sí, señora —contestó apresuradamente—. Iré esta tarde; pero a última hora. Hasta entonces la fiesta no está verdaderamente animada. AI principio los hombres hablan de política, luego de sus… amoríos, por fin entablan algunas partidas de monte o de tresillo y, cuando ya no les queda dinero, se acuerdan de las mujeres.
¿Por qué había dicho lo de que los hombres hablan de sus amoríos? Ella no lo sabía; de pronto le había asaltado el afán de decir algo malo de los hombres. La señora Syer parecía haber advertido su nerviosismo; pero, absteniéndose de hacer ningún comentario acerca de él, declaró que le agradecería mucho que le acompañara al rancho de San Antonio porque estaba segura de no poder dar con la hacienda en toda su vida.
—Espero que mi presencia no será molesta para usted ni para su esposo —terminó.
—Claro que no —respondió, apresuradamente, Serena—. Le aseguro que tendremos mucho gusto en que nos acompañe. Además, pensábamos invitarla. Nuestro coche es demasiado grande y siempre vamos en él como perdidos.
Súbitamente se le había despertado una enorme alegría. La presencia de aquella mujer sería una barrera que le impediría lanzarse al abismo de las explicaciones. No diría nada a Ricardo. Por lo menos se evitaría el oír mentiras. La irritaba profundamente que un hombre se portara como un colegial cogido en falta.
A las dos de la tarde regresó Ricardo. Había tenido que arreglar algunos asuntos atrasados. Hubiera podido hacerlo por la tarde; pero, teniendo que asistir a la fiesta de don César, lo activó todo.
Serena le escuchaba pareciéndole que las palabras salían de los labios de otro hombre. Sentía la engañosa impresión óptica de que su marido se iba alejando de ella y haciéndose cada vez más pequeño, aunque de pronto lo volvía a ver ante ella, recobrado el tamaño normal, diciendo palabras con sentido. Pero en breve Ricardo volvía a empequeñecerse y su voz resultaba extraña por el hecho de sonar a un metro de Serena en tanto que ésta veía a su marido como si le hubiera mirado con unos gemelos de teatro, pero al revés. Lógicamente su voz debía haber sido debilísima.
—La señora Syer me ha preguntado si querríamos acompañarla a casa de don César —interrumpió, de pronto, Serena.
El marido la miró, sorprendido. Había estado diciendo algo que les interesaba a los dos y, sin embargo, la joven le interrumpía con un comentario sin importancia acerca de algo que, además, ya estaba decidido.
—Claro que la acompañaremos —respondió—. Siempre lo hemos hecho.
Serena comprendió que estaba descubriendo sus sentimientos.
—Me duele la cabeza —explicó, apresuradamente—. He descansado mal.
—¿Estabas inquieta? —preguntó Ricardo, creyendo comprender el motivo de aquella falta de descanso. Y aunque, tanto ella como él, habían establecido de mutuo acuerdo el sistema de no hablar acerca de las relaciones de Yesares con
El Coyote
, explicó—: No resultó muy difícil, aunque él estuvo a punto de ser asesinado.
Le sorprendió la falta de interés que demostraba Serena.
—Ya he comido —dijo—. Descansaré un rato. ¿Te importa?
Yesares respondió negativamente.
—Si prefieres no ir a la fiesta… —sugirió.
—Prefiero ir —contestó Serena—. Me distraeré un poco.
Ricardo la vio dirigirse a su cuarto y, pensativo, fue hacia el despacho de recepción. No había dejado de advertir el extraño comportamiento de su mujer. Hubiera tenido que ser ciego para no darse cuenta de que algo pasaba en el corazón de Serena. ¿Qué podía ser? No podía imaginarlo ni remotamente. Tal vez un capricho no satisfecho; acaso su silencio acerca de un suceso que apasionaba a los habitantes de Los Ángeles, que no cesaban de comentar la violenta y fulminante justicia del
Coyote
en el caso de Basil Alves.