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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (3 page)

Fui a desayunar a una zona del segundo piso que estaba desagradablemente atestada por una multitud de representantes del mundillo de los negocios internacionales. Alemanes con trajes naranjas y malvas que se reían demasiado fuerte; japoneses que hablaban en susurros ante las hojas de cálculo, en una reunión completamente masculina excepto por una solitaria mujer que llevaba una cola de caballo y a quien vi inmediatamente: sólo podía ser norteamericana. Llevaba una camisa rosa de tela oxford y unas sandalias. Le vi las uñas de los pies sin manicura desde la barra del comedor. Parecía tener mi edad, unos treinta años. Hubiera podido ir a la universidad con esa mujer.

Ella me vio también; o mejor, vio mi anillo. Miró el diamante como si éste le hubiera susurrado algo al oído. «Mi nueva mejor amiga», me dije.

Tres

C
lementine Spence era de Muskogee, Oklahoma, a unas dos horas al norte de la frontera con Texas. Respondía al nombre de Clemmie. Cuando tenía tres años, la familia se trasladó a la cuenca de Perm, donde su padre trabajó en una empresa de grúas y plataformas. Cuando tenía quince años, él cambió de profesión, pasó de las grúas y plataformas a los seguros de coches, y trasladó a la familia a Sweetwater, Texas, donde ella creció.

Tenía el acento del oeste de Texas, su ropa era propia de Dallas o Houston. Esas faldas de tela oxford abotonadas eran como una marca de producto local en los estantes desde el norte de la autopista Woodall Rogers hasta el sur del lago LBJ. Su rostro, cuando se volvió hacia mí, resplandecía como recién lavado. Parecía que se había planchado los pantalones caquis. Cuando me acerqué a ella, me miró con sus ojos azulados un tanto enrojecidos, como si se los hubiera frotado. No parecía ser una mujer de negocios, no tenía ese aire de organización, ni llevaba una chaqueta a juego con los pantalones. Tampoco se amoldaba a la imagen de una turista, a pesar de que el mapa y el libro que tenía encima de la mesa indicaban lo contrario.

La mujer actuó como un sedante, suavizó la ansiedad que sentía al encontrarme sola en Rumania. El mismo sentimiento de profunda soledad me había atenazado ya una vez anteriormente, durante una expedición en busca de una historia acerca de las favelas de Sao Paulo, un caso que destrozaba los nervios. Pero Lockyear tenía razón. No podía haber excusa para ese absurdo temor, no cuando los periodistas eran raptados en el desierto de Arabia. Era pura inexperiencia. Y a pesar de ello, no podía disipar mis recelos. Ese sueño sobre el Informe Price Waterhouse acerca de las personas desaparecidas todavía me intranquilizaba; una pesadilla realzada por ese ambiente como de otro mundo. Además, tenía mis reservas acerca de mi contacto en Rumania. Había esperado recibir una cálida bienvenida que confirmara nuestra cita en el vestíbulo del hotel Aro, en Brasov, a las siete de la tarde del viernes 13 de septiembre. Eso hubiera sido suficiente. Pero no hubo ninguna bienvenida, ningún contacto humano en absoluto. Yo no sabía si Olestru era un hombre o una mujer. Dado el turbio entorno, supuse que se trataba de un hombre, pero no estaba segura.

Clemmie Spence dispersó esas sombras como un rayo de sol tejano. Me sentí cómoda al instante. Le dije mi nombre, el de mi ciudad y a qué se dedicaba mi padre, y ella me descifró inmediatamente.

—Eres una chica Azalea.

Azalea es un barrio rico de Dallas, y mucha gente de Texas tiene una pobre opinión de él. Quizás ella pensara igual, pero no lo dijo. No volvió a mencionar mi procedencia, y eso me gustó. Ella me gustó, en general.

Ian hubiera meneado la cabeza. «Dios, cómo os gusta juntaros a las chicas del sur», decía, aunque técnicamente está equivocado en eso. Yo no me relaciono con las mujeres del sur, en general. Texas no es el sur, excepto por un escuálido trozo del este. Ni siquiera me gusta que me asocien con los sureños, con su fachada de efusiva amabilidad, su refresco de vino con zumo de melocotón, su pollo frito, sus salchichas con pescado, sus genealogías que se remontan a las primeras quinientas familias de algún estado que no tiene ni doscientos años de antigüedad. Texas es un estado limítrofe, y la gente de los estados limítrofes rechaza ese tipo de sentimentalidad.

Clemmie y yo charlamos de fútbol y de universidades. Resultó que las dos habíamos sido animadoras en el mismo estadio en 1990, cuando su universidad y Azalea jugaron las semifinales estatales. Su equipo ganó, pero ninguna de las dos recordaba el resultado ni ningún detalle del juego.

—Recuerdo que los miembros de vuestra orquesta vestían con faldas escocesas -dijo, riendo-. ¿Y no bailó alguien encima un tambor?

—¿De eso sí tenías que acordarte? Éramos los Azalea Highlanders. El tambor pertenecía a alguien del clan.

No sabía por qué mi equipo se llamaba los Highlanders. Me pareció que había pasado muchísimo tiempo.

A las diez fuimos a buscar el coche de alquiler, un BMW de cristales tintados. Le dije que iba a cargo de la empresa, y ella se rio y contestó que tenía una opinión nueva de la América corporativa. Ella también se dirigía a la ciudad de Brasov, adonde iba a visitar a unos amigos, así que podía dejarla de camino. Como había alquilado yo, me senté primera al volante, pero acordamos que Clemmie conduciría una parte del trayecto.

Tenía un pelo muy brillante, que relucía bajo la luz que se reflejaba en las ventanas de los mugrientos edificios de apartamentos. Cada vez que reía, se le agitaba la cola de caballo en que se había recogido el pelo con una brillante goma elástica de margaritas. Tenía una nariz pequeña y bonita, y una barbilla redondeada. Seguro que les gustaba a los chicos en la universidad. Resultaba un descanso y una extrañeza al mismo tiempo estar sentada en el coche con esa mujer, tan lejos de los lugares donde crecimos, hablando de cosas que las dos habíamos vivido. Yo no había hablado con nadie de barbacoas, fútbol, la música de Austin y la playa de South Padre desde hacía siglos.

Dejamos atrás el extremo norte de Bucarest y comenzó a aparecer el campo, unas extensiones verdes y planas que se ensanchaban a lo lejos, hacia el norte, salpicadas de más lugares en construcción, de vallas de anuncios nuevas, de parasoles rojos y soleados delante de docenas de cafés también rojos y soleados. El tráfico mostraba unos fabulosos coches nuevos alemanes, suizos y japoneses, y las gasolineras, construidas para ellos aparentemente ayer, ostentaban unas banderas púrpuras que ondeaban al viento y exhibían unos escaparates nuevos de cristal, detrás de los cuales se amontonaban enormes pilas de bolsas de patatas y bombones de la Europa occidental en unos altos estantes de metal. Qué imagen ofrece un país que se comporta como si fuera completamente nuevo; todo está desorganizado, esparcido en el paisaje, como si fueran cajas y papeles de envolver. O así me pareció a mí: como una tienda de ropa nueva recién abierta en el Village, con la instalación eléctrica todavía por terminar, los golpes de los martillos y el zumbido de los taladros mientras un equipo de ventas exhausto y excitado intenta apartar los artículos de los estantes con demasiado fervor. Quince años antes Rumania había perdido a su dictador y desde entonces había intentado ser una democracia capitalista. Clemmie y yo estuvimos de acuerdo en que parecía que empezaba a serlo.

Le conté que hacía diez años que vivía en Nueva York y la conversación adquirió un tono más serio. Ella me preguntó si estaba allí ese día, y comprendí qué quería decir. Antes o después, cuando me encuentro con desconocidos y les digo dónde vivo, el tema aparece. La mayoría de las veces sólo me encojo de hombros. Pero en ese momento, bajo el sol, en la carretera, me sentí cómoda.

—Mi edificio estaba justo allí. Al lado de las torres.

—Pobrecita.

—Hubo gente que… que tuvo un día mucho peor.

Odiaba hablar de ello incluso en las mejores circunstancias.

—¿Qué…? Esto… ¿Qué viste? Si te lo puedo preguntar.

Las viejas emociones emergieron.

—Todo.

No podía decir mucho más para responder esa pregunta. Ella cambió de tema.

—Vives justo en la ciudad.

—Brooklyn.

—Lo sabía.

—¿Qué es lo que me ha delatado? Por favor, no me digas que tengo acento de Brooklyn.

—Algo en tu aspecto -contestó-. Un tanto oscuro.

Comparada con ella, supongo, pero no sabía exactamente cómo tomármelo. No lo dijo con mala intención, estoy segura, pero sonó vagamente ofensivo. El aspecto. Por otro lado, a Robert le habría gustado. Antes de estar conmigo, él salía con chicas problemáticas, y siempre ha querido que yo tenga un poco más de garra. De ahí el paquete de Ámsterdam.

—¿Tengo un aspecto oscuro?

—Intenso, quiero decir. Eres como yo me imagino que es una mujer de Brooklyn. Una mujer blanca, por cierto, no una texana. ¿Te gusta vivir allí?

—Me encanta.

—¿De verdad? Siempre he pensado que debe de ser muy duro vivir en Nueva York.

—Es posible. — Con mi salario, un puro infierno, pero ¿para qué contarle eso?-. ¿Dónde vives ahora?

—Uf. — Pareció tener problemas con la respuesta-. Por ahí.

—¿Por dónde?

Ella sonrió, pero me di cuenta de que dudaba de decírmelo. Eso me intrigó más.

—¿Y bien?

—Pekín. Cachemira. Lago Malawi.

—Venga ya.

—De verdad.

Pekín atraía a cualquiera que tuviera un pasaporte, pero Cachemira y el lago Malawi se hubieran encontrado al final de la lista de mis preferencias. Ni siquiera hubieran estado entre las primeras mil.

—¿En serio?

—Completamente.

—Uau. ¿Cómo es vivir en esos lugares?

Clemmie Spence no tenía el más mínimo aspecto de ser una mujer que viviera fuera de la zona de comodidad del llamado mundo desarrollado. Casi siempre es posible ver la influencia de la geografía en una persona, un rasgo de crudeza en los ojos, un amaneramiento, una afectación, como esas mujeres que vuelven, después de haber pasado un año en Francia, con un fular al cuello y fumando Gitanes. También hay otros signos, cierto cansancio, o una especie de confianza en uno mismo, o de cinismo. Pero ella no mostraba ninguno de ellos. En ella no había ninguna crudeza, ningún signo de que fuera una vagabunda. Por un momento dudé de que me estuviera diciendo la verdad. Pero ¿por qué tendría que mentir? En casi todos sus detalles, su aspecto era el de una mujer que había pasado toda la vida en medio del lujo del norte de Dallas. Miró por la ventana, en silencio.

—Me encantó Cachemira -dijo-. Eso te lo puedo asegurar. El lugar más bonito donde he estado nunca, hasta que lo destrozaron.

Entramos en una autopista de cuatro carriles y la conducción se hizo fácil. A ambos lados, unos campos cultivados se extendían hasta la lejanía. Al bajar las ventanillas, el aire de septiembre, denso y dulce, nos llenó los pulmones. Unos coloridos puestos de verdura exponían melones, melocotones, pimientos y tomates. Las abejas zumbaban a su alrededor. Nos paramos para comprar un saco de melocotones y cambiamos de asiento. Clemmie condujo con apresurada concentración, cambiando de carril continuamente y pitando a los lentos para que se apartaran. Nos encontramos atrapadas en medio de una caravana de camiones que transportaban petróleo, una docena por lo menos, y nos llevaron hacia delante como si estuviéramos a bordo de un avión. Cuando llegamos a la primera ciudad importante, un lugar llamado Ploesti, los camiones se desviaron por una salida y los conductores nos saludaron con las manos y haciendo sonar las bocinas. La brisa en Ploesti empezó a oler a petróleo.

La alegría de la pequeña ciudad de provincias dejó paso al acero, a la suciedad y al barro apisonado. Unas refinerías se levantaban como inmensas chatarras de coches contra el horizonte. Unas nubes de un blanco puro salían por las chimeneas. Al lado de la autopista, los tablones de anuncios continuaban mostrando su publicidad de vivos colores: mujeres con ajustados vestidos rojos tomaban cócteles de color azul brillante, pero realizaban su trabajo en medio de una fealdad cada vez mayor. Las indicaciones nos condujeron hasta un callejón sin salida, y el mapa no resultó de ninguna ayuda. Estábamos perdidas y esos suburbios no ofrecían nada, no mostraban ningún punto de referencia ni señalaban ninguna salida. Pero tampoco eran infinitos. Acabamos en el centro de las instalaciones petroleras, tapándonos la nariz, a la sombra de los ennegrecidos oleoductos, y tuvimos que dar marcha atrás por entre los oxidados vehículos de transporte con las fauces abiertas que bloqueaban el camino. Fuera, mientras el sol se movía hacia el oeste, las sombras se proyectaban desde los travesaños de esa especie de juego de química gigantesco y chamuscado. Unos hombres picaban al final de unos raíles de acero. Unas llamas salían por unos agujeros, unos fuegos anaranjados y azulados, una colonia de genios. Giramos por una esquina y nos encontramos con un clan familiar -gitanos por lo que parecía: tres mujeres, un hombre y un montón de niños- que se habían cobijado en un edificio cerrado de una sola planta, quizás un antiguo restaurante. Los niños corrían con los pies desnudos sobre charcos de aguas fétidas, las mujeres se afanaban entre la basura. Vestido con un abrigo y una corbata, el hombre estaba sentado en una silla y lo observaba todo con unos ojos blanquecinos como la leche. Las mujeres se acercaron a nosotras y nos pidieron limosna. Les di dinero y deseé que mi equipo de cámaras hubiera estado allí. Cuando esas cosas suceden, hay que estar ahí para pillarlas. Suena cruel, pero no es posible poner en escena esta clase de miseria. Tiene que aparecer delante de tus ojos, sin ninguna coreografía, y entonces es posible filmarla.

Al cabo de poco tiempo encontramos el camino. Ploesti se desvaneció detrás de nosotras; la tierra se desplegaba hacia delante como una ola amplia y resplandeciente. Se veían menos tablones de anuncios. Entramos en una meseta y vimos unos ríos plateados en la lejanía, y unas montañas increíblemente azuladas más allá de unas extensiones de bosque. La carretera entró en un valle y se tornó de dos carriles. Al poco tiempo, viajando a gran velocidad, nos pusimos de nuevo detrás de los camiones de petróleo y tuvimos que aminorar. Era justo después de mediodía.

—Ploesti -dijo Clemmie-. Deprimente.

—Debes de haber visto sitios peores en África.

—Es verdad, pero a pesar de todo… Algunos lugares poseen ese aire. ¿Sabes qué quiero decir?

—¿Como qué?

—Como si se hubieran convertido en la letrina de nuestra especie. Como si toda nuestra mierda hubiera acabado encima de la vida de otros.

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