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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (14 page)

Durante varios días las relaciones diplomáticas habían estado interrumpidas entre Helium y sus dos más poderosas vecinas, y con la partida de los ministros se había producido un cese total de las comunicaciones de telegrafía sin hilos entre los contendientes, según es costumbre en Barsoom.

Pero Carthoris ignoraba todo esto. T' do cuanto le interesaba en aquel momento era encontrar a Thuvia de Pt h. Su paso junto al enorme banth había quedado bien marcado en el túnel, y era, una vez más, visible en la dirección sur, entre las faldas de los cerros.

Cuando bajaba rápidamente hacia el fondo del mar Muerto, donde comprendía que las huellas debían perderse en la vegetación ocre, que volvía a levantarse inmediatamente después de haber sido hollada, fue repentinamente sorprendido al ver a un hombre desnudo que se aproximaba a él por el lado nordeste.

Cuando aquel hombre estuvo más cerca, Carthoris se detuvo para aguardar su llegada.

Al verlo, supo que venía desarmado y que era, al parecer, un lothariano, porque su piel era blanca y su cabello oscuro.

Se aproximó al heliumita sin dar muestras de miedo, y cuando estuvo a su lado gritó el alegre ¡kaor! barsomiano de salutación. — ¿Quién eres? —preguntó Carthoris.

—Yo soy Kar Komak, general de los arqueros —replicó el otro—. Me ha sucedido una cosa extraña. Durante siglos Tario ha estado dándome la existencia a medida que necesitaba los servicios del ejército que producía con su mente. De todos los arqueros, Kar Komak ha sido el más frecuentemente materializado. Durante muy largo tiempo Tario ha estado concentrando su mente en mi materialización permanente. Ha sido en él una obsesión el que algún día el producto de su mente llegase a ser una realidad y que la suerte futura de Lothar quedase asegurada. Él aseguraba que sólo en la imaginación humana existía la materia, que todo era mental, y así, creía que persistiendo en su sugestión podría llegar a hacer de mí una sugestión permanente en las mentes de todos los demás.

Ayer lo logró; pero ¡en qué momento!… Debe haber sucedido todo sin su conocimiento, lo mismo que me ha sucedido a mí cuando, con mi horda de vociferantes arqueros, perseguí a los torquasianos que huían hasta sus llanuras de color de ocre. Cuando sobrevino la noche y llegó el momento de que volviésemos a disiparnos en el aire, me encontré, de repente, solo, al borde de la gran llanura que se extiende, allá lejos, al pie de los pequeños cerros. Mis hombres habían vuelto a la nada, de la que habían salido; pero yo había seguido existiendo, desnudo y desarmado.

Al principio no pude comprenderlo; pero al fin caí en la cuenta de lo que había ocurrido. Las largas sugestiones de Tario habían al fin prevalecido, y Kar Komak se había convertido en una realidad del mundo humano; pero mi coraza y mis armas se habían desvanecido con mis compañeros, dejándome desnudo y desarmado en un país hostil, lejos de Lothar.

—¿Quieres volver a Lothar? —preguntó Carthoris.

—¡No!… —replicó Kar Komak vivamente—. No tengo ningún afecto por Tario. Siendo creación de su mente, le conozco demasiado bien. Es cruel y tiránico, un amo a quien no deseo servir. Ahora que ha conseguido realizar mi materialización permanente, será intolerable y querrá continuar su labor hasta que haya llenado Lothar con sus criaturas. Me extrañaría que hubiese tenido tan buen éxito con la doncella de Lothar.

—Yo creía que allí no había mujeres —dijo Carthoris.

—En una habitación oculta del palacio de Tario —replicó Kar Komak— el jeddak ha sostenido la imagen falsa de una hermosa joven, esperando que algún día llegase a ser permanente. La he visto allí. ¡Es maravillosa! Pero, en cuanto a ella no creo que Tario obtenga tan buen resultado como ha logrado conmigo. Ahora, hombre rojo, te he hablado de mí mismo. ¿Y tú?

A Carthoris le agradaban la apariencia y las maneras del arquero. En su expresión no había habido señal alguna de duda o de miedo cuando se había aproximado al heliumita armado de pesadas armas y había hablado sin vacilación y sin rodeos.

Así, el príncipe de Helium le contó al arquero de Lothar quién era y qué aventura le había llevado a aquel lejano país.

—¡Bien! —exclamó el otro cuando aquél hubo terminado—. Kar Komak te acompañará. Juntos encontraremos a la princesa de Ptarth, y junto a ti Kar Komak volverá al mundo de los hombres, un mundo tal como el que él conoció en el remoto pasado, cuando los barcos del poderoso Lothar surcaban el enfurecido Throxus y las rugientes olas azotaban la barrera de aquellas pintorescas y agrestes colinas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Carthoris—. ¿Has tenido, en realidad, una existencia anterior y real?

—Sin duda alguna —le replicó Kar Komak—. En mis día, mandé la flota de Lothar, la más poderosa de cuantas surcaban los cinco mares salados. Para cuantos hombres vivían en Barsoom, el nombre de Kar Komak era conocido y respetado. Pacíficas eran en aquellos lejanos días las razas de la tierra; sólo los navegantes eran guerreros; pero ahora la gloria del pasado está marchita, y hasta que te he encontrado pensé que no quedaba en Barsoom una sola persona semejante a nosotros que viviese, amase y luchase como lo hacían los antiguos navegantes de mi tiempo. ¡Ah! Pero sería hermoso volver a ver hombres_, v 'daderos hombres. Nunca tuve mucho respeto a los hombres de tierra de mis días. Permanecían en sus ciudades amuralladas, gastando su tiempo en juegos, dependiendo, en lo que respecta a su protección, por completo de la raza marina. Y las pobres criaturas que quedaron, los Tartos y los Taos de Lothar, son aún peores que sus antiguos predecesores.

Carthoris dudaba un tanto de la conveniencia de permitir al extranjero que le acompañase. Quedaba siempre la posibilidad de que sólo fuese la esencia de alguna estratagema hipnótica que Tario o Jav intentasen realizar sobre el heliumita, y, sin embargo, tan sinceras habían sido las maneras y las palabras del arquero, y tan sincero parecía él mismo, que Carthoris no pudo dudar de él.

El resultado fue que accedió a que el desnudo jefe le acompañase, y juntos se pusieron en marcha tras las huellas de Thuvia y de Komal.

El rastro conducía al fondo marino de color de ocre. Allí desaparecía, tal y como Carthoris había supuesto; pero en el lugar por el cual había entrado en la llanura su dirección había sido la de Aaanthor, y así hacia aquel lugar se dirigieron ambos.

Fue un largo y tedioso viaje, lleno de peligros. El arquero no podía caminar al paso de Carthoris, cuyos músculos le llevaban con gran rapidez sobre la superficie del pequeño planeta, cuya fuerza de gravedad ejerce una fuerza mucho menor que la de la Tierra. Setenta kilómetros diarios son un promedio muy notable para un barsomiano; pero el hijo de John Cárter hubiera podido con facilidad haber hecho un centenar y medio de kilómetros, o aún más, si se hubiese decidido a abandonar a su reciente compañero.

Durante todo el camino estuvieron en constante peligro de ser descubiertos por las patrullas de torquasianos que merodeaban por aquellos lugares, y el riesgo fue aún mayor antes de llegar a la frontera de Torquas.

La suerte, sin embargo, los acompañó y aunque vieron dos destacamentos de los salvajes verdes, no fueron descubiertos. Y así llegaron, en la mañana del tercer día, a la vista de las relucientes cúpulas del distante Aaanthor. Durante el viaje, Carthoris había esforzado siempre sus ojos, mirando hacia adelante y a lo lejos, a fin de descubrir a Thuvia y al gran banth; pero hasta ahora no había visto nada que le diese la menor esperanza.

Esa mañana, muy a lo lejos, a medio camino entre ellos y Aaanthor, vieron dos pequeñas figuras que se movían en dirección a la ciudad. Durante un momento las observaron con ansiedad. Luego Carthoris, convencido, reanudó la marcha a un paso más rápido, siguiéndole Kar Komak todo lo de prisa que le era posible.

El heliumita gritaba a fin de llamar la atención de la joven, y en este momento sus esfuerzos fueron premiados al verla volverse y detenerse mirando hacia él. A su lado el gran banth permanecía quieto, con las orejas tiesas, mirando al hombre que se aproximaba.

Aún no había podido Thuvia de Ptarth reconocer a Carthoris, aunque debería estar convencida de que era él, porque le aguardaba allí sin dar señales de temor.

Ahora él la veía señalar hacia el Nordeste, más allá de donde él se encontraba. Sin aflojar el paso, volvió sus ojos hacia donde ella señalaba.

Corriendo silenciosamente sobre la espesa vegetación, a medio kilómetros detrás venía una veintena de fieros guerreros verdes, cargando sobre él montados en sus poderosos thoats.

A su derecha estaba Kar Komak, desnudo y desarmado, pero corriendo valientemente hacia Carthoris y gritando un aviso como si él también acabase de descubrir a la silenciosa y amenazadora patrulla que avanzaba tan rápidamente con las lanzas tendidas y sus largas espadas dispuestas para combate.

Carthoris gritó al lothariano, avisándole para que se retirase, porque sabía que no podía hacer otra cosa que sacrificar inútilmente su vida poniéndose, completamente desarmado, en el camino de los crueles y furiosos salvajes.

Pero Kar Komak no vacilaba nunca. Con gritos de aliento a su nuevo amigo, se adelantó apresuradamente hacia el príncipe de Helium. El corazón del hombre rojo se aligeró en reconocimiento de aquella prueba de valor y de sacrificio. Sintió no haber pensado en dar a Kar Komak una de sus espadas; pero era demasiado tarde para intentarlo, porque si esperaba que el lothariano le alcanzase, o si retrocedía para unirse a él, los torquasianos alcanzarían a Thuvia de Ptarth antes de que él pudiera hacerlo.

Aun actuando como se proponía, sería dudoso quién llegaría primero hasta ella.

Una vez más volvió su rostro hacia la joven, y en ese momento, por el camino de Aaanthor, vio otra patrulla que se dirigía apresuradamente hacia ellos: dos naves aéreas de guerra de mediano tamaño, y aun a la distancia a que estaban de él podía ver la divisa de Dusar en sus proas.

Ciertamente que ahora parecía haber poca esperanza para Thuvia de Ptarth. Con los salvajes guerreros de las hordas de Torquas cargando hacia ella, por un lado, y los no menos implacables enemi os, en forma de los hombres de Astok, príncipe de Dusar, N sobre ella por otro, mientras sólo un banth, un guerrero rojo y un arquero desarmado podían defenderla, su causa carecía de esperanzas, y si ya estaba perdida antes, lo estaba ahora aún más si cabía.

Cuando Thuvia vio que Carthoris se aproximaba, volvió a sentir aquella inexpresable sensación de completo alivio, de responsabilidad y temor que había experimentado en una ocasión anterior. Y no podía explicárselo, en tanto que su cabeza intentaba aún convencer a su corazón de que el príncipe de Helium había tenido parte en su rapto de la corte de su padre. Sólo sabía que se sentía alegre cuando él estaba a su lado, y que con él allí todo le parecía posible, aun cosas tan imposibles como escapar de su situación actual.

En ese momento, él se detuvo jadeante ante ella. Una alegre sonrisa de aliento iluminaba su rostro.

—¡Valor, mi princesa! —susurró.

Por la memoria de la doncella cruzó como un relámpago la ocasión en que él había empleado aquellas mismas palabras, en el salón del trono de Tario de Lothar, cuando habían comenzado a deslizarse por el embudo de mármol que formaba el suelo que iba hundiéndose hacia un destino desconocido.

Entonces ella no le había reprendido por el empleo de aquel saludo tan familiar, ni le reprendía ahora, aunque estaba prometida a otro. Se asombraba de sí misma, sonrojándose de su propia torpeza, porque en Barsoom es vergonzoso para una mujer el escuchar aquellas dos palabras de otro que no sea su marido o su prometido.

Carthoris vio su sonrojo, y al instante se arrepintió de sus palabras. Sólo pasaría un momento antes de que los guerreros verdes cayeran sobre ellos.

—¡Perdóname! —dijo en voz baja—. Que mi excusa sea mi gran amor y el convencimiento de que sólo me queda un momento de vida.

Y, después de estas palabras, se volvió para hacer frente al más próximo de los guerreros verdes.

Éste cargaba con su lanza tendida; pero Carthoris saltó a un lado, y cuando el gran thoat y su jinete pasaron sin causar daño por su lado, Carthoris blandió su larga espada con un poderoso tajo que hendió en dos el cuerpo verde.

En el mismo momento, Kar Komak saltaba, apresando con sus manos desnudas una de las piernas de otro de los corpulentos jinetes; el grueso de la horda huyó a lugar más seguro, desmontando para manejar mejor sus armas favoritas: las espadas largas. Los aparatos aéreos dusarianos tocaron la suave alfombra del fondo submarino, cubierto de vegetación ocre, expulsando de su interior a cincuenta guerreros, y al revuelto mar de espadas cortantes y contundentes saltó Komal, el gran banth.

CAPÍTULO XI

Hombres Verdes y Monos Blancos

Una espada torquasiana cruzó la frente de Carthoris. Experimentó la visión fugaz de unos brazos suaves alrededor de su cuello y de unos labios cálidos juntándose con los suyos, antes de perder el conocimiento.

No pudo calcular cuánto tiempo estuvo allí sin sentido; pero cuando volvió a abrir los ojos se encontró solo y rodeado únicamente de varios cadáveres de guerreros verdes y de dusarianos y del cadáver de un gran banth que yacía casi sobre el mismo cuerpo de Carthoris.

Thuvia ya no estaba allí, y el cuerpo de Kar Komak no estaba entre los muertos.

Débil por la pérdida de sangre, Carthoris emprendió lentamente su camino hacia Aaanthor, llegando a sus alrededores al anochecer.

Necesitaba, sobre todo, agua, y así, continuó caminando hasta llegar a una amplia avenida que conducía a la gran plaza central, donde sabía que encontraría el precioso líquido, en un edificio medio arruinado, frente al gran palacio del antiguo jeddak que, en otro tiempo, había gobernado aquella poderosa ciudad.

Descorazonado por el extraño giro de los acontecimientos, que parecían dispuestos de antemano para abortar su intento de servir a la princesa de Ptarth, concedió poca o ninguna atención a cuanto le rodeaba, caminando a través de la desierta ciudad, como si ningún gran mono blanco acechase en las negras sombras de los edificios misteriosos que flanqueaban las anchas avenidas y la gran plaza.

Pero si Carthoris no se cuidaba de las cosas que le rodeaban, no era el mismo el caso de otros ojos que observaban su entrada en la plaza y que seguían sus lentos pasos hacia el edificio de mármol que contenía el pequeño y medio cegado manantial, cuya agua podía solamente obtenerse haciendo un profundo agujero en la arena roja que lo cubría. Y cuando el heliumita entró en el pequeño edificio, una docena de corpulentas y grotescas figuras surgió del portal del palacio y se dirigió, apresurada y silenciosamente, a través de la plaza, hacia él.

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