Read Thuvia, Doncella de Marte Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (13 page)

Jav fue un hombre nuevo en el momento en que sus batallones estuvieron entre él y Tario. Casi se podría haber jurado que aquel hombre creía que aquellas criaturas de su extraño poder hipnótico eran seres reales de carne y hueso.

Con roncos gritos bélicos cargaron sobe los arqueros de Tario. Las barbadas flechas volaron rápidas y numerosas. Los hombres caían, y el suelo quedaba teñido de sangre.

Carthoris y Thuvia discernían con dificultad la realidad de todo aquello con su conocimiento de la verdad. Veían salir por la puerta compañía tras compañía, en perfecto orden a reforzar a la menguada fuerza que Tario había enviado primeramente para detenerlos.

Veían cómo crecían las fuerzas de Jav en la medida correspondiente, hasta que todo a su alrededor quedó convertido en campo de batalla cubierto de vociferantes guerreros y los muertos yacían amontonados por todas partes.

Jav y Tario parecían haber olvidado todo lo que no fuese la creación de sus arqueros luchadores, que surgían por todas partes, llenando el ancho campo que se extendía entre la selva y la ciudad.

El bosque comenzaba a muy poca distancia detrás de Thuvia y Carthoris. Este último dirigió una mirada a Jav.

—¡Ven! —susurró a la joven—. Que luchen ellos su batalla imaginaria; evidentemente, ninguno de ellos puede herir al otro. Son como dos controversistas lanzándose recíprocamente insultos. Mientras ellos luchan, nosotros podemos emplear nuestras energías en procurar encontrar el paso que, a través de las montañas, conduce a la llanura que se extiende al otro lado.

Mientras así hablaba, Jav, volviendo por un instante de el lugar de la lucha, escuchó sus palabras. Vio a la joven caminar en compañía del heliumita. Una mirada de astucia brilló en los ojos del lothariano. Lo que había detrás de aquella mirada había penetrado profundamente en su corazón desde que por primera vez había visto a Thuvia de Ptarth. Él, sin embargo, no lo había reconocido hasta ahora, que parecía que la joven estaba a punto de separarse de él para siempre.

Él concentró sus pensamientos por un instante sobre el heliumita y su compañera. Carthoris vio que Thuvia se adelantaba con la mano tendida. Se sorprendió de ello, y muy cordialmente acercó sus dedos a los de ella, y juntos se separaron del olvidado Lothar, se internaron en el bosque y dirigieron sus pasos hacia las distantes montañas.

Cuando el lothariano había vuelto hacia ellos, Thuvia se había sorprendido de oír a Carthoris comunicarle de repente un plan nuevo.

—Quedaos aquí con Jav —le había oído decir—, mientras que voy a buscar el paso entre las montañas.

Ella había retrocedido con sorpresa y perplejidad, porque sabía que no había razón para que no le acompañase. Ciertamente, hubiera estado más segura con él que quedándose allí sola con el lothariano.

Y Jav miró a ambos y sonrió con astucia.

Cuando Carthoris hubo desaparecido dentro del bosque, Thuvia, se sentó apáticamente sobre el césped escarlata para contemplar la aparentemente interminable lucha de los arqueros.

Transcurría monótonamente la interminable tarde, y la oscuridad se aproximaba, y todavía las legiones imaginarias cargaban y se retiraban alternativamente. Iba a ponerse el sol, cuando Tario comenzó a retirar sus tropas lentamente hacia la ciudad.

Su plan de suspensión de las hostilidades durante la noche tuvo, evidentemente, la plena aprobación de Jav, porque hizo que sus fuerzas se formasen en ordenadas compañías y marchasen hasta llegar precisamente al lado interior del lindero del bosque, donde se entregaron rápida y activamente a la preparación de su cena, y extendiendo en tierra las sedas y las pieles que empleaban para dormir sobre ellas, se dispusieron a pasar la noche.

Thuvia apenas podía reprimir una sonrisa al ver el escrupuloso cuidado con que los hombres imaginarios de Jav atendían a cada pequeño detalle de preparación, como si en realidad hubieran sido verdaderos hombres de carne y hueso.

Entre el campo y la ciudad habían colocado centinelas. Los oficiales se movían de un lado a otro, dando órdenes y viendo si se cumplían debidamente. Thuvia se volvió hacia Jav.

—¿Por qué —preguntó— observas tan cuidadosa minuciosidad en los detalles de tus criaturas, cuando Tario sabe tan perfectamente como tú que no son sino productos de tu mente? ¿Por qué no permitirles sencillamente que se disuelvan en el aire hasta que vuelvas a necesitar sus fútiles servicios?

—No los comprenderías —replicó Jav—. Mientras existen, son reales. Ahora no hago otra cosa que llamarles a la existencia y, en cierto modo, dirigir sus acciones generales. Pero después, hasta que los haga desaparecer, son tan efectivos como tú o como yo. Sus oficiales les dan órdenes bajo mi dirección. Yo soy el general; eso es todo. Y el efecto psicológico sobre el enemigo es mucho mayor que si yo les tratase como a sencillos seres insustanciales.

También —continuó el lothariano— existe siempre la esperanza, que para nosotros es casi una creencia, de que —algún día esas materializaciones lleguen a ser reales; de que queden algunos de ellos, después de haberse disipado sus compañeros, y de que sí habremos descubierto un medio de perpetuar nuestra raza moribunda. Ya hay algunos que pretenden haber llevado a cabo tal obra. Se supone, generalmente, que entre los eterealistas los hay que han conseguido materializaciones permanentes. Hasta se dice que Tario es una de éstas; pero eso no puede ser, porque él existía antes de que nosotros hubiéramos descubierto las plenas posibilidades de la sugestión.

Hay entre nosotros algunos que insisten en que ninguno de nosotros tiene existencia real; en que nosotros no hubiéramos podido existir, durante tantos siglos, sin alimento material y sin agua, si nosotros mismos hubiéramos sido materiales. Aunque yo soy realista, yo mismo me inclino más bien a esa creencia. Parece ser cierto, y posee una base importante, que nuestros antiguos antepasados desarrollaron, antes de su extinción. Unas mentes tan maravillosas, que algunos de los espíritus más fuertes entre ellos han vivido después de la muerte de sus cuerpos; que nosotros no somos sino los espíritus inmortales de individuos muertos hace mucho tiempo.

Parecería posible. y, sin embargo, en cuanto a mí se refiere, tengo todos los atributos de la existencia corporal. ¡Yo como, yo duermo —se detuvo, lanzando una significativa mirada a la joven—. Yo amo!

Thuvia no pudo equivocarse en el significado patente de sus palabras y de su expresión. Se separó con un ligero ademán de disgusto, el cual no pasó inadvertido para el lothariano.

El se aproximó a ella y cogió su brazo.

—¿Por qué no, Thuvia? —exclamó—. ¿Quién más honorable que el segundo de la raza más antigua del mundo? ¿Tu heliumita? Ha partido. Te ha abandonado a tu suerte para salvarse él mismo. ¡Ven, sé de Jav!

Thuvia de Ptarth se levantó y se irguió completamente, volviendo la espalda al hombre, con su altiva barbilla levantada, con una mueca despectiva en sus labios.

—¡Mientes!… —dijo tranquilamente—. El heliumita conoce aún menos la deslealtad que el miedo, y desconoce tanto esto último como las criaturas que aún no han salido del cascarón.

—Entonces, ¿dónde está? —dijo insultantemente el lothariano—. Te digo que ha huido. Te ha abandonado a tu suerte. Pero Jav procurará que sea una suerte agradable. Mañana regresaremos a Lothar, a la cabeza de mi ejército victorioso, y yo seré jeddak, y tu serás mi consorte. ¡Ven!

Y él intentó abrazarla.

La joven luchó para libertarse, golpeando al hombre con sus brazaletes de metal. Sin embargo, él siguió intentando atraerla hacia sí, hasta que ambos se sintieron repentinamente sobresaltados por un horrible rugido que resonó desde el oscuro bosque que tenían a sus espaldas.

CAPÍTULO X

Kar Komak, el arquero

Cuando Carthoris se dirigió, a través del bosque, hacia las distantes montañas, con las manos de Thuvia aún fuertemente entrelazadas con las suyas, le extrañó algo el prolongado silencio de la joven; sin embargo, el contacto de la fría palma de su mano era tan agradable, que temió romper con sus palabras el encanto de su reciente enlace.

Avanzaron por el oscuro bosque hasta que las sombras de la noche marciana, que camina rápidamente, comenzaron a rodearles. Entonces Carthoris volvió a dirigir la palabra a la joven, que caminaba a su lado. Debían hacer juntos sus planes para el futuro. El pensaba inicialmente pasar a través de las montañas si podían hallar el paso, y estaba completamente seguro de que ahora se hallaban próximos al mismo; pero quería que ella aprobase su decisión.

Cuando sus ojos se posaban sobre la doncella, quedó sorprendido de su extraña apariencia etérea. Parecía que de repente se había disuelto en la sustancia tenue de un sueño, y, al seguir contemplándola, se disipó poco a poco ante su vista.

Por un instante se quedó mudo de sorpresa, y luego toda la verdad cruzó, con la rapidez del rayo, por su mente. ¡Jav le había hecho creer que Thuvia le acompañaba por el bosque, en tanto que en realidad había retenido a la joven a su lado!

Carthoris quedó horrorizado. Se maldijo a sí mismo por su estupidez, y, sin embargo, reconocía que el diabólico poder que el lothariano había invocado para confundirle hubiera engañado a cualquiera.

Apenas hubo comprobado la verdad, se había apresurado a desandar el camino hacia Lothar; pero ahora caminaba muy rápidamente; la constitución terrenal que había heredado de su padre hacía que avanzara rápidamente sobre la suave alfombra de hojas caídas y exuberante césped.

La brillante luz de Thuvia aún brillaba sobre la llanura que se extendía ante la ciudad amurallada de Lothar, cuando Carthoris salió del bosque opuesto a la gran puerta que había dado salida a los fugitivos de la ciudad en las primeras horas de aquel día. Al principio no vio por ninguna parte señales de que hubiese nadie más que él en aquellos lugares. La llanura estaba desierta. Ninguna miríada de,arqueros acampaba ahora debajo de la colgante verdura de los árboles gigantescos. Ningún montón sangriento de torturados muertos desfigu aba la belleza del césped escarlata. Todo era silencio. Todo era paz.

El heliumita se detuvo un instante en el linder del bosque y siguió caminando a través de la llanura hacia la ciudad, cuando súbitamente vislumbró una forma confusa sobre el césped que~tenía a sus pies.

Era el cuerpo de un hombre que yacía algo incorporado. Carthoris le dio vuelta, colocándole sobre su espalda. Era Jav; pero tan destrozado y magullado, que casi no podía reconocérsele.

El príncipe se inclinó para ver si aún había en él un soplo de vida. y, al hacerlo así, los párpados se abrieron, y los ojos, turbios y con expresión de sufrimiento, se elevaron también para mirar a los suyos.

—¡La princesa de Ptarth! —exclamó Carthoris—. ¿Dónde está? Contestadme, hombre, o completo la obra que otro ha iniciado tan bien.

—Komal —murmuró Jav—. El ha saltado sobre mí… Y me hubiera devorado, si no hubiera sido por la joven. Luego se fueron juntos al bosque, la muchacha y el gran banth. Los dedos de ella jugueteaban con la parda melena del animal.

—¿Por dónde han ido? —preguntó Carthoris.

—Por allí —replicó Jav con voz débil—, hacia el paso por entre las montañas.

El príncipe de Helium no aguardó a oír más, y, poniéndose en pie, volvió a dirigirse a la carrera hacia el bosque.

Era ya de día cuando llegó a la boca del lóbrego túnel que debía conducirle al otro lado de aquel valle de fantásticos recuerdos y de extrañas influencias hipnóticas y amenazas.

En el largo y lóbrego pasaje no encontró ningún accidente u obstáculo, llegando, al fin, a la luz del día del otro lado de las montañas y no muy lejos del límite sur de los dominios de los torquasianos, a no más de ciento cincuenta haads de distancia.

Desde la frontera de Torquas a la ciudad de Aaanthor hay una distancia de unos doscientos haads, de modo que el heliumita tenía ante sí un viaje de más de doscientos kilómetros terrestres entre él y Aaanthor.

Podía, en el mejor de los casos, tan sólo aventurar que Thuvia hubiese huido hacia Aaanthor. Ahí estaba el lugar más cercano provisto de agua, y podía esperar que llegase algún día a aquel lugar un destacamento procedente del imperio de su padre para rescatar a la joven, porque Carthoris conocía bastante a Thuvan Dhin para saber que intentaría todos los medios hasta que hubiese descubierto la verdad de lo que había ocurrido en el asunto del rapto de su hija y supiese cuanto pudiera saberse respecto de su paradero.

Comprendía, además, que el engaño que había hecho que recayese sobre él la sospecha diferiría por completo de la verdad que había salido a la luz; pero estaba muy lejos de sospechar las grandes proporciones que habían adquirido ya las consecuencias de la villanía de Astok de Dusar.

En el momento en que salía de la boca del pasaje para mirar entre las faldas de las colinas, en dirección a Aaanthor, una flota de guerra de Ptarth se cernía majestuosamente en el aire y tomaba con lentitud su camino hacia las ciudades gemelas de Helium, mientras que desde el muy distante Kaol avanzaba rápidamente otra poderosa armada para unir sus fuerzas con las de su aliada.

No sabía que, en vista de la circunstancial evidencia que le acusaba, hasta su propio pueblo había empezado a sospechar que él podía haber raptado a la princesa ptarthiana.

Ignoraba los medios que habían empleado los dusarianos para romper la amistad y la alianza que existía entre las tres grandes potencias del hemisferio oriental: Helium, Ptarth y Kaol.

Desconocía cómo los emisarios dusarianos habían conseguido importantes puestos en las embajadas extranjeras de las tres grandes naciones, y cómo, por medio de ellos, los mensajes entre los jeddaks de las mismas eran alterados y tergiversados, hasta que la paciencia y el orgullo de los tres gobernantes y antiguos amigos no pudieron sufrir por más tiempo las humillaciones e insultos contenidos en aquellos documentos falsificados.

Y tampoco sabía cómo aún, al fin, John Carter, Señor de la Guerra de Marte, había prohibido que el jeddak de Helium declarase la guerra a Ptarth o a Kaol, a causa de una implícita creencia en su hijo, por que todo se explicaría satisfactoriamente.

Y ahora dos grandes flotas se dirigían a Helium, mientras que los espías dusarianos en la corte de Tardos Mors procuraban que las ciudades gemelas siguiesen ignorando el peligro que corrían.

Thuvan Dhin había declarado la guerra; pero el mensajero que había sido despachado con la proclamación había sido un dusariano, que había procurado que ni la menor noticia que pudiera prevenir a las ciudades gemelas de la aproximación de una flota hostil llegase a su destino.

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