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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (74 page)

—Un día, diez, otros cinco, ¿cuántos han pasado desde esa noche en que el fantasma me ofreció su corazón y yo le ofrecí mi deseo?

No lo sabía, y ésa era la ventaja del mundo nuevo: él sí conocía todos mis pasos sobre su faz, aun los que yo, en verdad, nunca olvidaría porque jamás los recordaría. Pero si ésta era mi debilidad, quizás la del mundo nuevo sería tener que cargar con toda la memoria y con toda la responsabilidad de mis actos. Mucho o poco, pero algo, Señor, hice entre aquella noche y este amanecer. Mas si esto soñaba, el consuelo de mi razón me decía: —Ayer, ayer apenas, escapaste del pozo de la muerte, después de una noche de trabajos y vigilias sobrehumanos; fuiste conducido a la pirámide del príncipe gordo; rechazaste el poder y la gloria del pavo enjoyado; dejaste atrás de ti la llanura calcárea; caminaste por los bosques de altos y esbeltos árboles; encontraste al fantasma: tu doble oscuro. Has debido dormir profundamente, como nunca has dormido en tu vida. No hay cuerpo, por joven que sea, que aguante tanto. Tan hondo ha sido tu sueño, que te parece el más largo de tu vida; no, más: te parece más largo que tu vida. La verdad es que te dormiste anoche y despertaste hoy. Es todo.

Mis ojos desmintieron a mi razón. Desperté súbitamente, anhelante, con la respiración cortada, como se despierta de las pesadillas, y miré un paisaje transformado. Nada aquí recordaba los parajes calientes y floridos de la costa. Hacía frío, y mal me cubrían mis rasgadas ropas. Era difícil respirar; el aire era delgado y fugitivo. La suntuosa vegetación del mundo nuevo había muerto, y en su lugar una no menos suntuosa desolación reinaba. Un paisaje de rocas me rodeaba; piedra amarilla y roja, tumultuaria, a la vez simétrica y caprichosa en sus desnudas formas de cuchilla y sierra, altar y mesa, cúmulo y constelación de piedra quebrada, alta, lisa, filosa; catedrales de escarpada roca por cuyos resquicios aparecían torcidos matorrales y grises árboles enanos; roca coronada por inmensos candelabros de verde espina, nunca vistos por ojo de hombre, semejantes a los órganos eclesiásticos, altos y secos y armados para defenderse del tacto ajeno, aunque, ¿quién se atrevería a tocar tan prohibida planta, reina de este desierto pétreo, que con sayal de púas anunciaba su majestuoso deseo de vivir aislada sobre su estéril dominio: planta ermitaña, estilita de sí misma: a un tiempo, muy cristiano Señor que me escuchas, columna y penitente?

Al pie de esta montaña rocosa se extendía un valle de polvo, tan inquieto y silencioso que al principio no advertí vida alguna en su contorno, salvo la de los velos de seca y blanca tierra arremolinada, veloz y enemiga: soplaba un viento helado; el viento rasgó los velos polvorientos; frente a mí, frente a mi lecho de rocas, se levantaba el volcán. Había llegado. Di gracias. Aquí me dio cita mi amante. Miré alrededor y cerca de mi cuerpo. A mis pies estaba el hilo de la araña.

Lo recogí, jubiloso. Descendí con él de mi áspero nido. Dejé de pensar si había pasado mucho tiempo o poco entre mi anterior recuerdo y esta nueva mañana, entre mi paso por las ardientes costas y mi llegada a esta fría comarca. Bajé al llano guiado por la araña y tomado a su hilo me abrí paso entre el inquieto polvo del llano y como él, me sentí aplastado por la cercanía del cielo y del sol, que en esta altura estaban a la mano, y distantes los recordaba en la costa. No entendía: terrible era el calor en las playas que primero pisé en el mundo nuevo, y entonces pensé que en lugar alguno ardía tan cerca de nuestra piel el fogón del sol. Ahora, lo recordé alto y lejano en la costa y el río y la selva; y en este llano de roca y polvo vecino al volcán, su mitigado fuego y su proximidad eran uno. Hostia transparente, menos ardía el sol mientras más cerca de él me encontraba. Eso supe, con asombro de mi cuerpo, en ese instante. Descubrí, al avanzar, que el polvo también era humo.

Con una mano me dejaba guiar por la araña. Con la otra, aparté ese polvo y ese humo hermanados que me impedían ver y respirar. Adelanté la mano, Señor, como hacen los ciegos, aun cuando destrón les conduce. Y mi mano desapareció en esa espesa niebla. Y mis dedos tocaron otros cuerpos, una veloz fila de cuerpos humanos que caminaban ocultos por el polvo y el humo de este amanecer silencioso al pie del volcán. Silencios. Pies. Retiré mi mano adolorida por el temor y con ella me toqué el pecho, el rostro, el sexo, pues quería asegurarme de mi propia existencia; y sólo al saberme presente y vivo, comencé a distanciar mis sensaciones de la realidad; y la realidad se insinuaba. Señor, con tal astucia, que me hacía creer que mis sensaciones la realidad eran. Mas si yo me decía que había llegado a un mundo de polvo, la realidad era que el polvo era humo; y si creía estar rodeado de silencio, malicia era ésta de la realidad rumorosa en el llano al pie del volcán.

Pies sobre el polvo. Pies entre el humo. Pies que bailaban en silén— cio. Pies cuyo compás no les era propio, sino marcado por un ritmo ajeno a ellos y que a ellos se imponía. La araña me guiaba con su hilo plateado. A él asido, perdí el temor del humo, el polvo y la danza silenciosa que me rodeaban. Y al perderlo, supe una vez más que distancia es miedo y cercanía afecto; empecé a distinguir esa música insistente, monótona, terciada, que daba su pauta a los silentes pies de los danzantes; tambor y sonaja, me dije, sonaja y tambor, nada más, pero con una persistencia y una voluntad de fiesta, de celebración, de rito, que convertían su ritmo en la encarnación misma de este tiempo y este espacio: la hora y el lugar que ambos, ellos, los danzantes y los músicos, y yo, el peregrino en estas tierras, vivíamos, aquí y ahora. Nada, sino la danza silenciosa al compás del constante tambor y la constante sonaja, cabía en la realidad de este llano invisible, que tomó por velo al polvo y por cofia al humo. Ved así, Señor, cómo nos engañan nuestros sentidos, y cómo creemos descubrir el todo por sus partes, sin imaginar cuán grandes universos pueden esconderse detrás del ritmo de un atabal y un cascabel.

Caminé entre los danzantes silenciosos y ocultos de esta nueva mañana mía en el mundo nuevo, la tercera del tiempo que aquí me sería acordado. Sentí la cercanía de los cuerpos; a veces mis manos rozaron hombros y cabezas; a veces plumas y listones de papel y sogas tocaron mi pecho y mis piernas, pero rápidamente se alejaron de mi tacto, como si lo temiesen. Mis pies desnudos sólo una vasta extensión de polvo conocieron, y por ello fue tan inesperado el súbito contacto de mis plantas con la piedra: un cambio de elemento, un paso como del agua al fuego, pues líquido era el polvo y ardiente la piedra. Y la piedra, Señor, ascendía. Imaginé por un momento que la araña me había conducido alrededor de un infinito círculo escondido y que ahora me devolvía a la roca donde hoy amanecí. Mis plantas, instintivamente, se contrajeron para defenderse de los ásperos pedruscos y los violentos abrojos de la montaña. Encontraron, en cambio, (‘1 ángulo recto y la superficie lisa de la piedra labrada.

Ascendí. La piedra era roca escalonada. Empecé a contar los peldaños a medida que subía y el silencio de la danza se acentuaba y el acompañamiento de atabal y sonaja se alejaba y las brumas gemelas de polvo y humo se disipaban. Treinta y tres escalones conté, Señor, ni más ni menos, y al pisar el último busqué, como es natural, el siguiente; y al no encontrarlo, al pisar aire, sentí mi ánimo confuso, busqué auxilio arriba de mí y levanté la mirada que hasta ese momento era cautiva del suelo. Decaen nuestros sentidos: nos aferramos a los pies y a la tierra. Crecen: pies y tierra olvidamos, y volvemos a alargar las manos hacia el cielo. Detrás del alto sitio a donde había llegado, el gran cono blanco reposaba, brillante, sobre una inmóvil carroza de nubes blancas. Y debajo de ellas las faldas de la gran montana eran como un negro escudo de ceniza y roca que protegía la purísima corona de hielo, refulgente campo de diminutas estrellas, blanco mar de arenas congeladas en el cielo.

Las brumas de la tierra se rasgaron y huyeron, cada vez más chatas, sobre la sedienta, faz de este desierto. Desde mi sitio de altura, miré la fuga de los jirones de polvo, miré la multitud de hombres, mujeres y niños allí reunida, vi que los hombres bailaban en círculos al ritmo del tambor y la sonaja, y que los niños esperaban inmóviles y que las mujeres se ocupaban, acuclilladas, de vaciar líquidos y guisar liebres desolladas y palmear la masa del pan de la tierra, y envolverlo en majorcas que luego eran recalentadas y rociadas de rojos polvillos sobre los braseros y fumar los canutos de humo, como la anciana madre de la limpia choza que una noche me acogió. Y haces de junco había allí, y lechos de heno, y piedras como muelas, y hatos de sogas. Vi las gradas, flanqueadas de humeantes pebeteros, por las cuales yo acababa de ascender, y hombres con altos penachos y orejeras de oro en forma de lagartija sentados en los escaños, y guardando enormes conchas mariscos entre sus piernas. Vi la empinada escalinata de piedra que me había permitido llegar a esta cima, gemela de la del volcán, como hermanados andaban el humo y el polvo, y el fantasma y yo. Horizontal fraternidad esta de los elementos incorpóreos; vertical la del volcán frente a mis ojos y la pirámide que reproducía su estructura cónica y rogativa. En el llano horizontal, ellos. En la cuna vertical, nosotros.

Empleé para mí el plural antes de saberme acompañado en la alta plataforma del templo. Solo, en el llano, me sentí numeroso. Acompañado, en la pirámide, me sentí solo. Volví a buscar la certeza del suelo que pisaba. La planta de mi pie izquierdo reposaba sobre* la dura piedra de este templo; mi pie derecho plantábase dentro de un blanco montículo de harina o de arena, que una de las dos cosas parecióme al ver mi pie hundido en esa materia extraña, retirarlo con prisa y contemplar la huella de mi planta, el signo de mi paso, allí impreso.

Y si antes la bruma cegóme, ahora el rumor me ensordeció. Tambores se unieron al tambor, sonajas a las sonajas, y pífanos y cascabeles y flautas semejantes a los que yo había escuchado en los otros dos templos por mí conocidos: el de la selva y el del pozo; y al escucharlos me resigné: el destino se saludaba a sí mismo en estos grandes teatros de piedra del nuevo mundo; aquí tenían lugar las representaciones definitivas, al aire libre, cerca del sol dador de vida; y las pirámides eran manos de piedra levantadas para tocar el sol, anhelantes dedos, mudas plegarias. Por sobre todos los rumores reinaba uno, similar también al gemido de la bestia moribunda que un día vi hacerse, herida, a la mar, desde el río putrefacto de la primera playa que pisé. Al principio, lo imaginé surgido de las entrañas del volcán. Sólo ahora, cuando al fin dejé de observar la huella de mi planta en el blanco montículo, vi, en los escalones, a esos hombres con las orejeras de lagartija soplando dentro de los enormes conchos.

Se apagaron los braseros encendidos a lo largo de las gradas y en la cúspide de este templo. Miré a mi alrededor, girando velozmente sobre mis plantas. Cuadrada era esta plataforma, y con gradas bajando por las cuatro partes, y con dos canalizos descendiendo a los lados de cada escalinata. Había en el centro un tajón, que era una piedra de tres palmos de alto o poco más, y dos de ancho. Y un gran fuego detrás de esta piedra, apagada ahora su llama, pero insaciable su secreto ardor de burbujas, brea y calientes cenizas: rápido a levantarse en cuanto se le acercara una de las muchas teas que ahora yacían por tierra, al igual que muchos cuchillos de negra piedra, hechos a manera de hierro de lanzón. A uno de ellos me acerqué, entre los humos cada vez más débiles, y lo levanté: parecía fabricado de helada ceniza volcánica. Y lo solté, espantado, al levantar la mirada: hacia mí avanzaban varios hombres repulsivos, con las caras pintadas de negro y los labios pegajosos y brillantes, como enmelados, vestidos con largas túnicas negras, y cuyas largas cabelleras negras hedían a la distancia. Avanzaron canturreando, tenaces, dándome las caras, como una falange desarmada, y levantando los pliegues y faldones de sus túnicas corno para ocultar algo que ellos rodeaban, canturreando y señalando con dedos nerviosos hacia mi huella en el montículo blanco:

Apareció, apareció…

Estaba dicho…

Anoche derramamos la cazuela de harina…

Esperarnos en silencio…

Toda la noche…

En silencio danzamos…

Toda la noche…

Estaba dicho…

En este día regresaría…

El invisible…

El del aire…

El de las tinieblas…

El que sólo habla desde las sombras…

Haznos merced y no agravio…

Te honraremos en este día…

Queremos tus bienes…

Tememos tus males…

Eres tú…

El nocturno…

Llegado de día…

La sombra…

Aparecida con el sol…

Eres tú…

Espejo humeante…

Eres tú…

Estaba dicho…

La huella sobre la harina…

La huella de un solo pie…

Podemos continuar…

Ha regresado…

Espejo humeante…

Ha regresado…

La estrella de la noche…

Ha regresado…

I)e día…

Ha regresado…

Venciendo a su gemelo la luz…

Ha regresado…

Héroe de la noche, víctima del día…

Ha regresado…

Honor al temible dios de las tinieblas…

Honor a la sombra que osa mostrarse de día…

Honor al vencedor del sol…

Espejo humeante…

Espejo y humo, espejo de humo, humo de espejo: con dificultad descifré estas palabras y a su significado me aferré, como las voces de los hombres vestidos y embarrados de negro las convertían en letanía. Y cierto es que ninguna conjunción de palabras, mejor que ésta, podía describir el llano de polvo, la cuna de rocas donde ese día amanecí, la pirámide en cuya cima me encontraba, la magnífica blancura del alto volcán a mis espaldas. Espejo el cielo, la nieve y la piedra. Humo la tierra, la música y los cuerpos. Eso entendí, y entenderlo me consoló. El motivo de mi inquietud era otra oposición: las palabras de estos brujos de la pirámide poseían la resonancia del portento; lo que sucedía les maravillaba: mi arribo, el testimonio de mi pie impreso sobre la harina regada desde la noche anterior, eran pruebas de que yo era el que ellos esperaban.

Los brujos hediondos me rodearon, levantando los brazos como alas de cuervo; al acercarse a mí, pude oler y ver la sangre embarrada en sus largas crines, sobre sus rostros, hábitos y manos. Recordé con un temblor al animal en la choza de la anciana, que era pura sombra, negra silueta inseparable de la noche, verdugo del sol, y me dije que el espíritu de la bestia se aposentaba en los cuerpos de estos brujos. Lo que la bestia hacía, ellos temían. Para que la bestia no matase al sol de noche, ellos matarían a la noche bajo el sol. Miré mi planta impresa en la harina: yo era la noche que ellos habían esperado para capturarla. Habían hecho prisionera, en mí, a la oscuridad. Me rodearon; rodearon el montículo de harina regada, y la huella de mi pie impresa en ella; y el cántico de estos magos, Señor, se dirigía a mí y a mí me nombraba:

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