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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra

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Terra nostra, la novela más ambiciosa y compleja de Carlos Fuentes -Premio Rómulo Gallegos 1977-, es sin duda uno de los títulos fundamentales de la narrativa hispánica contemporánea. Un lenguaje en constante ignición, crea, destruye y reinventa la maquinaria crítica de la fábula: desde el remoto silencio del mundo de los mitos cosmogónicos a la noche mohosa y chirriante de grilletes y gorgueras de la España de los Austrias. Terra nostra es un vasto viaje por el tiempo que se remonta a la España de los Reyes Católicos para desvelar el ejercicio del poder trasplantado a las colonias; el de Felipe II, el absolutismo español de los Austrias, el mecanismo y las estructuras verticales del poder en la América española, en definitiva. Y es, también, un texto que somete a crítica la noción misma de relato. En la historia de la novela representa un caso límite: epifanía y fundación.

«Terra nostra es historia vista a través de los ojos de un novelista, con todos los recursos de la imaginación literaria a su disposición. (…) El conflicto de las dos Españas… proporcionó a Fuentes… un tema para su novela y una clave interpretativa para su historia. (…) Sin embargo, el gran novelista tiene en su mano trascender el texto, y, al trascenderlo, construir una ficción que, como en Terra nostra, puede muy bien ser más verdadera que la verdad.»

Carlos Fuentes

Terra Nostra

ePUB v1.0

Kukulkan
16.05.12

Título original:
Terra Nostra

Carlos Fuentes, Diciembre 1975.

Ilustraciones: Gironella

Editor original: Kukulkan (v1.0)

ePub base v2.0

A Luis Buñuel y Alberto Gironella, por las conversaciones en la Gare de Lyon que fueron el espectro inicial de estas páginas; a Carlos Saura y Geraldine Chaplin, demiurgos del pastelón podrido de Madrid; a María del Pilar y José Donoso, Mercedes y Gabriel García Márquez, Patricia y Mario Vargas Llosa, por muchas horas de extraordinaria hospitalidad en Barcelona; a Monique Lange y Juan Goytisolo, por el refugio de la rué Poissoniére; y a Marie José y Octavio Paz, por un estimulante e ininterrumpido diálogo a lo largo de los años.

A Roberto Matta, propietario del mapa de plumas de la selva americana, que en realidad es una máscara; a José Luis Cuevas y Francisco de Quevedo y Villegas, porque el genio y la figura de su encuentro sepulcral acudieron a mi llamado de auxilio en los momentos difíciles; a mi hermana Berta Vignal y al doctor Giovanni Urbani, del Istituto Centrale del Restauro (Roma), por sus inapreciables indicaciones sobre la vida y muerte de la pintura. A Elena Aga-Rossi Sitzia, de la Universidad de Padua, Michla Pomerance, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Rondo Cameron, de la Universidad de Atlanta, y Martin Diamond, de la Universidad de Northern Illinois, por la amistosa paciencia con que atendieron mis preguntas sobre diversos aspectos temáticos de esta novela. En el mismo sentido, expreso mi deuda para con las investigaciones realizadas por Norman Cohn acerca del milenarismo revolucionario y por Francés A. Yates acerca del arte de la memoria.

A Jean Franco, por las llaves de la Biblioteca del Museo Británico (Londres); a Anne Harkins por las de la Biblioteca del Congreso (Washington, D. C.) y por su puntual e inestimable ayuda en materia bibliográfica; a Jerzy Kosinski, por su activa solidaridad de escritor; y, finalmente, al doctor James H. Billington, director del Woorow Wilson International Center for Scholars (Washington, D. C.) y al personal de esa institución de altos estudios y plena libertad intelectual, gracias a los cuales pude concluir este libro.

I. El viejo mundo

Carne, esferas, ojos tristes junto al Sena

Increíble el primer animal que soñó con otro animal. Monstruoso el primer vertebrado que logró incorporarse sobre dos pies y así esparció el terror entre las bestias normales que aún se arrastraban, con alegre y natural cercanía, por el fango creador. Asombrosos el primer telefonazo, el primer hervor, la primera canción y el primer taparrabos.

Hacia las cuatro de la mañana de un catorce de julio, Polo Febo, dormido en su alta bohardilla de puerta y ventanas abiertas, soñó lo anterior y se disponía a contestarse a sí mismo. Entonces fue visitado dentro del sueño por una figura monacal, sombría, sin rostro, que reflexionó en su nombre, continuando con palabras un sueño de puras imágenes:

—Pero la razón, ni tarda ni perezosa, nos indica que, apenas se repite, lo extraordinario se vuelve ordinario y, apenas deja de repetirse, lo que antes pasaba por hecho común y corriente ocupa el lugar del portento: arrastrarse por el suelo, enviar palomas mensajeras, comer venado crudo y abandonar a los muertos en las cimas a fin de que los buitres, alimentándose, limpien y cumplan el ciclo natural de las funciones.

Que las aguas del Sena hirviesen pudo haber sido, treinta y tres días y media jornada antes, una milagrosa calamidad; un mes más tarde, nadie volteaba a ver el fenómeno. Las barcazas negras, sorprendidas al principio por la súbita ebullición y arrojadas violentamente contra las murallas del cauce, habían dejado de luchar contra lo inevitable. Los hombres del río se pusieron las gorras de estambre, apagaron los tabacos negros y subieron como lagartijas a los muelles; los esqueletos de las barcas se amontonaron bajo la mirada irónica de Enrique el Bearnés y allí permanecieron, espléndidas ruinas de carbón, fierro y astilla.

Pero las gárgolas de Notre-Dame, que sólo saben de la abstracción general de los sucesos, abarcaron con sus ojos de piedra negra un panorama mucho más vasto y, por fin, doce millones de parisinos entendieron por qué estos demonios de antaño sacaban la lengua, con feroces muecas de burla, a su ciudad. Era como si el motivo por el que fueron originalmente esculpidas se revelase, ahora, con una actualidad escandalosa. Las pacientes gárgolas, sin duda, habían esperado ocho siglos para abrir los ojos y tararear con las lenguas bífidas. A lo lejos, las cúpulas y la fachada entera del Sacré-Cœur amanecieron pintadas de negro. Aquí abajo, a la mano, la maqueta del Louvre se hizo transparente.

Gracias a una somera investigación, las despistadas autoridades llegaron a la conclusión de que aquella pintura era mármol y esta invisibilidad cristal. Las imágenes dentro de la basílica cambiaron, como ella de color, de raza: ¿cómo persignarse frente al ébano lustroso de una Virgen congolesa, cómo esperar el perdón de los gruesos labios de un Cristo negroide? Los cuadros y las esculturas del museo, en cambio, adquirieron una opacidad que muchos decidieron atribuir al contraste con los muros, pisos y techos cristalinos. Nadie pareció incomodarse porque la Victoria de Samotracia levitara sin aparente sustento; al fin justificaba sus alas. La duda volvió a apoderarse de los espíritus cuando se observó que, precisamente en virtud de su recién adquirida espesura en medio de tanta ligereza, la máscara del Faraón se sobreponía, en la nueva perspectiva liberada, a los rasgos de la Gioconda y éstos a los del Napoleón de David. Es más: la disolución de los marcos habituales en la transparencia y la consiguiente liberación de los espacios puramente convencionales permitió apreciar que Mona Lisa, con los brazos cruzados, no estaba sola. Y sonreía.

Pasaron treinta y tres días y medio durante los cuales, aparentemente, el Arco del Triunfo se convirtió en arena y la Torre Eiffel en jardín zoológico. Hablamos de apariencias pues una vez pasada la primera agitación, nadie se tomó el trabajo de tocar la arena que, a ojos vistas, parecía siempre piedra. Arena o piedra, permanecía en su sitio y al cabo nadie le pedía otra cosa: no una nueva naturaleza, sino una forma reconocible y una ubicación reconfortante. Cuánta confusión, en cambio, si el Arco, siempre de piedra, hubiese aparecido en el sitio que consabidamente ocupa, en la esquina de la rué de Bellechasse y la rué de Babylone, una farmacia…

Por lo que se refiere a la torre del señor Eiffel, su transformación sólo fue criticada por los suicidas potenciales, quienes al hacerlo revelaron sus insanas intenciones y debieron guardar compostura, en espera de que se construyesen arrojaderos equivalentes.

—No es sólo la altura; tan importante o más es el prestigio del lugar desde donde se salta a la muerte, le dijo a Polo Febo, en el Café Le Bouquet, un parroquiano habitual que, desde la edad de catorce años, había decidido suicidarse al cumplir los cuarenta. Se lo dijo una tarde cualquiera, mientras nuestro joven y bello amigo proseguía con sus ocupaciones normales, convencido de que hacer otra cosa sería como gritar «¡Fuego!» dentro de un cine repleto un domingo por la noche.

Al público le divirtió que la oxidada traba de la Exposición Universal sirviese como columpio de monos, rampa de leones, guarida de osos y pobladísimo aviario. Casi un siglo de reproducciones, símbolos y referencias la había reducido al más triste y entrañable estado de lugar común. Ahora, el vuelo continuo, la dispersión de palomas, las formaciones de gansos, las soledades de búhos y los racimos de murciélagos farsantes e indecisos en medio de tantas metamorfosis, entretenían y agradaban. La inquietud comenzó cuando un niño señaló el paso de un buitre que, desplegando las alas en la punta del armazón, trazó un vasto círculo sobre Passy y en seguida voló en línea recta hacia las torres de Saint-Sulpice, donde se instaló en un rincón del perpetuo andamiaje de la eterna restauración de ese templo y miró, con avaricia e irritación, las calles desiertas del barrio.

Polo Febo primero apartó de sus ojos el fleco rubio, se arregló con una mano (pues no tenía dos) la espesa melena que le caía sobre los hombros y se asomó a la ventanilla de la pieza que ocupaba en el séptimo piso del viejo inmueble para saludar a un sol de verano que, como todas las mañanas de verano en París, debía aparecer de pie en una carroza de brumas calientes y atendido por una corte de minuciosos perfumes callejeros, pues no eran idénticos los olores que el astro rey dispersaba en julio a los que la reina luna concentraba en diciembre. Hoy, sin embargo…Polo miró hacia las torres de Saint-Sulpice repitiendo en la mente el catálogo de los olores acostumbrados. El buitre se instaló en el andamiaje y Polo husmeó en vano. Ni el pan recién horneado, ni las flores pasajeras, ni la chicoria hervida, ni las húmedas aceras. Antes, solía cerrar los ojos para recibir la mañana veraniega y concentrarse hasta percibir el lejano olor de los capullos en el mercado del Quai de Corsé. Hoy, ni las coles y beterragas del vecino mercado de Saint-Germain, ni el humo de Gauloises y de Gitanes, ni el vino derramado sobre paja y madera. La rué du Four se negaba a respirar y la bruma no era el acostumbrado vehículo del sol. El buitre inmóvil desapareció entre las nubes de humo negro que salían, con un aliento de fuelle, por las torres de la iglesia. Y el enorme vacío aromático se llenó, de un golpe, con un ofensivo y gigantesco jadeo, como si el infierno hubiese descargado toda la congestión de sus pulmones. Polo olió carne, pelo y uñas y carne quemados.

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