Read Terra Nostra Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (103 page)

BOOK: Terra Nostra
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Miró hacia la alta lucarna de la alcoba, como si por ella entrase la disgregada luz de la historia; recordó cuántos dolores causaron a España las pretensiones de los bastardos reales, y cuánta sangre vertieron para hacerlas valer; mas Ludovico no cejó en su argumento: los tres en uno, igual que en el sueño: el primero recuerda lo que el segundo entiende y el tercero quiere; el segundo entiende lo que el primero recuerda y el tercero quiere; el tercero quiere lo que el primero recuerda y el segundo entiende…

—¿Quiénes son, Ludovico?

—Yo mismo no lo sé, Felipe. Has oído las mismas historias que yo.

Celestina le aseguró al Señor que todo se lo habían contado, incluso lo que ella nunca le dijo al muchacho que le tocó encontrar en la playa y traer hasta el palacio.

—¿Los usurpadores, Celestina?

—¿Los herederos, Felipe?

Desde la capilla llegaron los cantos de la misa por los difuntos reales; el Señor se hincó ante el crucifijo negro de la recámara y entonó las plegarias iniciales del oficio de tinieblas, Confíteor Deo omnipotenti, beatae Mariae semper Virgini, beato Michaeli Archangelo, beato Joarmi Baptistae, sanctis Apostolis Petro et Paulo, ómnibus sanctis, et vobis, fratres: quia peccavi nimis cogitationes, verbo et opere, y golpeóse tres veces el pecho, repitiendo, como un eco espectral, las palabras de los monjes en la capilla, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.

Le dominó un acceso de tos. Luego, con la voz ronca, como si sus palabras prolongasen las de la misa de difuntos, invocó con crédula certeza las escritas en su testamento, sin fisura alguna entre el tono de su voz al orar por los muertos y el tono de su voz al atraer la visitación de los nonatos: esto les heredo: un futuro de resurrecciones que sólo podrá entreverse en las olvidadas pausas, en los orificios del tiempo, en los oscuros minutos vacíos durante los cuales el propio pasado trató de imaginar al futuro.

—¿Los fundadores, Ludovico, Felipe?, dijo Celestina con un tono plateado de la voz, como si sus estrofas integrasen la antifonía del cántico en la capilla y la oración del Señor, cántico y oración de negros terciopelos.

—Esto les heredo: un retorno ciego, pertinaz y doloroso a la imaginación del futuro en el pasado como único futuro posible de mi raza y de mi tierra…

Bajo todos los soles, dijo Ludovico, en todos los tiempos, dos hermanos lo fundan todo, luchan entre sí, un hermano mata al otro, todo vuelve a fundarse sobre la memoria de un crimen y la nostalgia de una muerte.

—Dies irae, dies illa…

Le pidió a Felipe que se remontara al origen de todo, dos hermanos, Abel y Caín, Osiris y Set, la Serpiente Emplumada y el Espejo Humeante, los hermanos rivales, la disputa por el amor de la mujer vedada, la madre o la hermana, Eva, Isis o la princesa de las mariposas, ¿por qué han soñado, pensado o vivido lo mismo todos los hombres en el albor de su historia, venciendo todas las distancias, como si todos, Felipe, todos, nos hubiésemos conocido antes de nacer en un lugar de encuentros comunes y luego, en la tierra, sólo nos hubiesen separado los azares de espacios alejados, tiempos diferentes, ignoradas ignorancias? Un día todos fuimos uno. Hoy todos somos otros.

—Quantus tremor est futurus…

¿Recordaba cómo fue salvado del derrumbe en la casa del rico Escopas el poeta Simónides por Cástor, Pólux, los Dióscuros? Desde la capilla llegaron las estrofas que el Señor repetía hincado ante el crucifijo, lacrimosa dies illa, qua resurget ex favilla, judicandus homo reus. Cástor era mortal y murió en la lucha contra los primos a los que los gemelos les robaron sus mujeres. Y entonces Pólux, el inmortal, hijo de Zeus, rehusó la inmortalidad sin su hermano Cástor. Prefirió morir con su hermano.

—Así es el amor que se profesan mis tres hijos…

—¿Mis tres hermanos? ¿Los usurpadores?, preguntó el Señor sin variar la voz solemne del cántico fúnebre.

—Te digo que sé tanto o ignoro tanto como tú mismo.

Celestina, con los ojos cerrados, habló con voz de sueño: los gemelos… socorro de marineros náufragos… mantenedores del fuego de San Tolmo…

El Señor se incorporó, Dona eis requiem, Amén, miró hacia el mapa que cubría un muro de su alcoba y dijo que pensaba más bien en otros signos, otros hermanos, otros rivales, otros fundadores, Ró— mulo y Remo, arrojados al Tíber, amamantados por loba, fundadores de Roma. Rómulo levantó la muralla de la ciudad. Remo se atrevió a saltarla. Rómulo mató a su hermano y fundó también el poder con estas palabras: «Así muere quien salta sobre mis murallas.» Luego desapareció en medio de una tormenta: el fundador exiliado, el prófugo de sí mismo:

—Mira, te digo, a los hermanos en esa historia…

—Pero ahora son tres. El hermano no matará al hermano, porque si muere uno, los otros dos no recordarán, ni entenderán, ni querrán. Mira, entiende, Felipe: por primera vez tres hermanos fundan una historia; tres, el número que resuelve las oposiciones, la cifra fraternal del encuentro y el mestizaje, la disolución de la estéril polaridad del número dos: entiende, y dales cabida en tu historia…

—Han desafiado con sus historias mi voluntad de culminar aquí, conmigo, ahora, esta dinastía. Han hecho cuanto han contado para destruir mi proyecto de muerte. Han…

—Et lux perpetua luceat eis.

Para corresponder a los relatos de Celestina y Ludovico, el Señor empleó el resto del día en narrar, con tristeza, sus bodas nunca consumadas con Isabel, en explicar sus ideales de amor caballeresco y en recordar la desgracia de la Señora al caer sobre las losas del alcázar y permanecer allí en espera de unos brazos dignos de recogerla: los brazos que nunca la habían tomado como mujer.

Y sin embargo, al caer la noche, salió Felipe a la capilla con paso aligerado; en años no se había sentido tan joven; latía su pecho, pulsaban sus brazos, aclarábase su mente; mas la capilla llenábase de sombras, como si se invirtiese la ecuación entre el recobrado vigor de Felipe y la eternidad de la piedra levantada para soportar el peso de los siglos: luminosa mirada del Señor, anuncios de muerte en las sombras crecientes del sagrado recinto. Se detuvo. Miró hacia el altar. Un joven envuelto en una capa de suntuosos brocados escudriñaba el cuadro de Orvieto; a su lado, un zafio peón de la obra le importunaba, con una carta en la mano. El Señor, protegido por la sombra, se acercó, ocultóse detrás de una pilastra y escuchó.

—Aunque soy Catilinón, soy, mi señor Don Juan, hombre de bien y fidelísimo servidor vuestro…

—¿Quién te ha dado tal manda?, dijo el joven que miraba intensamente el cuadro.

—Nadie, sino que os la pido, que calva pintan la ocasión y aunque he sudado el hopo, tan buen pan hacen aquí corno en Francia y ¡tomo mi purga!, sino que hasta las forjas y tejares de esta obra ha llegado vuestra justa fama, llevada por la Azucena y la Lolilla, y al saberlo me dije, Catilinón, ese noble Don Juan necesita criado que le sirva, advierta, averigüe, a él se adelante para abrir brecha, a él se retrase para cubrir la fuga, catalogue sus amores y hazañas, le suplante si necesario y, con fortuna, de sus sobras goce, que cuando me dan la vaquilla, corro con la soguilla y en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.

—Huélesme a ruin, y a aventurero. Pues las aventuras del noble señor son hazañas, pero las del villano pecados.

—Ay, mi señor Don Juan, que ambos a la muerte vamos.

—¿Tan largo me lo fiáis?

Don Juan volvió a mirarse con fascinación en el rostro del Cristo apartado en una esquina del lienzo: se miró a sí mismo; miró su rostro; el Señor miró la mirada viva de Don Juan, la mirada muerta del Cristo: reconoció el rostro del peregrino del nuevo mundo: Don Juan se volvió hacia el picaro:

—Sé sincero; ¿por qué a mí te acercas?

—Rumores de motín escucho en la obra, y no quiero estar entre los pordioseros, que batalla de pobres es promesa de cárcel, y buscando galardón, encuentra baldón el miserable.

—¿Qué se prepara, pues?

—La gran babilón de las Españas.

—¿Quiénes son los actores?

—Gente de adentro y gente de afuera.

—¿Afuera?

—El descontento de los obreros; el rencor de los humillados; la venganza de los desposeídos; mucha judería embozada; mucho hereje que llegó disfrazado de monje entre las procesiones fúnebres; mucho enaltecido mercader y doctor de los burgos que conspira y se arma contra los tributos, la desaparición de justicias y el nuevo poder de la Santa Inquisición…

—¿Y adentro?

—Guzmán que va y viene, nos azuza, nos espanta, nos promete gobierno de hombres libres y nos amenaza con reinado de locos y enanas; y ese viejo usurero, el Comendador de Calatrava, que escribe cartas a sus cofrades de otras tierras: mirad, dije que tenía prima en Génova, casada con marinero que guía su varinel entre las dos costas, las de acá y las de allá, Guzmán puso en mis manos esta carta, para que la hiciera llegar a las Italias, a asentista de nombre Colombo. Pagóme treinta maravedíes, ¡el precio de una libra de carnero capón!, para hacerlo; la abrí, la leí, os la entrego: prueba es de culpable intriga contra el Señor, que bien podría darnos por ella el capón entero.

—¿Y qué te hace pensar, belitre, que yo soy parcial del Señor?

—Nada, señor caballero Don Juan, nada; pienso sólo en vos al entregárosla; ¡válgame la Cananea, y qué salado está el mar!; todo en mal estado está, y si es corta la mayor vida y hay tras la muerte infierno, prefiero vivir la vida con vos, Don Juan, que siendo peor que ellos me defenderás por igual de perro rabioso, turco, hereje o fantasma, y cuando nos vayamos al diablo al diablo mismo habéis de vencer: ved así cómo, a pesar de todo, he de seros fiel, pues mi temor hará lugar al celo, pondrá riendas a mis sentimientos y me obligará a aplaudir lo que mi alma podría odiar. Buen carnaval viviré con vos, y buen agosto para rellenar la arquilla, pues veo que entre los pobres sólo cosecharé duelos, y con el Señor don Felipe, burlas, que ya corren las letrillas chocarreras que así lo cantan:

Cierto príncipe fantástico,

con pretensión de filípico,

de parte de madre, cómico,

y de sus embustes, químico.

Díganlo, díganlo,

díganlo y cántenlo,

chulos y picaros.

Tercera jornada

—Escucha y entenderás, Felipe. Dos durmieron: nada quiso y nada recordó el que todo lo entendió: el peregrino del nuevo mundo.

—Los arrancaste del sueño, Ludovico, ese sueño circular y eterno; ¿qué les habrás dado, en cambio?

—La historia. Los devolví a la historia.

—¿Qué es eso?

—De ti depende.

—Aguarda… el peregrino… el viajero del nuevo mundo… lo soñó… no estuvo allí… la barca de Pedro nunca zarpó…

—Pedro murió ahogado en la tormenta del Cabo de los Desastres. Eso lo vi en la realidad. Pero en el sueño, murió atravesado por una lanzada en la playa de las perlas.

—Aguarda… luego el nuevo mundo no existe… fue soñado por un muchacho soñado… que todo lo entendió, dices… mas nada recordó y nada quiso…

—Sino el amor de una mujer de labios tatuados, y ella le devolvió el recuerdo.

—No, no pudo recordar veinte días, habiendo vivido cinco, ni cinco días habiendo vivido veinte…

—Mis labios le devolvieron el recuerdo, Felipe; una vez, cuando me desvirgó en la montaña; otra vez, aquí, en tu alcoba. Sólo amándome recuerda.

—No hay pruebas…

—No sé, Felipe…

—Yo tenía razón…

—El peregrino fue soñado por los otros dos…

—¡Aquí culmina mi mundo!

—Pero regresó con una prueba: el mapa de plumas y hormigas.

—Ah, Ludovico, Celestina, qué armas me han dado…

—El mapa, Felipe, óyeme, entiende, yo no se lo di, lo trajo de su sueño…

—Lo decreté, el nuevo mundo no existe, ellos no lo creen, prefieren ir en pos de la ilusión, todos se irán, a cazar fantasmas de oro, se derrumbarán en la gran catarata del mar, me quedaré solo, aquí…

—Acompañé al joven heresiarca de Flandes…

—Lo escrito es cierto: mi decreto de inexistencia…

—Acompañé al andariego de La Mancha…

—Lo dicho no es cierto: cuanto relató ese muchacho mientras te amaba, Celestina…

—No acompañé al peregrino del mundo nuevo…

—Me río, Ludovico, ¡pobre ambición de Guzmán, pobre celo del agustino, pobre cálculo del usurero: vanse en expedición contra la nada!

—Me quedé esperando en la playa con Pedro y los dos féretros…

—¡He triunfado! Ah, no crean que los desanimaré; al contrario, les daré cédulas reales, flotas, protección, cuanto me pidan, a fin de que se embarquen y no regresen nunca…

—El peregrino fue el único que fue soñado solo, sin la compañía de los otros dos…

—¡Mi palacio! Todo concurre: no hay nuevo mundo, no hay herederos, aquí culmina mi línea…

—Fue el único que regresó solo por el mar, arrojado por la marea a nuestros pies…

—¡Yo solo!

—No despertó. Fue la primera vez que los tres soñaron juntos, Felipe…

—¡Todo aquí, inmóvil, hasta la hora de mi muerte!

—Y así nació mi idea de arrojarles dormidos al mar, el día de la cita, para que despartasen juntos, sin que el tercero pudiese haberle contado su sueño a los otros dos, como antes ocurrió…

El Señor relató entonces los pormenores de su última cruzada de armas contra la herejía adamita en Flandes: la sagrada gloria de su triunfo fue mancillada por las blasfemias y violaciones de los mercenarios teutones en la catedral; juró entonces levantar un templo, palacio y panteón de los príncipes, impreñable fortaleza de la Santísima Trinidad. Y para renunciar a las batallas, arrojó desde el torreón de la ciudadela la Bandera de la Sangre al foso: de allí en adelante, sólo soledad, mortificación y muerte.

Cuando salió por tercera vez, esa noche, a la capilla, fue sorprendido por las voces de contienda al pie de la escalera de los treinta y tres escalones. Más honda era la sombra; más fácil esconderse. Brillaban dos aceros desenvainados. Sollozaba una voz detrás de la celosía de las monjas. Murmuraba procacidades un trémulo criado escondido detrás de una pilastra. Tembló también el Señor: el lugar construido para proteger la Eucaristía era profanado una vez más, monjas aullantes, perro muerto, aceros cruzados. Tembló como el criado. Se escondió como el criado.

—Doblemente habéis mancillado mi honor, Don Juan, decía el viejo Comendador, dotado por la cólera de arrestos mal avenidos con la fragilidad de sus miembros.

BOOK: Terra Nostra
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

1861 by Adam Goodheart
The Mothering Coven by Joanna Ruocco
The Lesson by Jesse Ball
A Fair to Die For by Radine Trees Nehring
Crescent Dawn by Cussler, Clive; Dirk Cussler
Maximum Exposure by Allison Brennan
The Square Peg by Davitt, Jane, Snow, Alexa


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024