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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (56 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Meyers sintió una profunda tristeza.

Le parecía un verdadero misterio que una chica hubiera salido de ese lugar y hubiera llegado a fiscal. Debía de ser una mujer dura de roer.

La Reddish Lane era bastante larga y Meyers constató aliviado que el número en cuestión no se encontraba en la peor zona. En las plantas inferiores de algunas casas todavía había comercios y negocios y, aunque era evidente que algunos deberían haber cerrado y bloqueado las puertas con tablones clavados, se mantenían firmes a pesar de todo. Los alrededores parecían cualquier cosa menos un barrio acomodado, pero tampoco se veía abandonado del todo.

Podría haber sido peor, pensó.

La señora Caine-Roslin vivía en una casita aislada de ladrillo rojo, rodeada por un patio minúsculo en cuya parte trasera había un cobertizo algo ruinoso. La casa en sí parecía sólida y estable, solo cuando se examinaba desde cerca se descubrían indicios de que nadie se había ocupado de su mantenimiento desde hacía tiempo: los marcos de las ventanas reclamaban a gritos una capa de pintura, la puerta del patio necesitaba una reparación y algunas tejas debían ser reemplazadas. Como muchas otras casas de esa calle, la planta baja tenía un escaparate que había pertenecido a un pequeño negocio que permanecía cerrado tras una persiana de color azul. Un cartel revelaba el taller de reparación de bicicletas que había ocupado el local. El rótulo era viejo y costaba descifrar la inscripción que contenía debido a los estragos que el viento, la lluvia y el sol habían causado en él a lo largo del tiempo. Al parecer, dentro ya no había ni taller, ni nada.

La pregunta era si en la casa seguía viviendo alguien.

Rick Meyers aparcó en la calle, salió del coche y contempló las ventanas del primer piso sin demasiada convicción. No vio ninguna luz, pero ya era una hora avanzada del día. En cualquier caso, había cortinas e incluso le pareció ver una o dos macetas con plantas. Sin embargo, la casa parecía extrañamente deshabitada, aunque probablemente tenía que ver con la evidente falta de actividad de la planta baja de la casa.

Meyers caminó pesadamente por la nieve que nadie había quitado de la entrada de la finca. Tal vez la anciana Caine-Roslin ya no viviera allí. Quizá la hija se la hubiera llevado a un asilo de Londres hacía tiempo. Era raro que esa casa siguiera constando como su vivienda habitual. Pero en ocasiones sucedían ese tipo de cosas.

Además, la hija había desaparecido y la estaba buscando Scotland Yard.

Qué historia tan extraña.

Había una puerta que llevaba hacia la parte inferior de la casa, pero estaba bloqueada por dos tablas de madera cruzadas y clavadas en el marco. Justo al lado había una escalera empinada que subía por el muro exterior hasta el piso de arriba y, una vez allí, otra puerta que parecía todavía operativa.

En la escalera había tanta nieve que a Rick Meyers le costó bastante subir por ella. A un lado tenía el muro, pero en el otro ni siquiera había barandilla, ni nada a lo que poder agarrarse. Hacía semanas que nadie quitaba la nieve de esos escalones. Rick Meyers se preguntó cómo debía de hacerlo la anciana para subir por esa escalera tan empinada y llena de nieve. En algún momento esa tal Lucy Caine-Roslin debía de verse obligada a salir para comprar comida, ¿no? La nieve recién caída ocultaba cualquier huella que pudiera indicar que alguien hubiera subido o bajado por allí últimamente. Pero si a él, que era un hombre relativamente joven, ya le costaba tanto, ¿cómo conseguía hacerlo una mujer que debía de tener al menos sesenta años? Cada vez se confirmaba más la impresión que tenía de que en esa casa ya no vivía nadie.

Cuando por fin llegó al piso de arriba, llamó a la puerta de madera. Era de color negro, pero la pintura estaba algo desconchada en las esquinas.

—¿Señora Caine-Roslin? Por favor, ¿puede abrirme la puerta? —gritó mientras aguzaba el oído—. Soy el agente Meyers. Solo quiero hacerle una pregunta.

No se movió nada. Volvió a llamar, esta vez con más ímpetu.

—Por favor, señora Caine-Roslin. ¡Policía! Solo se trata de una pregunta muy breve.

Ni un ruido, nada de nada.

Meyers probó de abrir con el picaporte. Para su sorpresa, este cedió y la puerta se abrió hacia dentro. Ni siquiera estaba cerrada con llave.

Jadeó de inmediato al notar el repugnante olor a putrefacción que salía de la vivienda.

—¡Dios mío! —Buscó enseguida un pañuelo y, al ver que no encontraba ninguno, miró a su alrededor en busca de una ventana que pudiera abrir. La ventana de la cocina le pareció la solución más cercana y Meyers se abrió paso entre mesas y sillas, giró el picaporte, abrió la ventana y se inclinó hacia fuera. El aire invernal, limpio y frío, le dio en la cara. No había pasado ni un minuto desde que había estado fuera andando pesadamente sobre la nieve y ya le parecía como si hubiera pasado toda una eternidad sin respirar ese aire tan maravilloso. Como si ya hubiera pasado a formar parte del hedor que reinaba en la casa.

Con los dedos siguió registrándose todos los bolsillos del uniforme hasta que por fin encontró un pañuelo arrugado. Meyers odiaba lo que le tocaba hacer en ese momento, pero al fin y al cabo era policía. Tenía que examinar a fondo el horror que acechaba en aquella casa.

Tomó una buena bocanada de aire, se sostuvo el pañuelo pegado a la boca y la nariz y se apartó de la ventana. Miró a su alrededor, en la cocina. Parecía limpia y ordenada, si bien todos los muebles estaban cubiertos de una fina capa de polvo. Sobre la mesa había dos platos y en ellos se habían estropeado restos de comida que ya eran prácticamente irreconocibles. Estaban cubiertos de una pelusilla de color blanco azulado y seguramente eran los responsables de parte del olor que llenaba la estancia, aunque por desgracia este no procedía solamente de los platos. Al lado había también dos vasos de vino medio llenos y una botella. Un vino de primera calidad, como Meyers pudo comprobar en la etiqueta. Todo parecía indicar que lo que le había sucedido a Lucy Caine-Roslin, fuera lo que fuese, no había sido nada bueno y había interrumpido una comida que se había propuesto compartir con alguien.

Sobre el aparador descubrió una bolsa de papel marrón. Tuvo la impresión de que debía de haberse tratado de un plato preparado de algún puesto de comida china para llevar. Alguien había acudido a visitar a la anciana y había llevado comida. ¿Y luego…?

Salió de la cocina. Sabía que el verdadero desafío aún estaba por llegar.

Encontró a Lucy Caine-Roslin en una habitación infantil. En todo caso, parecía como si en otro tiempo hubiera sido una habitación infantil. O de adolescente. Había un sofá cama cubierto con una colcha de retazos y cortinas con el mismo estampado en las ventanas. Un armario ropero con la puerta abierta y unos cuantos jerséis colgados en sus perchas. Un par de pósteres en las paredes, uno de los cuales mostraba a alguien que Meyers creyó reconocer como Cat Stevens. Un sillón sobre el que había un par de revistas y papeles emborronados. Las paredes estaban repletas de estantes de madera llenos de libros, infantiles y juveniles, según se desprendía de los títulos y de los colores de los lomos. Más tarde, Meyers pensaría que eso había sido el detalle por el que había reconocido enseguida que se trataba de la habitación de alguien de corta edad: los libros y la foto de Cat Stevens en la pared.

Lucy Caine-Roslin estaba tendida sobre la espalda en medio de la habitación, parecía la envoltura hinchada y oscurecida de lo que había sido una persona. El frío y el aire seco de la casa, no obstante, habían contribuido a que se hubiera conservado mejor que en circunstancias menos propicias. El rostro seguía en un estado relativamente bueno. Los ojos, o lo que quedaba de ellos, era lo único que Meyers no se atrevía a examinar más de cerca. Tenía bastante con los esfuerzos que tuvo que hacer para no perder la calma.

Si bien lamentable de todos modos, en condiciones normales la muerte de la anciana le habría parecido debida a causas naturales: tal vez se había encontrado mal después de recibir una visita, cuando se disponía a lavar los platos. Sin embargo, esa suposición entraba en contradicción con el hecho de que de la boca de la difunta sobresaliera algo, algo grande y difícilmente reconocible a simple vista. Meyers hizo un esfuerzo por dominarse a sí mismo y se acercó más al cadáver a pesar del hedor. Era un trapo. Un trapo grande, un trapo de cuadros. Probablemente un paño de cocina.

Alguien se lo había metido en la garganta a la fuerza.

Y le había taponado la nariz con varias tiras de precinto.

Se puso de pie de nuevo, se acercó a la ventana y la abrió también. Se inclinó hacia fuera para respirar un par de bocanadas de aire fresco.

—Dios mío —murmuró mientras se secaba el sudor de la frente con el pañuelo.

La muerte de la anciana Lucy Caine-Roslin en realidad no habría sido nada del otro mundo. Una anciana que al parecer llevaba varias semanas muerta en su casa, sin que nadie se hubiera percatado. Su soledad era trágica y, sin embargo, no se trataba de un hecho insólito. Había muchas personas de edad avanzada que vivían solas y que acababan muriendo sin que nadie se diera cuenta. El caso de Lucy Caine-Roslin, no obstante, parecía un poco extraño, ya que al menos tenía una hija en Londres. Aunque tampoco ella parecía haberse enterado de que su madre ya no estaba viva. Tal vez había dado por concluida su vida en Gorton. Meyers se apartó de nuevo de la ventana y examinó la habitación. Encajaba con lo que había visto de la casa hasta entonces: acogedora y limpia, si bien también estaba claro que la familia nunca había tenido mucho dinero: los muebles eran modestos y las cortinas y las colchas seguramente las había cosido ella misma. ¿La fiscal había crecido en esa casa? Probablemente su vida había sido muy distinta desde entonces.

Pero Lucy Caine-Roslin no había muerto simplemente de un infarto de miocardio. Alguien le había metido un paño de cocina en la garganta. Posiblemente se había asfixiado a causa de eso. Todo parecía indicar que Lucy Caine-Roslin había sido asesinada. Una anciana que no debía de poseer nada de valor. ¿Quién podría haber querido matarla?

Meyers recordó el motivo por el que había acudido hasta allí. La hija. Lo habían mandado para que intentara localizar a la hija.

Aunque supuso que no habría nadie más en la casa, decidió registrar todas las habitaciones de nuevo para cerciorarse. La casa era más grande de lo que parecía por fuera. Había un salón, un comedor, un dormitorio y un cuarto de baño. Todo estaba limpio como una patena. En el salón había una tetera y una taza sobre la mesa. El té que había contenido la taza antes de que alguien se lo hubiera bebido o de que se hubiera evaporado había dejado una marca marrón en el interior. Había una manta de lana en el sillón, todavía con las agujas de tejer prendidas. En la ventana había violetas africanas que entretanto se habían secado. Si bien el mantenimiento de la fachada y del patio habían sido tareas excesivas para una anciana como Lucy Caine-Roslin, lo cierto es que había sabido mantener el interior en perfecto estado.

En cualquier caso, la fiscal que estaba buscando no se había alojado en casa de su madre.

Meyers sacó el móvil. Lo primero que debía hacer era pedir refuerzos. Lucy Caine-Roslin había muerto sin que nadie se hubiera percatado, pero había que investigar a fondo su muerte. Era lo único que podía hacerse ya por aquella anciana.

2

Se había dormido, por imposible que le hubiera parecido. El agotamiento había podido más que el horror, las náuseas y el desconcierto. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo. La había despertado una fuerte sacudida del coche y justo después había oído el ruido de los neumáticos derrapando y cómo cesaba el rugido del motor.

No volverá, pensó.

Ella. Su mejor amiga. Su confidente. Una persona a la que conocía desde hacía años y que de repente se había convertido en una extraña.

Pudo oír cómo Tara bajaba del coche y cerraba la puerta tras ella. Poco después abrió de golpe la puerta del portamaletas. El aire helado se apoderó del interior del coche y penetró incluso bajo el calor sofocante de la gruesa manta, que de inmediato le fue retirada. Gillian cerró los ojos enseguida. La claridad de la luz diurna le pareció infernal tras tantas horas sumida en la oscuridad.

—Bueno. Hasta aquí hemos llegado —dijo Tara—. Hay demasiada nieve. ¡Fuera! —Mientras hablaba, sacó una navaja, la abrió y cortó el precinto que había estado amarrando los tobillos de Gillian.

»¡Sal! —le ordenó.

Gillian intentó incorporarse y de inmediato soltó un gemido de dolor. Había estado demasiado tiempo en una posición incómoda sobre el suelo duro del maletero, expuesta a las sacudidas de un coche que había pasado a trancas y barrancas por carreteras en mal estado. Lo notaba en cada hueso, en cada extremidad. Le dolía todo el cuerpo. No tenía ni idea de cómo moverse. Cuando por fin consiguió abrir los ojos al menos un poco y percibió su entorno entre parpadeos, vio a Tara como una gran y oscura sombra frente al maletero abierto. Tras ella, el cielo azul plomizo y más abajo, el horizonte nevado. Sin embargo, no había nada que recordara a una casa, ni siquiera vagamente.

Estamos lejos de todo. Estamos completamente solas.

—Vamos —dijo Tara.

Al ver que Gillian seguía sin poder moverse, Tara se inclinó hacia delante, la agarró con los dos brazos y tiró de ella hacia fuera. Lo hizo con una fuerza sorprendente. Puesto que Gillian ni siquiera podía tenerse en pie, cayó de bruces sobre la nieve. Notó la humedad y el frío, y un segundo después pudo percibir también la dureza de los diminutos cristales helados. Gillian sintió el dolor, notó cómo le cortaban la piel del rostro. Con un gemido gutural levantó la cabeza y sacó fuerzas de flaqueza. Puesto que todavía llevaba las manos atadas, le resultó difícil mantener el equilibrio.

Tara la ayudó a levantarse.

—Enseguida estarás mejor. Cuando se te hayan relajado los músculos. Todavía tenemos que andar un buen trecho.

Gillian luchó contra el vahído que sentía y que apenas le permitía mantenerse de pie. Se dio cuenta de que tenía una sed terrible. No había bebido nada desde el día anterior a mediodía y el precinto que le tapaba la boca, junto con el calor del coche, la había dejado completamente seca. Desesperada, intentó explicárselo a Tara. Sabía perfectamente que no podría llegar muy lejos si no bebía algo antes.

Tara valoró la situación y luego agarró a Gillian por la cara y con unos tirones secos le arrancó el precinto adhesivo. Le había dado varias vueltas alrededor de la cabeza, se le había pegado en el pelo y no podía despegárselo, pero al menos pudo apartar el precinto por debajo de la barbilla, donde quedó colgando.

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