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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (16 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—Intenta usted parecer muy misterioso.

—¿Qué desea saber? ¡Se lo contaré! —La mirada de él era casi una súplica—. ¡No quiero ocultarle nada, Gillian!

—¿Por qué abandonó el cuerpo de policía?

Pareció como si John hubiera quedado anímicamente derrumbado. Levantó las dos manos en un gesto de desamparo.

—¡Oh, Dios! No renunciará a saberlo, ¿verdad?

—Simplemente me interesa —dijo Gillian.

—De acuerdo —convino él, resignado—, aunque lo más probable es que me eche enseguida del coche cuando se lo diga. Y que acabe dando de baja a su hija del club.

—Eso no suena nada bien.

—No. Hace ocho años me denunciaron por coacción sexual. Fue una joven que estaba de prácticas a mi cargo. La fiscalía sobreseyó el procedimiento por falta de pruebas, no llegó a celebrarse el juicio. Sin embargo, no podía seguir en el cargo, nada volvió a ser igual. ¿Satisfecha?

Ella lo miró asustada.

4

Nada más llegar a casa, cuando hubo detenido el coche frente al garaje, una sombra se movió en el camino que llevaba hasta la casa. Era Tom.

—He oído tu coche —explicó él—, y he pensado…

Ella cerró el coche con llave.

—¿Qué has pensado?

—He pensado en venir a recibirte —dijo él con una sonrisa.

El gesto de Tom conmovió a Gillian. A menudo había tenido la impresión de que su marido estaba casado sobre todo con la empresa y no con ella, que quedaba en tercer lugar después del club de tenis. No obstante, había momentos en los que notaba aquella calidez que los había mantenido tan unidos años atrás y que seguía presente, si bien oculta por la rutina. Sin embargo, precisamente esa noche ella habría preferido no recuperarla.

Notó que Tom la miraba de reojo.

¿Qué ha visto?, se preguntó acongojada. ¿Qué está pensando?

Lo que a Tom le pasaba por la cabeza era algo parecido. Veía a Gillian con su pelo largo, siempre caótico, y los rasgos menudos de su perfil. Veía a la mujer que conocía desde hacía más de veinte años, a la que había conocido mientras estudiaban y sin la cual poco después la vida le había parecido inconcebible. Hacía tiempo que no la observaba con tanta intensidad como lo estaba haciendo esa noche. Había sido una súbita inquietud la que lo había instado, la que lo había empujado a abandonar la calidez del salón y enfrentarse al frío solo porque le había parecido oír a lo lejos el motor del coche.

En ese momento Tom se preguntaba con inquietud cuál debía de ser el motivo de esa inquietud que sentía.

Gillian tenía diecinueve años cuando entró en la universidad y lo había dejado fascinado desde el primer momento. Era diferente a las demás estudiantes y no solo por su llamativo pelo revuelto. Había algo anticuado en su manera de ser que la hacía destacar entre las demás. Gillian era la única hija de unos padres excesivamente protectores y previsores que desde pequeña la habían advertido, en cualquier pequeño paso que daba, de los peligros de un mundo maligno y peligroso. En la universidad experimentó por primera vez la sensación de libertad. Había elegido Glasgow a pesar de residir en Norwich, en el Anglia Oriental. Más adelante le confió a Tom que había tomado esa decisión por un único motivo: para poner la distancia suficiente entre ella y sus padres, de manera que su madre no pudiera acudir a verla cada fin de semana.

Gillian había actuado de forma insegura, a menudo vacilante e inexperta, pero su timidez dejaba percibir también una gran alegría de vivir. Su madre la había controlado hasta tal punto que ningún hombre había conseguido estar con ella a solas jamás y esa circunstancia había contribuido también a minar la seguridad que Gillian debería haber desarrollado. La mayoría de las chicas tenían novio a partir de los dieciséis años. Ella no tenía ni idea de lo que era estar con un hombre.

Pero luego llegó Tom. Tras un verdadero asedio, él consiguió convertirse en su pareja en un santiamén y de repente Gillian floreció, no solo gracias a ese joven atractivo que además era la estrella del tenis de la universidad, sino también porque ella había descubierto su propia fuerza y capacidad y comprobó que la vida, en contra de las advertencias de su madre, no estaba repleta de amenazas, sino que era sobre todo emocionante y estaba llena de desafíos. Ganó cierta popularidad entre los compañeros de clase y los profesores, sacaba buenas notas y salía a bailar cada fin de semana. Después de licenciarse trabajó un par de meses en una productora cinematográfica para ganar algo de dinero y ya no la dejaron escapar. En lugar de eso, le ofrecieron un puesto fijo y le transfirieron plenas competencias y poco tiempo después ya se encargaba de los cálculos financieros de los proyectos completamente sola. En esos tiempos, Gillian parecía irradiar una especie de luz interior.

Pero ha cambiado, pensaba Tom entonces, y tal vez sea eso lo que me preocupa. Que ya no brilla, que ya no resplandece.

—¿Y cómo te ha ido con Tara? —preguntó mientras entraban por la puerta de casa—. Habéis estado en un bar, ¿verdad?

—Sí. ¿Por qué?

—Se nota por el olor. Por cierto, ¡has vuelto muy temprano!

Después de despedirse precipitadamente de John Burton había acudido a un aparcamiento cerca de la escuela de Becky para esperar un rato y no dejarse caer por casa demasiado pronto. Por un momento había pensado en la posibilidad de ir a ver realmente a Tara y comentar con ella aquellas inquietantes novedades, aunque eso habría supuesto tener que ir a Londres y tenía muy claro que su amiga no sería la mejor persona para hablar acerca de ello. Seguro que para Tara John Burton se habría acabado para siempre y no se habría quedado tranquila hasta que Gillian hubiera dado de baja a Becky del club de balonmano. Era jurista. El hecho de que el procedimiento contra John se hubiera suspendido y ya no pesaran acusaciones sobre él probablemente no la habría impresionado mucho. Estaba más que acostumbrada a esa situación de «falta de pruebas».

En algún momento Gillian había empezado a tener demasiado frío y había decidido volver a casa, pero seguía siendo demasiado temprano para regresar tras un supuesto encuentro con su amiga.

—Tara tenía otra cita después —se apresuró a explicar tras el comentario de Tom—. Ya sabes, nunca tiene mucho tiempo. Solo podíamos vernos un rato a medio camino entre aquí y Londres.

—Ya veo —dijo Tom mientras contemplaba a Gillian ante la luz clara del recibidor—. Pareces tensa. ¿Va todo bien?

—Por supuesto. Pero… bueno, las historias que Tara me cuenta acerca de su trabajo a veces me dejan un poco tocada.

—De todos modos no comprendo por qué tiene que… —empezó a decir Tom.

Ella lo interrumpió antes de que su amistad con Tara volviera a quedar en el centro de las críticas de su marido.

—¿Becky está durmiendo ya?

—Se ha metido a la cama hace veinte minutos, justo después he ido a verla y ya dormía. Con Chuck, por supuesto. No he tenido ningún problema con ella.

Claro. Nunca los había entre él y Becky. Los problemas parecían reservados únicamente para Gillian.

—Hemos pedido una pizza —prosiguió Tom— y nos la hemos comido viendo la tele. Ya sabes cómo le gusta eso. Comer directamente de la caja de cartón y sentada en el suelo.

—Solo que no puedo hacer eso cada noche —repuso Gillian—. También tiene que comer cosas sanas y de vez en cuando incluso utilizar tenedor y cuchillo. Y tiene que irse a la cama más pronto, ¡si no, al día siguiente se duerme en clase!

Gillian se dio cuenta de que había utilizado un tono más cortante de lo que se había propuesto. Tom parecía confuso.

—¡No era una crítica contra ti, Gillian! Lo de hoy ha sido una excepción, por supuesto. Pero tampoco es que me quede muchas veces solo con Becky, por eso hemos querido hacer algo un poco especial.

Ni siquiera ella sabía por qué se había alterado tanto. Tom tenía razón y no era que no se alegrara de que él y Becky compartieran una noche de pizza y televisión de vez en cuando. Era una mujer adulta y probablemente era ridículo que se sintiera celosa y maltratada. Era injusto y, a la vez, más que normal en muchas familias: Tom era el padre, apenas pasaba tiempo con su hija y, cuando lo hacía, se mostraba permisivo e imprudente. Ni que decir tiene que a Becky le parecía más que divertido. Gillian era la madre, se encargaba de la hija mucho más a menudo y tenía que ocuparse de tareas más ingratas: era la que ponía ensalada y verduras en la mesa, la que insistía en que terminara los deberes y le echaba la bronca cuando el cuarto de Becky tendía poco a poco hacia un caos impenetrable. Se había convertido en el blanco de las iras de su hija, mientras que Tom solo recibía su admiración.

—Tal vez debería ir cada día a Londres —dijo ella de repente—. Y volver a trabajar más. Quizá sea lo mejor para mí.

Tom la miró sorprendido.

—No tengo absolutamente nada en contra. Haces un trabajo excelente y sería fantástico tenerte más a menudo en la empresa. Sin embargo, Becky…

—No pasa nada porque Becky se quede sola más a menudo. De todos modos se siente demasiado controlada por mí. Debería darle un poco más de aire. Siempre les he reprochado a mis padres que fueran tan protectores y restrictivos conmigo y tal vez llevo demasiado tiempo repitiendo los mismos errores que ellos cometieron conmigo.

—Becky solo tiene doce años —le recordó Tom—. A esa edad tienen prisa por crecer.

Tom entró en el salón, se quedó junto a la ventana y contempló la oscuridad que reinaba fuera, aunque no pudo ver más que la habitación reflejada en el cristal.

—Tal vez deberíamos probarlo —sugirió él.

Ella lo siguió después de haberse quitado las botas.

—Le gustaría que confiara más en ella. Y no quiero limitarme a ignorarla.

Tom se volvió hacia Gillian. Ella pudo ver lo cansado que estaba, parecía realmente agotado. Al mismo tiempo, su espíritu emprendedor seguía vibrante y probablemente habría preferido desahogarse en la pista de tenis lanzándole bolas imparables a su contrincante. En los últimos años, un problema cada vez más grave para él era que ese motor interno seguía acelerado cuando ya había salido de la oficina y no era capaz de apaciguarlo. Parecía tener una descarga de adrenalina continua durante todo el día. Desde que se había independizado de sus padres había experimentado esa sensación de forma permanente. Era incapaz de controlar sus revoluciones, parecía estar siempre bajo los efectos de estimulantes aunque Gillian sabía perfectamente que no era así, que ese era su estado natural. De vez en cuando, Gillian le suplicaba que fuera a ver a un médico. Tenía miedo de que estuviera camino de un infarto, puesto que cumplía con todas las típicas condiciones para ello.

—Mi corazón está perfectamente —decía él entonces.

Como si él pudiera saberlo… Al fin y al cabo, desde que ella lo conocía, Tom siempre evitaba cualquier cosa que tuviera una relación, por remota que fuera, con una consulta médica.

Ella se le acercó, y le puso una mano sobre el brazo con suavidad.

—Todo irá bien —aseveró ella.

—Por supuesto —dijo Tom.

Él no sabía con exactitud a qué se había referido Gillian, pero tuvo la impresión de que ya no hablaba de Becky, que se trataba de otra cosa. Debía de tener algo que ver con su distanciamiento mutuo, con el hecho de que a Gillian ya no le brillaran los ojos como antes. Con la evidencia de que se había vuelto un adicto al trabajo, al tenis y de que no pasaba suficiente tiempo con su esposa. Gillian jamás le reprochaba esas incontables horas extras, al fin y al cabo la empresa era de los dos y ella conocía también las dificultades que había para todos desde que el mundo se había visto inmerso en la peor recesión que se había conocido desde los años veinte del siglo pasado. No era una mujer que se lamentara porque su marido luchara con todas sus fuerzas por lo que habían creado juntos. En parte, Gillian incluso comprendía que él practicara tanto deporte, hasta un punto tal vez excesivo, porque entendía que era una válvula de escape sin la cual sería incapaz de soportar esa sobrecarga mortal.

Pero lo que Gillian no comprendía, en cambio, era por qué ya no le dedicaba tiempo a ella. No le dedicaba tiempo cuando se acostaba en la cama a su lado. Y eso la hacía sufrir.

Él tampoco lo comprendía. Amaba a Gillian. Sabía con exactitud el momento en el que tuvo claro que quería casarse con ella y que no volvería a haber otra mujer para él: mientras estudiaban en la universidad, un fin de semana fueron de excursión por las Highlands escocesas, con la tienda de campaña y todo lo necesario para cocinar fuera, el tiempo era soleado, fabuloso. A su alrededor solo tenían la sobrecogedora soledad y extensión de las turberas y en las colinas relucía el intenso color lila del brezo. Por la noche encendieron una hoguera y luego se acurrucaron juntos en un saco de dormir para calentarse del frío que les sobrevino. Cuando se levantaron al día siguiente, el tiempo había cambiado por completo: la niebla era tan espesa que no se veían tres en un burro. Durante el camino de vuelta, en un despeñadero rocoso al que tuvieron que encaramarse, Tom de repente resbaló y tuvo la mala suerte de romperse un pie en la caída. Se quedó tendido entre las piedras, rodeado por la fría y húmeda niebla, medio desmayado por el dolor, vomitando y sufriendo mareos. No tenía ni idea de cómo salir de ese maldito lugar remoto y poder llegar de nuevo al aparcamiento en el que habían dejado el decrépito coche oxidado que los había llevado hasta allí. Gillian se asustó muchísimo, pero se recompuso enseguida y no rompió a llorar ni se quedó acongojada. Utilizó unas ramas y vendas de gasa para entablillarle el tobillo. Cargó con la pesada tienda, ayudó a Tom a levantarse y le sirvió de apoyo, de manera que ese hombretón de metro noventa pudo continuar avanzando por el estrecho sendero trillado que recorría los húmedos valles y subía por las peñas en las que el frío les calaba los huesos. Ella lo animó en todo momento a superar el dolor que tanto lo atormentaba y, cuando estaba ya a punto de sucumbir, rendida al peso con el que había tenido que cargar y apenas podía tenerse en pie, continuó imperturbable, con los dientes apretados e impulsada por una determinación inquebrantable.

En esos momentos, él solo pensaba que no estaba dispuesto a dejarla escapar jamás.

No es que estuvieran unidos únicamente porque en esos momentos se hubiera erigido como su salvadora. Es que con ello le había demostrado también cuál era la esencia de su ser: la fuerza, la voluntad, la capacidad de hacer lo que era necesario en cada momento.

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