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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (14 page)

Miércoles, 9 de diciembre

1

Incluso la noche más larga, pensó Anne, acaba tarde o temprano.

Eran las seis de la mañana cuando al fin consiguió relajarse. Fuera reinaba una profunda oscuridad y todavía faltaban un par de horas para que amaneciera, pero Anne siempre se levantaba a las seis. Los días laborables, para acudir a la consulta, y los fines de semana, para poder pasar dos horas pintando sin que nadie la molestara antes de prepararse el desayuno. Le daba igual si había luz o no, para ella el día empezaba a las seis de la mañana. Le gustaba despertarse mientras los demás seguían durmiendo. Sin embargo, puesto que vivía más sola que la una en aquella casa rodeada de bosque, ya no tenía la sensación de calma absoluta en medio de un mundo adormilado. Los ruidos, las voces, los susurros del bosque, por la noche eran distintos que los que se oían durante el día y, no obstante, no era lo mismo contemplar la casa a oscuras. El peligro estaba en la soledad que podía sentirse fuera, en la que se fundían día y noche, sueño y vigilia. Especialmente en esos días tan oscuros previos a la Navidad.

La noche anterior, Anne la había pasado en el salón. Envuelta con una manta, se había tomado un vaso de leche caliente a pequeños sorbos mientras intentaba calmar los nervios. Se había metido en la cama a las diez y media, había pasado media hora leyendo y se había quedado dormida enseguida, pero en algún momento se había despertado sobresaltada: durante una fracción de segundo había visto un resplandor en la pared del dormitorio y había oído el ruido de un motor de coche que al instante enmudeció al mismo tiempo que la luz se extinguía también.

En alguna parte ahí fuera, en esa fría noche de invierno, había un coche. Dentro debía de haber alguien y… Sí, ¿qué? ¿Qué debía de estar haciendo alguien en ese claro alejado de cualquier núcleo urbano? ¿Contemplar la única casa aislada que había por los alrededores, con su jardín lleno de árboles frutales pelados? ¿Para qué?

El corazón se le había acelerado y, todavía tendida en la cama, había tenido la esperanza de que hubiera sido solo un sueño, pero sabía que no era cierto. Como tampoco eran imaginaciones suyas. Había sucedido con demasiada frecuencia en los últimos días. Tenía que empezar a tomárselo en serio. El problema era que no tenía ni la más remota idea de qué era lo que tenía que tomarse en serio.

En los dígitos luminosos del radio-despertador que tenía junto a la cama había visto que pasaba casi media hora de la medianoche.

Al final había hecho un esfuerzo y se había acercado a la ventana. En el piso de arriba también tenía postigos, pero no solía cerrarlos. Se movió con cautela para no dejarse ver y miró hacia fuera. La luna resplandecía levemente tras las nubes. No había sido capaz de ver nada: ni coches, ni personas. Sin embargo, sabía que había alguien. Respirando, esperando.

Por un momento pensó en llamar a la policía. «Vivo en medio del bosque, en lo que había sido una casa de guardabosque, a unos diez minutos en coche de Tunbridge Wells. Hay un coche fuera, creo que alguien está vigilando mi casa. Llevo así unas semanas: veo el resplandor cada vez que el coche se acerca. Por un accidentado camino forestal, porque es la única manera de llegar hasta aquí. Luego la luz se apaga y el coche debe de quedarse por alguna parte por ahí fuera. Y no sé qué pretende el conductor, no sé qué quiere de mí».

Ya había cogido el auricular del teléfono dos veces y en ambas ocasiones había desistido de llamar en el último momento. Tenía la impresión de que todo aquello parecían chifladuras de anciana extravagante. Podía imaginarse lo que pensaría su interlocutor: una mujer mayor, de casi setenta años, bastante rara, que vive apartada en un lugar perdido de la mano de Dios. Viuda, huraña, fantasiosa. Y ahora se imagina que ve luces y que oye ruidos de motores.

Al final se había puesto un chándal y había bajado al piso inferior. En la planta baja, los postigos estaban bien cerrados. Tiempo atrás solía dejarlos casi siempre abiertos, pero no había vuelto a atreverse desde que había empezado a observar esos extraños fenómenos.

Al menos desde fuera nadie podría verla. Encendió todas las luces y el televisor. Voces, necesitaba oír a alguien y sentir que no estaba sola en el mundo.

Se calentó un vaso de leche y se extrañó del frío intenso que sentía, por lo que se envolvió en una manta de lana. Ya no sería capaz de dormir en lo que quedaba de noche, estaba segura de ello. Estaba desvelada y no paraba de mirar alternativamente la pared y el televisor, mientras fuera alguien debía de haberse sentado a mirar fijamente la casa. Sabía que la luz se filtraría por las hendiduras de los postigos. Fuera quien fuese ese misterioso desconocido, podría ver que estaba despierta. Lo que Anne no sabía era si ese hecho sería significativo para aquella persona.

Por la mañana la pesadilla perdió nitidez. Anne tenía previsto ir a la ciudad para enviar por correo un par de regalos de Navidad para unos viejos amigos y sabía que la normalidad del día acabaría con aquel terror nocturno que le parecía casi irreal. Se alegraba de no haber llamado a la policía y de no haber hecho el ridículo. Incluso se alegraba de que hubiera tenido lugar esa noche interminable, puesto que había llegado a una decisión: vendería la casa y volvería a Londres, donde había pasado casi toda la vida. Y donde vivía la gente a la que conocía de esos tiempos pretéritos.

Había pasado todas esas largas horas pensando en ello, reviviendo el dolor que había sentido justo después de la muerte de Sean, la resolución con la que había afrontado la soledad y el miedo. Por encima de todo, se había acordado también de lo que se había prometido a sí misma y a su marido en cuanto este falleció en el hospital: «Continuaré tu sueño, la casa que tanto querías. Con los árboles frutales y las encantadoras noches de verano en la veranda. Con las silenciosas noches de invierno, cuando el bosque queda cubierto de escarcha. Viviré todo esto por ti».

Esa mañana decidió tomarse la libertad de retirar su promesa.

No solo porque hubiera un chiflado merodeando por el bosque que podía llegar a suponer un peligro para ella. Le daba igual quién fuera ese loco y lo que pretendiera, no había sido más que el desencadenante de la decisión.

Esa noche había comprendido algo: en realidad estaba viviendo el sueño de Sean, pero no tenía nada que ver con ella ni con sus deseos, sus anhelos o su concepción de la vida. Vivir los dos en esa casa había tenido su atractivo, pero para una persona sola podía convertirse en una verdadera pesadilla.

Estaba cansada, pero al mismo tiempo estaba eufórica. Se sentía feliz, liberada.

Entró en la cocina, encendió la cafetera, puso un huevo a cocer y abrió un paquete de pan de molde mientras tarareaba en voz baja. Cuando hubiera terminado de enviar los paquetes, buscaría un agente inmobiliario. Tal vez podría pasar a verla en los próximos días para tasar la casa y decirle por cuánto podría venderla. Y luego se pondría a buscar ella. Un bonito apartamento de tres habitaciones con un gran balcón que pensaba llenar de plantas. En un edificio en el que vivieran más personas, con las que quizá podría llegar a trabar amistad. Por la noche estaría rodeada por las luces de la ciudad. Notó que las lágrimas brotaban de sus ojos con solo pensarlo y se dio cuenta de lo duro que había sido en realidad soportar el aislamiento en el que vivía. En cuanto había empezado a permitirse pensar en ello, había comprendido lo infeliz que había sido allí. Lo mucho que ese tipo de vida contradecía la que ella siempre había soñado.

Siguió tarareando en voz baja.

Y lo más bonito de todo era que tenía la impresión de que Sean lo vería con buenos ojos.

2

—¿Y bien? —preguntó Peter Fielder, cuando Christy entró en su habitación. Era temprano por la mañana y en los despachos y pasillos del New Scotland Yard todavía reinaba la tranquilidad. A Peter le gustaba llegar temprano a la central. De ese modo no lo molestaban continuamente y podía resolver temas antes de que se desencadenara la agitación habitual de colaboradores yendo arriba y abajo a toda prisa, los teléfonos que no paraban de sonar y las reuniones convocadas de improviso.

Christy McMarrow tenía la misma costumbre y Peter pensaba que probablemente era esa coincidencia en cuestiones profesionales por lo que funcionaban tan bien como equipo.

La lacónica pregunta con la que se había dirigido a Christy aludía a la nueva información que sin duda tenía para él. Ella nunca iba a verlo simplemente para tomar un café o charlar un rato.

Sin embargo, Christy no parecía precisamente contenta. Fuera lo que fuese lo que había descubierto, no parecía nada bueno.

—Ayer hablé con dos antiguas compañeras de Carla Roberts que habían trabajado con ella en la droguería —dijo Christy—. Las dos describieron a Carla como una mujer amable y simpática, aunque sumamente retraída. Debía de ser una persona más bien reservada, aunque siempre dispuesta a ayudar y a demostrar cariño. Las dos excluyen también la posibilidad de que pudiera haberse ganado enemigos en el trabajo. No obstante, volveré a hablar con el gerente de la sucursal, aunque el instinto me dice que por ahí no encontraremos nada.

—Mmm… —profirió Fielder—. ¿Algo más?

—He repasado la agenda de direcciones de Carla Roberts, pero apenas hay nada anotado, únicamente compañeras de trabajo de la droguería. Parece como si no hubiera escrito ninguna entrada después de haber dejado el empleo. O bien no conoció a gente nueva o bien no dejó constancia de ello en la agenda. He descubierto a otra persona que la conocía antes de que trabajara allí, desde los tiempos en los que Carla todavía estaba casada. Eleanor Sullivan. Era amiga de Roberts, aunque no mucho. He ido a verla.

—¿Y qué le dice su instinto al respecto? —Fielder lo preguntó sin sarcasmo. Durante los últimos años había aprendido a dar cierto crédito al instinto de Christy, tal vez por el respeto y la admiración que le tenía.

—La verdad es que no se ha expresado muy claramente que digamos —tuvo que admitir Christy—. Más bien no. En mi opinión es muy poco probable que el asesino haya salido de un episodio anterior de la vida de Carla. En ese caso habría motivos para que nadie lo conociera. La señora Sullivan recuerda bien a Carla y la describe exactamente igual que los demás: tímida, reservada, simpática y muy amable. Afirma que Carla no tuvo jamás problemas con nadie. Concretamente, ha dicho que Carla era demasiado tranquila y retraída como para llegar a reñir con nadie. Debía de ser una persona verdaderamente discreta, de las que prefieren evitar los conflictos y no provocar jamás a nadie.

—Mmm… —volvió a proferir Fielder—. Es desesperante. Ni siquiera tenía ordenador. No hay contactos de correo electrónico, foros o páginas web que habrían podido ofrecernos algún indicio. ¡Estamos dando palos de ciego!

Lo que tanto le había dificultado la vida a Carla Roberts, aquella timidez e inseguridad, dificultaba también en ese momento el esclarecimiento de las circunstancias de su violenta muerte. Había sido una mujer de trato fácil que no había querido jamás enfrentarse a otras personas. Y, sin embargo, había muerto de una forma horrorosa. Ese modelo de discreción debió de desencadenar en alguien esa horrible agresión.

—Tiene que haber ocurrido algo en su vida —dijo él—, tiene que haber algo que haya provocado esa brutalidad en el asesino. Una cosa es matar a alguien desde una distancia prudencial y otra muy distinta es cautivar a alguien para meterle un trapo en la garganta hasta provocarle el vómito. Es necesario presionar hondo y mantener esa presión para que la víctima se asfixie con su propio vómito en una agonía terrible. En mi opinión es necesaria la intervención de una cantidad de odio considerable. ¿Cómo habría podido desencadenar tanto odio Carla Roberts, si todos la describen como una persona amable y discreta que pasaba por la vida sin hacer ruido?

—Es posible que su asesinato no tenga nada que ver con ella como persona —reflexionó Christy—, sino más bien con el hecho de que la soledad en la que vivía la convertía en una víctima adecuada. Para un hombre que tenga un problema con las mujeres en general. No en vano, eso fue lo primero que se nos pasó por la cabeza en cuanto vimos lo que le habían hecho a aquella mujer.

—Sin embargo, debemos centrarnos en la vida de esa mujer porque no tenemos ningún otro indicio. —Peter reprimió un bostezo. Estaba muy cansado—. Esa tal señora Sullivan, ¿ha dicho algo acerca del matrimonio de Roberts?

—Sí. Que era un matrimonio bastante normal. Sin altibajos. Él trabajaba mucho, siempre estaba en la empresa. Carla cayó del guindo cuando se enteró del desastre financiero y de que su marido la había engañado durante años. Lo que más la afectó fue el hecho de no haberse enterado de nada en todo ese tiempo. La señora Sullivan habló con ella por teléfono por aquel entonces y Roberts no hizo más que repetir la típica frase en estos casos: «¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta? ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta?». No se lo explicaba.

—¿Su marido se comportó alguna vez con ella de forma violenta? ¿O tenía algún tipo de inclinación violenta?

—No. De un modo algo aburrido y nada espectacular debió de ser un matrimonio absolutamente feliz. Aparte de eso, a él lo describe como a un tipo más bien burgués. Según Eleanor Sullivan, el divorcio le salió redondo. A excepción del aspecto financiero, pues ella no pudo conseguir nada. Además, el marido desapareció rápidamente y para siempre.

Fielder habría preferido no hablar de instinto puesto que se trataba de trabajo, pero realmente tenía la sensación de que seguirle la pista a ese ex marido desaparecido era una pérdida de tiempo. No creía que tuviera nada que ver con el asesinato de Carla.

Decidió cambiar de tema.

—¿Y qué pasa con la puerta del edificio? ¿Hay alguna novedad?

En ese sentido, Christy al menos pudo presentarle un resultado.

—Sí. Nuestro técnico dice que sin lugar a dudas fue manipulada. Alguien había usado unas tenazas para sacar de su alojamiento el resorte que se encarga de que la puerta vuelva a cerrarse sola de forma automática. De ese modo cualquiera podía entrar y salir en cualquier momento sin necesidad de llave.

—Podría haber sido el asesino.

—Sí, aunque no necesariamente. El conserje afirma que ya han sufrido algún que otro acto de vandalismo. Hackney no es precisamente el barrio más cívico de la ciudad. También es posible que algún joven lo hubiera hecho para divertirse y que al asesino le hubiera venido al pelo.

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