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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (3 page)

Como el rayo, el felino se echó atrás y dio un golpe cruel a su atormentador con sus grandes zarpas, y podría muy bien destrozar la-cara del hombre-mono de llegar el golpe a su destino; pero no lo hizo: Tarzán era más rápido aún que Sheeta. Cuando la pantera se puso sobre sus cuatro patas en la pequeña plataforma, Tarzán cogió su gruesa lanza y aguijoneó la cara del animal, que no dejaba de gruñir, y mientras Sheeta esquivaba los golpes, los dos prosiguieron su horrible dúo de espeluznantes rugidos y gruñidos.

Provocado hasta el frenesí, el felino decidió entonces subir tras el perturbador de su paz; pero cada vez que trataba de saltar a la rama que sostenía a Tarzán encontraba la afilada punta de la lanza en su cara, y cada vez que caía atrás era pinchado perversamente en alguna parte blanda; pero al final, sin poder contener la rabia, saltó tronco arriba hasta la rama en la que Tarzán se encontraba. Ahora los dos se enfrentaron al mismo nivel y Sheeta vio al mismo tiempo la posibilidad de una rápida venganza y de una cena. El simio sin pelo, de pequeños colmillos y débiles garras, quedaría indefenso ante él.

La gruesa rama se dobló bajo el peso de las dos bestias mientras Sheeta se arrastraba con cautela sobre ella y Tarzán retrocedía despacio, gruñendo. El viento había alcanzado proporciones de vendaval, de modo que incluso los mayores gigantes del bosque se balanceaban, rugiendo, debido a su fuerza, y la rama sobre la que los dos se enfrentaban subía y bajaba como la cubierta de un barco azotado por una tormenta. Goro estaba ahora completamente oscurecida, pero los nítidos destellos de los rayos iluminaban la jungla con breves intervalos, revelando el encarnizado cuadro de primitiva pasión sobre la oscilante rama.

Tarzán retrocedió, alejando a Sheeta del tronco del árbol y acercándola al extremo de la ahusada rama, donde sus pisadas eran cada vez más precarias. El felino, enfurecido por el dolor de las heridas de la lanza, estaba sobrepasando los límites de la precaución. Ya había llegado a un punto en que podía hacer poco más que mantenerse sobre sus patas, y ese momento fue el que Tarzán eligió para atacar. Con un rugido que se fundió con el retumbante trueno saltó hacia la pantera, que sólo pudo arañar inútilmente con una garra enorme mientras se aferraba a la rama con la otra; pero el hombre-mono no se acercó a esa amenaza de destrucción. En cambio, saltó por encima de las amenazadoras garras y colmillos que se abrían y cerraban, dando la vuelta en pleno vuelo y aterrizando sobre el lomo de Sheeta, y en el instante del impacto su cuchillo se hundió profundamente en el costado de la bestia. Entonces Sheeta, impulsada por el dolor, el odio, la rabia y la primera ley de la Naturaleza, enloqueció. Chillando y arañando intentó volverse hacia el hombre-mono que se aferraba a su lomo. Por un instante se desplomó sobre la rama que ahora se movía salvajemente, se aferró frenética para salvarse y luego se hundió en la oscuridad sin que Tarzán se soltara de su espalda. Ambos cayeron de las ramas que se partían bajo su peso con gran estrépito. Ni por un instante el hombre-mono consideró la posibilidad de abandonar su dominio del adversario. Había entrado en combate mortal y, siguiendo los instintos primitivos de lo salvaje —la ley no escrita de la jungla—, uno o ambos debían morir antes de que la batalla finalizara.

Sheeta, como felina que era, aterrizó sobre sus cuatro patas extendidas y el peso del hombre-mono la aplastó en el suelo, el largo cuchillo clavado de nuevo en el costado. La pantera intentó con esfuerzo ponerse en pie; pero lo único que consiguió fue volver a caer al suelo. Tarzán sintió los músculos del gigante relajarse bajo él. Sheeta estaba muerta. El hombre-mono se levantó y colocó un pie sobre el cuerpo de su enemigo vencido, alzó el rostro hacia los cielos retumbantes y, cuando estalló el relámpago y la lluvia torrencial empezó a caerle encima, lanzó el fuerte grito de victoria del simio macho.

Alcanzado su objetivo y expulsado el enemigo de su guarida, Tarzán recogió una brazada de grandes frondas y trepó hasta su mojada plataforma. Extendió algunas frondas en el suelo, se tumbó y se cubrió con el resto, y pese al aullido del viento y el estrépito del trueno, se quedó dormido de inmediato.

La gruesa rama se dobló bajo el peso de las dos bestias.

CAPÍTULO II

LA CUEVA DEL LEÓN

La lluvia duró veinticuatro horas y gran parte del tiempo cayó torrencialmente, de modo que cuando cesó, el sendero que Tarzán había estado siguiendo había desaparecido por completo. Incómodo y sintiendo frío, el salvaje Tarzán se abrió paso por los laberintos de la empapada jungla. Manu, el mono, temblando y parloteando en los húmedos árboles, armó un revuelo y huyó ante su proximidad. Incluso las panteras y los leones dejaron pasar al rugiente tarmangani sin molestarle.

Cuando al segundo día el sol volvió a brillar y una extensa llanura dejó que el calor de Kudu inundara su frío cuerpo, Tarzán se animó; pero seguía siendo un hosco y malhumorado bruto que avanzaba sin descanso hacia el sur, donde esperaba volver a encontrar el rastro de los alemanes. Ahora se hallaba en el África oriental alemana y su intención era rodear las montañas al oeste del Kilimanjaro, cuyos accidentados picos deseaba evitar, y luego dirigirse hacia el este, por el lado sur de la cordillera, hasta el ferrocarril que conducía a Tanga, pues su experiencia entre los hombres le indicaba que este ferrocarril era el punto donde las tropas alemanas probablemente convergerían.

Dos días más tarde, procedente de las laderas meridionales del Kilimanjaro, oyó el estruendo del cañón a lo lejos, hacia el este. La tarde había estado apagada y nublada y ahora, al pasar por una estrecha garganta, unas grandes gotas de lluvia le salpicaron los hombros. Tarzán meneó la cabeza y gruñó en señal de desaprobación; luego miró alrededor en busca de refugio, pues ya estaba harto de tener frío y de calarse hasta los huesos. Quería apresurarse en dirección del ruido que resonaba, pues sabía que habría alemanes luchando contra los ingleses. Por un instante su pecho se henchió de orgullo al pensar que era inglés, y luego meneó la cabeza de nuevo.

—¡No! —masculló—. Tarzán de los Monos no es inglés, porque los ingleses son hombres y Tarzán es tarmangani.

Pero no podía ocultar, ni a su tristeza ni a su hosco odio hacia la humanidad en general, que su corazón se ablandaba al pensar que era un inglés que luchaba contra los alemanes. Lo que lamentaba era que los ingleses fueran humanos y no grandes simios blancos, como él se consideraba.

«Mañana —pensó— viajaré en esa dirección y encontraré a los alemanes», y entonces se dispuso a iniciar la tarea de descubrir algún lugar donde resguardarse de la tormenta. Espió la entrada baja y angosta de lo que parecía una cueva en la base de los acantilados que formaban la parte norte de la garganta. Con el cuchillo preparado se acercó al lugar, cauto, pues sabía que si se trataba de una cueva sin duda sería la guardia de alguna otra bestia. Ante la entrada yacían numerosos trozos de roca de diferentes tamaños, similares a otros que estaban esparcidos por toda la base del acantilado, y Tarzán pensó que si encontraba la cueva desocupada taparía la entrada y se aseguraría de poder disfrutar de una noche de tranquilo y pacífico descanso en su interior. Que la tormenta rugiera fuera; Tarzán permanecería dentro hasta que cesara, confortable y seco. Un pequeño reguero de agua fría salia de la abertura.

Cerca de la cueva Tarzán se arrodilló y olisqueó el suelo. Un rugido bajo escapó de su boca y su labio superior se curvó para dejar al descubierto los colmillos.

—¡Numa! —masculló; pero no se paró. Tal vez Numa no se encontrara en casa; investigaría. La entrada era tan baja que el hombre-mono se vio obligado a ponerse a cuatro patas para no golpearse la cabeza; pero primero miró, escuchó y oliscó en todas direcciones por detrás, pues no quería que le pillaran por sorpresa.

Su primer vistazo al interior de la cueva le reveló un estrecho túnel en cuyo extremo se veía luz solar. El interior del túnel no era tan oscuro como para que el hombre-mono no viera que en aquellos momentos no estaba ocupada. Avanzó con cautela arrastrándose hacia el otro extremo, comprendiendo lo que significaría que Numa entrara de pronto por el túnel; pero Numa no apareció y el hombre-mono emergió al fin al exterior, donde se puso erecto y se encontró en una hendidura rocosa cuyas escarpadas paredes se elevaban casi perpendiculares a ambos lados, pasando el túnel de la garganta a través del acantilado y formando un pasadizo del mundo exterior a una gran bolsa o barranco enteramente encerrado por empinados muros de roca. Salvo por el pequeño pasadizo de la garganta no había otra entrada al barranco, que tenía unos treinta metros de largo por unos quince de ancho y daba la impresión de haber sido desgastado del rocoso acantilado por la caída de agua durante largo tiempo. Una pequeña corriente de agua procedente de las nieves perpetuas del Kilimanjaro goteaba por el borde de la pared rocosa en el extremo superior del precipicio, formando un pequeño charco en la parte inferior del acantilado desde el que un pequeño riachuelo serpenteaba hacia el túnel, pasaba a través de éste y llegaba a la garganta que había detrás. Un solo árbol de gran tamaño florecía cerca del centro del precipicio, donde había parcelas de hierba delgada pero fuerte repartidas entre las rocas de suelo arenisco.

Desparramados por el lugar había huesos de muchos animales grandes y entre ellos se encontraban varios cráneos humanos. Tarzán alzó las cejas.

—Un devorador de hombres —murmuró—, y a juzgar por las apariencias lleva mucho tiempo dominando esto. Esta noche Tarzán tomará la guarida del devorador de hombres y Numa tendrá que rugir y gruñir fuera.

El hombre-mono se había adentrado en el precipicio investigando los alrededores y ahora se hallaba de pie cerca del árbol, satisfecho de que el túnel resultara un abrigo seco y tranquilo para pasar la noche. Se volvió para desandar el camino hasta el extremo exterior de la entrada, para bloquearla con rocas contra el regreso de Numa; pero con ese pensamiento acudió a sus sensibles oídos algo que le paralizó en una inmovilidad escultural con los ojos clavados en la boca del túnel. Un momento más tarde apareció en la abertura la cabeza de un león enmarcada en una abundante cabellera negra. Los ojos amarillo-verdosos relucían, redondos y fijos, clavados en el intruso tarmangani, un rugido bajo resonó desde lo más hondo de su pecho y los labios se curvaron hacia afuera para dejar al descubierto sus potentes colmillos.

—¡Hermano de Dango! —gritó Tarzán, airado porque el regreso de Numa era tan inoportuno que podía frustrar sus planes para pasar una noche de confortable reposo—. Soy Tarzán de los Monos, Señor de la Jungla. Esta noche me guarezco aquí, ¡vete!

Pero Numa no se marchó. En cambio, emitió un rugido amenazador y dio unos pasos en dirección a Tarzán. El hombre-mono cogió una roca y se la lanzó a la cara. Nunca puede uno fiarse de un león. Éste podía dar media vuelta y echar a correr a la primera insinuación de ataque —Tarzán había engañado a muchos en su época—, pero no ahora. El misil golpeó de llenó a Numa en el hocico —una parte tierna de su anatomía— y en lugar de hacerle huir le transformó en una enfurecida máquina de odio y destrucción.

Alzó la cola, tensa y recta, y con una serie de espeluznantes rugidos se lanzó sobre el tarmangani a la velocidad de un tren expreso. Tarzán alcanzó a tiempo el árbol, saltó a sus ramas y allí se agazapó, lanzando insultos al rey de las bestias mientras, abajo, Numa daba vueltas, rugiendo y gruñendo enfurecido.

Ahora llovía con intensidad, lo que se sumaba a la sensación de incomodidad y decepción del hombre-mono. Estaba muy enojado; pero únicamente la necesidad le impulsaba a entablar combate mortal con un león, ya que sabía que sólo disponía de la suerte y la agilidad para pelear con las terribles ventajas de los músculos, peso, colmillos y garras, y ni siquiera consideró la idea de descender y enzarzarse en un duelo tan desigual e inútil por la simple recompensa de obtener un poco más de comodidad. Se quedó encaramado en el árbol mientras la lluvia caía sin cesar y el león daba vueltas y más vueltas al árbol, lanzando de vez en cuando una mirada siniestra hacia lo alto.

Tarzán exploró las escarpadas paredes buscando una vía de escape. Un hombre corriente se habría quedado confuso; pero el hombre-mono, acostumbrado a trepar, vio varios lugares donde podría poner pie, posiblemente de un modo precario, pero suficiente para ofrecerle una razonable seguridad de huida si Numa se trasladaba por un momento al otro extremo del precipicio. Sin embargo, Numa, pese a la lluvia, no dio muestras de querer abandonar su puesto, por lo que al fin Tarzán empezó a pensar en serio si no valía la pena arriesgarse a pelear con él en lugar de seguir pasando frío y mojándose, además de ser humillado, en el árbol.

Mientras le daba vueltas a esta idea, Numa se volvió de pronto y se dirigió con paso majestuoso hacia el túnel, sin echar siquiera una mirada atrás. En el instante en que desapareció, Tarzán saltó con agilidad al suelo y se alejó del árbol a toda velocidad hacia el acantilado. El león acababa de entrar en el túnel cuando volvió a salir de inmediato y, girando como un destello, echó a correr por el precipicio tras el hombre-mono, que parecía volar; el avance de Tarzán era demasiado rápido, y si encontraba un lugar en la pared donde clavar los dedos o poner el pie, estaría a salvo; pero si resbalaba de la roca mojada su suerte ya estaba echada, pues caería directamente en las garras de Numa, donde incluso el Gran Tarmangani estaría indefenso.

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