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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (2 page)

Una vez más, Tarzán de los Monos avanzó con gran rapidez, ahora más veloz que antes, pues le aguijoneaba un vago temor, más producto de la intuición que de la razón. Igual que las bestias, Tarzán de los Monos parecía poseer un sexto sentido. Mucho antes de llegar a la cabaña casi podía imaginar la escena que al fin apareció a su vista.

La casa se encontraba silenciosa y desierta cubierta de parra. Brasas incandescentes señalaban el lugar donde estuvieron sus grandes cobertizos. Las chozas con techo de paja de sus robustos criados habían desaparecido, y los campos, los pastos y los corrales estaban vacíos. De vez en cuando unos buitres remontaban el vuelo y volaban en círculo sobre los cadáveres de hombres y bestias.

Con un sentimiento casi de terror como jamás había experimentado, el hombre-mono se obligó por fin a entrar en su casa. Lo primero que vieron sus ojos llenó su visión con la roja neblina del odio y la sed de sangre, pues allí, crucificado contra la pared de la sala de estar, estaba Wasimbu, hijo gigantesco del fiel Muviro y durante más de un año el guardia personal de lady Jane.

Todos los muebles de la habitación volcados y destrozados, los charcos amarronados de sangre seca en el suelo y las huellas de manos ensangrentadas en paredes y molduras evidenciaban en parte el horror de la batalla que tuvo lugar en los estrechos límites del apartamento. Frente al piano de media cola yacía el cuerpo de otro negro guerrero, mientras delante de la puerta del tocador de lady Jane se hallaban los cadáveres de otros tres fieles criados de los Greystoke. La puerta de esta habitación estaba cerrada. Con los hombros caídos y los ojos apagados Tarzán se quedó pasmado, contemplando la madera que le ocultaba el horrible secreto que no se atrevía a adivinar.

Lentamente, con pies de plomo, avanzó hacia la puerta. Tanteando con la mano encontró el pomo. Así permaneció otro largo minuto, y luego, con un gesto súbito, irguió su gigantesco cuerpo, echó hacia atrás sus fuertes hombros y, con la cabeza alta en gesto de valor, abrió la puerta y cruzó el umbral para entrar en la habitación que contenía para él los más preciados recuerdos de su vida. Ningún cambio de expresión se produjo en sus serias facciones cuando cruzó con grandes pasos la habitación hasta llegar junto al pequeño diván y la forma inanimada que yacía boca abajo sobre él; la forma inmóvil y silenciosa que había latido llena de vida, juventud y amor.

Ninguna lágrima ensombreció los ojos del hombre-mono; pero sólo el Dios que le hizo pudo conocer los pensamientos que cruzaron por aquel cerebro medio salvaje. Durante largo rato se quedó allí de pie con la mirada clavada en el cuerpo inerte, carbonizado e irreconocible. Y luego se inclinó y lo cogió en sus brazos. Cuando dio la vuelta al cadáver y vio la forma horrible en que le habían dado muerte conoció, en aquel instante, el mayor de los pesares, del horror y del odio.

Tampoco precisó la prueba del rifle alemán roto en la habitación exterior, ni la gorra militar manchada de sangre en el suelo, para saber quién había perpetrado aquel espantoso e inútil crimen.

Por un momento esperó, contra toda esperanza, que el cuerpo carbonizado no fuera el de su compañera, pero cuando sus ojos descubrieron y reconocieron los anillos en sus dedos, el último débil rayo de esperanza le abandonó. En silencio, con amor y reverencia enterró, en la pequeña rosaleda que había sido el orgullo y el amor de Jane y Clayton, la pobre forma carbonizada, y a su lado los grandes guerreros negros que dieron su vida tan inútilmente para proteger a su ama.

En un extremo de la casa Tarzán encontró otras tumbas recién excavadas, y en ellas buscó la prueba final de la identidad de los autores reales de las atrocidades que allí se cometieron en su ausencia.

Desenterró los cuerpos de una docena de soldados negros alemanes y encontró en sus uniformes las insignias de la compañía y el regimiento a los que habían pertenecido. Esto le bastó al hombre-mono. A estos hombres los habían comandado oficiales blancos, y tampoco resultaría tarea difícil descubrir quiénes eran.

Regresó a la rosaleda, permaneció de pie entre los arbustos y capullos pisoteados por los tudescos sobre la tumba de su mujer muerta; con la cabeza inclinada le dio su último adiós en silencio. Al ponerse lentamente el sol tras la encumbrada selva del oeste, se alejó despacio por el camino, aún visible, abierto por el capitán Fritz Schneider y su sanguinaria compañía.

Su sufrimiento era el del bruto insensible: mudo; pero no por callado era menos intenso. Al principio su gran tristeza aturdió sus otras facultades de pensamiento; su cerebro estaba agobiado por la calamidad hasta tal punto que no reaccionaba más que a un solo estímulo: ¡Ella está muerta! ¡Ella está muerta! Una y otra vez esta frase golpeaba monótonamente su cerebro; un dolor sordo, palpitante, aunque sus pies seguían de forma mecánica la pista de su asesino mientras, conscientemente, todos sus sentidos estaban alerta a los peligros que siempre existían en la jungla.

Poco a poco la fatiga provocada por su gran pesar dejó paso a otra emoción tan real, tan tangible, que parecía un compañero caminando a su lado. Era odio, y le produjo cierto consuelo y sosiego —pues era un odio sublime que le ennoblecía, como ha ennoblecido a incontables miles de personas desde entonces—, odio hacia Alemania y los alemanes. Se centraba en el asesinato de su compañera, por supuesto; pero incluía a todo lo alemán, animado o inanimado. Como si ese pensamiento se hubiera apoderado de él con firmeza, se detuvo, alzó el rostro a Goro, la luna, y maldijo con la mano levantada a los autores del espantoso crimen perpetrado en aquella pacífica cabaña que dejaba atrás; y maldijo a sus progenitores, y a su prole y a todos los de su especie mientras juraba en silencio luchar implacablemente contra ellos hasta que la muerte se lo llevara.

Casi de inmediato experimentó una sensación de contento, pues si antes su futuro parecía vacío, ahora estaba lleno de posibilidades cuya contemplación le producía, si no felicidad, al menos una suspensión de la pena absoluta, pues le esperaba una gran tarea que le ocuparía todo el tiempo.

Al despojarse de todos los símbolos externos de la civilización, Tarzán también había regresado, moral y mentalmente, al estado de la bestia salvaje en el que se había criado. Su civilización nunca fue más que un barniz aplicado sobre sí por la hembra a la que amaba, porque creía que verle así la hacía más feliz. En realidad siempre llevó los signos externos de la denominada cultura con profundo desprecio. La civilización, para Tarzán de los Monos, significaba un recorte de la libertad en todos sus aspectos: libertad de acción, libertad de pensamiento, libertad de amor, libertad de odio. Aborrecía la ropa, cosas incómodas, espantosas, limitadoras, que de alguna manera le recordaban los lazos que le ataban a la vida que había visto vivir a las pobres criaturas de Londres y París. La ropa era el emblema de aquella hipocresía que la civilización defendía, una demostración de que quien la llevaba se avergonzaba de lo que la ropa cubría, de la forma humana hecha a semejanza de Dios. Tarzán sabía cuán bobos y patéticos aparecían los órdenes inferiores de animales con la ropa de la civilización, pues había visto a varias pobres criaturas disfrazadas así en diversos espectáculos ambulantes en Europa, y también sabía cuán bobo y patético aparecía el hombre con ella, puesto que los únicos hombres a los que había visto en sus primeros veinte años de vida fueron, como él, salvajes que iban desnudos. El hombre-mono sentía una gran admiración por un cuerpo musculoso, bien proporcionado, ya fuera león, antílope u hombre, y nunca había comprendido que la ropa se considerara más bella que una piel clara, firme y sana, o el abrigo y pantalones más elegantes que las suaves curvas de los músculos redondeados bajo un pellejo flexible.

En el mundo civilización Tarzán halló codicia, egoísmo y crueldad que sobrepasaban lo que había conocido en su salvaje jungla, y aunque la civilización le había dado compañera y varios amigos a quienes amaba y admiraba, jamás la aceptó como usted y yo, que poco o nada más hemos conocido; así que con gran alivio la abandonó definitivamente, y también a todo lo que representaba, y se adentró en la jungla una vez más, vestido con su taparrabos y llevándose sus armas.

Llevaba el cuchillo de caza de su padre colgado de la cadera izquierda, el arco y el carcaj de flechas suspendidos de los hombros y alrededor del pecho, sobre un hombro y bajo el brazo opuesto, se enrollaba la larga cuerda de hierba sin la que Tarzán se sentiría tan desnudo como usted o como yo, si de pronto nos arrojaran a una transitada carretera vestidos sólo con ropa interior. Una gruesa lanza de guerra, que a veces llevaba en una mano y a veces colgada de una correa al cuello sobre la espalda, completaban su armamento y su vestimenta. Faltaba el medallón con diamantes incrustados, con las fotografías de su madre y de su padre, que siempre llevó consigo hasta que antes de casarse lo ofreció a Jane Clayton como prueba de su máxima devoción. Desde entonces ella siempre lo llevó; pero no estaba en su cuerpo cuando la encontró asesinada en su tocador, de modo que ahora su búsqueda de venganza incluía también la búsqueda del dije robado.

Hacia medianoche Tarzán empezó a sentir la tensión física de sus largas horas de viaje y a darse cuenta de que incluso unos músculos como los suyos tenían sus limitaciones. Su persecución de los asesinos no se había caracterizado por una excesiva velocidad, sino que, más acorde con su actitud mental, que estaba marcada por la tenaz determinación de exigir a los alemanes más que ojo por ojo y diente por diente, el factor tiempo apenas entraba en sus cálculos.

Interior y exteriormente, Tarzán había vuelto al estado de bestia; y en la vida de las bestias, el tiempo, como aspecto mensurable de la duración, carecía de sentido. La bestia se interesa activamente sólo por el ahora, y como siempre es ahora y siempre lo será, existe una eternidad de tiempo para lograr los objetivos. El hombre-mono, como es natural, comprendía un poco más las limitaciones del tiempo; pero, como las bestias, se movía con majestuosa parsimonia cuando ninguna emergencia le incitaba a la acción rápida.

Como había dedicado su vida a la venganza, la venganza se convirtió en su estado natural y, por lo tanto, no se trataba de ninguna emergencia, así que efectuaba su persecución con calma. El hecho de que no descansara antes se debía a que no sintió fatiga, ocupada su mente como estaba por pensamientos de tristeza y venganza; pero ahora se percató de que estaba cansado, y buscó un árbol gigante de la jungla que le había albergado más de una noche.

Oscuras nubes que avanzaban veloces por el cielo eclipsaban de vez en cuando la brillante faz de Goro, la luna, anunciando al hombre-mono que se avecinaba una tormenta. En las profundidades de la jungla las sombras de las nubes producían una densa negrura que casi podía sentirse, una negrura que para usted y para mí sería aterradora, con su acompañamiento de susurros de hojas y chasquidos de ramitas, y sus aún más sugerentes intervalos de absoluto silencio en el que la más tosca de las imaginaciones adivinaría acechantes animales de presa tensos para el ataque fatal; pero Tarzán la atravesaba sin preocuparse, aunque siempre alerta. Ahora saltaba ligero a las ramas inferiores de los árboles que formaban un arco en lo alto, cuando algún sentido sutil le advertía que Numa acechaba una presa en su camino, o saltaba nuevamente con agilidad a un lado cuando Buto, el rinoceronte, avanzaba pesadamente hacia él por el estrecho y trillado sendero, pues el hombre-mono, listo para pelear ante el más mínimo pretexto, evitaba las peleas innecesarias.

Cuando saltó por fin al árbol que buscaba, la luna estaba oculta por una densa nube y las copas de los árboles se agitaban salvajemente, azotadas por un viento cuya intensidad iba en constante aumento y cuyo susurro ahogaba los ruidos menos fuertes de la jungla. Tarzán trepó hacia una robusta horcajadura sobre la que mucho tiempo atrás había construido una pequeña plataforma de ramas. Ahora era muy oscuro, mucho más que antes, pues casi todo el firmamento estaba cubierto por densas nubes negras.

Luego el hombre bestia se detuvo, y sus sensibles ventanas de la nariz se dilataron al oliscar el aire. Entonces, con la rapidez y la agilidad de un felino, dio un largo salto hacia afuera, hasta una rama que se balanceó, saltó hacia arriba en la oscuridad, se agarró a otra, se balanceó en ella y luego saltó hasta más arriba aún. ¿Qué transformó tan repentinamente su pausada ascensión del gigantesco tronco en la rápida y cauta acción entre las ramas? Usted o yo no habríamos visto nada —ni siquiera la pequeña plataforma que un instante antes había estado justo encima de él y que ahora se encontraba inmediatamente debajo— pero cuando saltó arriba deberíamos haber oído un siniestro gruñido; y después, cuando la luna quedó al descubierto por unos momentos, deberíamos haber visto la plataforma, confusamente, y una masa oscura que yacía encima, una masa oscura que luego, a medida que nuestros ojos se acostumbraran a la menor oscuridad, habría adoptado la forma de Sheeta, la pantera.

En respuesta al rugido del felino, otro rugido igualmente feroz retumbó procedente del ancho pecho del hombre-mono, un rugido que le advertía a la pantera que ocupaba la guarida de otro; pero Sheeta no estaba de humor para que la echaran de donde estaba. Con el rostro vuelto hacia arriba miró al tarmangani de piel morena. Muy lentamente el hombre-mono se adentró en el árbol por la rama hasta que se encontró directamente encima de la pantera. El hombre llevaba en la mano el cuchillo de caza de su padre, fallecido mucho tiempo atrás, el arma que en un principio le dio su verdadera ascendencia sobre las bestias de la jungla; pero esperaba no verse obligado a utilizarlo, pues sabía que en la jungla había más batallas que concluían en horribles rugidos que en auténticos combates, ya que la ley del engaño era tan buena en la jungla como en cualquier otra parte; sólo en cuestiones de amor y comida las grandes bestias solían cerrar sus colmillos y clavar sus garras.

Tarzán se afianzó contra el tronco del árbol y se inclinó más hacia Sheeta.

—¡Ladrona! —gritó. La pantera se incorporó hasta quedar sentada, exhibiendo los colmillos pero a unos centímetros del rostro burlón del hombre-mono. Tarzán lanzó un espantoso rugido y asestó un golpe en la cara de la pantera con su cuchillo—. Soy Tarzán de los Monos —rugió—. Esta es la guarida de Tarzán. Vete o te mataré.

Aunque hablaba en el lenguaje de los simios de la jungla, es dudoso que Sheeta comprendiera sus palabras, pese a que sabía bien que el simio sin pelo deseaba asustarle para que se alejara de su puesto, bien elegido y por delante del cual cabía esperar que durante las guardias nocturnas en algún momento pasasen criaturas comestibles.

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