Read Tartarín de Tarascón Online

Authors: Alphonse Daudet

Tartarín de Tarascón (8 page)

El príncipe, siempre servicial, asistió a aquella primera cita en calidad de intérprete. Vivía la dama en lo alto de la ciudad. Delante de la puerta, un moro de trece a catorce años fumaba cigarrillos. Era el famoso Alí, el hermano de marras. Al ver llegar a los dos visitantes, dio dos golpes en el postigo y se retiró discretamente.

La puerta se abrió y apareció una negra, que, sin decir palabra, condujo a los señores, a través del estrecho patio interior, a una salita fresca, en donde la dama esperaba, apoyada de codos en un lecho bajo…

A primera vista le pareció a Tartarín más pequeña y regordeta que la mora del ómnibus… ¿Era verdaderamente la misma? Pero la sospecha no hizo sino atravesar como un relámpago el cerebro del tarasconés.

Era tan bonita aquella mujer, descalza, con los dedos regordetes cargados de sortijas, sonrosada, fina, presa en un corselete de paño dorado, con rameado vestido de flores, que dejaba adivinar una personilla amable, un poco gordita, apetitosa, redonda por todas partes…

El tubo de ámbar de un narguile humeaba en sus labios, envolviéndola en la gloria de una humareda rubia.

Al entrar, el tarasconés se llevó una mano al corazón y se inclinó lo más morescamente posible, poniendo los apasionados ojos en blanco. Baya le miró un momento sin decir nada; después, soltando el tubo de ámbar, se echó de espaldas, escondió la cabeza entre las manos y ya no se le vio más que el cuello blanco, que una risa loca le hacía bailar como un saco lleno de perlas.

11. Sidi Tart’ri ben Tart’ri

Si a la hora de las veladas entrarais alguna noche en los cafés argelinos de la ciudad alta, oiríais todavía hoy a los moros hablar entre sí, con guiños y risitas, de cierto Sidi Tart’ri ben Tart’ri, europeo amable y rico que, hace ya algunos años, vivía en los barrios altos con una señoritinga de la tierra llamada Baya.

El Sidi Tart’ri en cuestión, que tan gratos recuerdos ha dejado en los alrededores de la Casbah, bien se adivina, es nuestro Tartarín.

¡Qué queréis! En la vida de los héroes, como en la de los santos, hay siempre horas de ceguedad, desconcierto y desmayo. El ilustre tarasconés no había de ser una excepción, y por eso, durante dos meses, olvidado de los leones y de la gloria, se embriagó de amor oriental, y, como Aníbal en Capua, se durmió en las delicias de Argel la blanca.

El buen hombre había alquilado, en el corazón de la ciudad árabe, una linda casita indígena, con patio interior, plátanos, frescas galerías y fuentes. Allí vivía, lejos de todo ruido, en compañía de su mora. Moro él también de pies a cabeza, se pasaba el día fumando el narguile y comiendo dulces almizclados.

Tendida en un diván enfrente de él, Baya, guitarra en mano, gangueaba tonadillas monótonas, o bien, para distraer al señor, se zarandeaba en la danza del vientre, con un espejo en la mano para mirarse los blancos dientes y hacerse visajes.

Como la dama no sabía una palabra de francés, ni Tartarín una palabra de árabe, la conversación languidecía algunas veces, y el charlatán tarasconés se vio reducido a hacer penitencia por las intemperancias de lenguaje de que fue culpable en la botica de Bezuquet y en casa de Costecalde el armero.

Pero aun aquella penitencia no carecía de encanto; era como un esplín voluptuoso lo que experimentaba, permaneciendo todo el día sin hablar, escuchando el gluglú del narguile, el rasgueo de la guitarra y el leve ruido de la fuente en los mosaicos del patio.

El narguile, el baño y el amor llenaban toda su vida. Salían poco. Algunas veces Sidi Tart’ri, y su dama a la grupa, íbanse, montados en fogosa mula, a comer granadas a un jardincito que el tarasconés había comprado por aquellos alrededores… Pero nunca, lo que se dice nunca, bajaban a la ciudad europea. Con sus zuavos siempre borrachos, sus alcázares atiborrados de oficiales y su eterno ruido de sables bajo los porches, aquella Argel le parecía insoportable y fea como un cuerpo de guardia de Occidente.

En resumidas cuentas, el tarasconés era feliz. Sobre todo, Tartarín Sancho, muy aficionado a las golosinas turcas, se declaraba eternamente satisfecho de su nueva existencia… Tartarín Quijote solía sentir algún remordimiento cada vez que pensaba en Tarascón y en las pieles prometidas… Pero aquello duraba poco, y para alejar tan tristes ideas bastábale una mirada de Baya o una cucharadita de sus endiabladas confituras aromáticas y trastornadoras como los brebajes de Circe.

El príncipe Gregory iba todas las noches a hablar un poco de Montenegro libre… Con su infatigable complacencia, aquel amable señor desempeñaba en la casa las funciones de intérprete, y aun en ocasiones las de intendente, si era preciso, y todo ello por nada, por gusto… Fuera del príncipe, Tartarín no recibía más que
teurs
.

Aquellos piratas de siniestras cabezas, que en otro tiempo le daban tanto miedo desde el fondo de sus negros tenduchos, ahora, después de conocerlos, le parecían buenos comerciantes, inofensivos bordadores, especieros, torneadores de tubos de pipas, gente bien educada, humildes, bromistas, discretos y puntos fuertes en los naipes. Aquellos señores iban cuatro o cinco veces por semana a pasar la velada en casa de Sidi Tart’ri, le ganaban los cuartos, le comían las golosinas, y a las diez en punto se retiraban discretamente dando gracias al Profeta.

Después que se iban, Sidi Tart’ri y su fiel esposa acababan la velada en la azotea blanca, que dominaba la ciudad. Alrededor veíanse otras mil azoteas, también blancas, tranquilas, alumbradas por la claridad de la luna, que bajaban escalonándose hasta el mar. Llegaban rasgueos de guitarra llevados por la brisa.

De pronto, como ramillete de estrellas, una melodía clara desgranábase suavemente en el cielo, y en el alminar de la mezquita próxima aparecía un gallardo almuédano, perfilando su sombra blanca en el intenso azul de la noche y cantando las glorias de Alá, con voz maravillosa, que llenaba el horizonte.

Baya dejaba al punto la guitarra, y con sus ojazos vueltos hacia el almuédano, parecía beber la oración con delicia. Mientras duraba el canto, permanecía allí, trémula, extasiada, como una Santa Teresa de Oriente… Tartarín, conmovido, la veía orar, y pensaba para sí que debía de ser muy bella y grande aquella religión que causaba semejantes embriagueces de fe.

¡Tarascón, tápate la cara! Tu Tartarín pensaba en hacerse renegado.

12. Nos escriben de Tarascón

Una hermosa tarde, de cielo azul y brisa tibia, Sidi Tart’ri, a horcajadas en su mula, volvía solito de su huerta… Muy despatarrado, a causa de los anchos zurrones de esparto, henchidos de cidras y sandías, arrullado por el rumor de sus altas estriberas y marcando con todo el cuerpo el balán-balán de la cabalgadura, el hombre, en medio de un paisaje adorable, con las manos cruzadas sobre el vientre, iba casi amodorrado por el bienestar y el calor.

De pronto, al entrar en la ciudad, una llamada formidable lo despertó:

—¡Eh! ¡Qué sorpresa! ¡Juraría que es el señor Tartarín!

Al escuchar el nombre de Tartarín, al oír aquel acento meridional tan alegre, el tarasconés levantó la cabeza, y a dos pasos vio el noble rostro atezado del señor Barbassou, el capitán del Zuavo, que tomaba un ajenjo y fumaba su pipa a la puerta de un cafetín.

—¡Hola, Barbassou! —dijo Tartarín, parando la mula. En lugar de responderle, Barbassou le miró un momento, abriendo mucho los ojos, y luego se echó a reír; pero de tal manera, que Sidi Tart’ri quedó aturdido.

—¡Qué turbante, pobre señor Tartarín! ¿De modo que es verdad lo que dicen, que se ha hecho
teur
?… ¿Y esa chiquilla, Baya, sigue cantando «Marco la Bella»?

—¡«Marco la Bella»! —dijo Tartarín indignado—. Sepa, capitán, que la persona de que habla usted es una mora honrada que no sabe ni una palabra de francés.

—¿Que Baya no sabe francés?… Pero ¿de dónde se ha caído usted?…

Y el bravo capitán se echó a reír con más fuerza.

Después, viendo la cara que ponía el pobre Sidi Tart’ri, cambió de sistema.

—Quizá no sea la misma… Demos por hecho que estoy confundido… Pero es el caso…, ¡ea!, señor Tartarín, creo que, a pesar de todo, le convendría desconfiar de las moras argelinas y de los príncipes de Montenegro.

Tartarín se puso de pie en los estribos, haciendo su gesto.

—El príncipe es amigo mío, capitán.

—¡Bueno, bueno! No nos enfademos… ¿Quiere tomar un ajenjo?… ¿No? ¿Quiere algo para la tierra?… ¿Tampoco?… Pues, entonces, buen viaje… A propósito, amigo, aquí tengo buen tabaco de Francia; si quisiera usted llenar algunas pipas… ¡Tome! ¡Tome! Le sentará muy bien… Estos tabacos de Oriente suelen embrollar las ideas.

Y dicho esto, el capitán volvió a su ajenjo, y Tartarín, muy pensativo, emprendió a trote corto el camino de su casita… Aunque su alma generosa se negaba a creerlo, las insinuaciones de Barbassou le habían entristecido. Además, aquellos juramentos de la tierra, el acento de su pueblo, todo despertaba en él remordimientos vagos.

En casa no encontró a nadie. Baya se había ido al baño… La negra le pareció fea; la casa, triste… Poseído de indefinible melancolía, fue a sentarse cerca de la fuente y llenó una pipa con el tabaco de Barbassou. Aquel tabaco iba envuelto en un trozo de
El Semáforo
. Al desdoblar el periódico le saltó a la vista el nombre de su ciudad natal:

NOS ESCRIBEN DE TARASCÓN

La ciudad está consternada. Tartarín, el matador de leones, que partió a la caza de los grandes felinos de África, no ha dado noticias suyas desde hace varios meses… ¿Qué ha sido de nuestro heroico compatriota?… Apenas se atreve a preguntárselo ninguno que, como nosotros, haya conocido aquella inteligencia ardorosa, aquella audacia, aquella necesidad de aventuras… ¿Ha sido sepultado en la arena, como tantos otros, o bien ha caído bajo el diente mortífero de uno de esos monstruos del Atlas, cuyas pieles prometió al Municipio?… ¡Terrible incertidumbre! Sin embargo, unos comerciantes negros, que han venido a la feria de Beaucaire, pretenden haber encontrado en pleno desierto a un europeo, cuyas señas coinciden con las de nuestro héroe, y que se dirigía hacia Tombuctú… ¡Dios nos conserve a nuestro Tartarín!

Cuando el tarasconés leyó aquello, se sonrojó, palideció, tembló. Tarascón entero se le aparecía: el casino, los cazadores de gorras, el sillón verde de la tienda de Costecalde, y dominándolo todo, como águila con las alas abiertas, el formidable bigote del bizarro Bravidá.

Entonces, al ver cómo estaba cobardemente acurrucado en la alfombra mientras le creían cazando fieras, Tartarín de Tarascón se avergonzó de sí mismo y lloró.

De pronto, el héroe dio un salto.

—¡Al león! ¡Al león!

Y lanzándose al escondrijo en que, llenas de polvo, dormían la tienda de campaña, el botiquín, las conservas y la caja de armas, las sacó arrastrando al centro del patio.

Tartarín Sancho acababa de expirar; ya no quedaba más que Tartarín Quijote.

El tiempo necesario para inspeccionar sus pertrechos, armarse, ataviarse, ponerse aquellas botazas, escribir cuatro letras al príncipe confiándole a Baya; el tiempo necesario para meter en el sobre algunos billetes azules, mojados en lágrimas, y el intrépido tarasconés rodaba en diligencia por la carretera de Blidah, dejando en la casa a su negra estupefacta, delante del narguile, del turbante, de las babuchas y de toda la vestimenta musulmana de Sidi Tart’ri, que yacía lamentablemente bajo los tréboles blancos que adornaban la galería…

Episodio tercero
En la tierra de los leones
1. Las diligencias deportadas

Era una vetusta diligencia de antaño, acolchada a la antigua, con burdo paño azul ajado ya, con enormes presillas de lana áspera, que al cabo de algunas horas de camino acaban por cauterizar la espalda… Tartarín de Tarascón, apoderándose de un rincón de la rotonda, instalose lo mejor que pudo, y mientras llegaba a respirar las almizcladas emanaciones de los grandes felinos de África, el héroe tuvo que contentarse con aquel añejo olor de diligencia, caprichosamente compuesto de mil olores, hombres, caballos, mujeres y cueros, vituallas y paja húmeda.

En aquella rotonda había de todo un poco. Un trapense, mercaderes judíos, dos
cocottes
que iban a incorporarse a su batallón —el 3o. de húsares—, un fotógrafo de Orleansville… Mas, por encantadora y variada que fuese la compañía, el tarasconés no estaba en vena de hablar y permaneció pensativo, con el brazo pasado por los correones y las carabinas entre las piernas… Su salida precipitada, los ojos negros de Baya y la caza terrible que iba a emprender le perturbaban el cerebro, sin contar con que, con su buen aspecto patriarcal, aquella diligencia europea, vuelta a encontrar en medio de África, le traía vagamente a la memoria el Tarascón de su juventud, las correrías por los arrabales, las meriendas a orillas del Ródano, en fin, multitud de recuerdos.

La noche iba viniendo poco a poco. El mayoral encendió los faroles… La diligencia, herrumbrosa, saltaba, gritando, sobre sus viejos muelles; los caballos trotaban, sonaban los cascabeles… De cuando en cuando, arriba, en la imperial, terrible ruido de hierro viejo… Era el material de guerra.

Tartarín de Tarascón, medio dormido, estuvo un momento contemplando a los viajeros, cómicamente sacudidos por los tumbos, que bailaban delante de él como sombras grotescas… Después, se le oscurecieron los ojos, se le veló el pensamiento y ya no oyó sino vagamente el gemir de los ejes de las ruedas, los flancos de la diligencia, que se quejaban…

De súbito, una voz, voz de hada vieja, ronca, cascada, llamó al tarasconés por su nombre:

—¡Señor Tartarín! ¡Señor Tartarín!

—¿Quién me llama?

—Soy yo, señor Tartarín, ¿no me reconoce usted?… Soy la vieja diligencia que hace veinte años tenía el servicio de Tarascón a Nîmes… ¡Cuántas veces lo he llevado a usted y a sus amigos, cuando iban a cazar gorras, por la dirección de Jonquières o de Bellegarde!… Al pronto, no le conocía a causa de ese gorro de
teur
y del cuerpo que ha echado usted; pero en cuanto se ha puesto usted a roncar, lo he reconocido en el acto.

—¡Bueno! ¡Bueno! —dijo el tarasconés un poco amoscado.

Y después, suavizando el tono:

—¿Y qué has venido a hacer aquí, pobre vieja?

—¡Ay!, señor Tartarín, por mi gusto no vine, se lo aseguro… En cuanto estuvo acabado el ferrocarril de Beaucaire, dijeron que ya no servía para nada, y me mandaron a África… ¡Y no soy la única!… Casi todas las diligencias de Francia se vieron deportadas conmigo. Decían que éramos demasiado reaccionarias, y ahora aquí estamos haciendo vida de galeras… Somos lo que en Francia llaman ustedes ferrocarriles argelinos.

Other books

Deborah Camp by Primrose
Shotgun Justice by Angi Morgan
Bloodlines by Susan Conant
Musical Star by Rowan Coleman
Riding Fury Home by Chana Wilson
Norton, Andre - Novel 32 by Ten Mile Treasure (v1.0)
Christmas Choices by Sharon Coady


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024