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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (4 page)

Y lo terrible es que seguramente lo harían. Porque nunca les he hecho quedar mal y confían en mí.

Además de enseñarles etiqueta, lo más duro de mi trabajo es rebajarme a sus expectativas.

Preguntadme cómo reparar puñaladas en camisones, esmoqúines y sombreros. Mi secreto es un poco de laca de uñas transparente en la parte interior del roto.

En economía del hogar no te enseñan todos los trucos que hacen falta en el oficio, pero con tiempo suficiente se van aprendiendo. En la colonia en la que crecí te enseñan que para que una vela no gotee, lo mejor es mojarla en agua salada. Las velas se guardan en el congelador hasta que haya que usarlas.

Ése es el tipo de consejo doméstico que te dan. Las velas se encienden con un espagueti crudo. Llevo dieciséis años limpiando casas y nunca me ha pedido nadie que vaya por ahí con un espagueti encendido en la mano.

No importa lo que recalcasen en economía del hogar; en el mundo exterior no es prioritario.

Por ejemplo, nadie te enseña que una crema hidratante verdosa esconde muy bien la piel enrojecida por los golpes. Y cualquier caballero que haya sido abofeteado por una dama con un anillo de diamantes debería saber que un lápiz hemostático le cortará en seco la hemorragia. La herida hay que cerrarla con una gota de Superglue, y entonces ya puede uno dejar que le fotografíen en el estreno de una película, sonriente y sin puntos ni cicatriz.

Si tenéis siempre a mano un trapo rojo para enjugar sangre nunca tendréis que poner una mancha a remojo primero.

En mi agenda dice que estoy afilando un cuchillo de carnicero.

Sigo dando instrucciones a mi patrón acerca de qué esperar en la cena de esta noche.

Lo importante es no perder la calma. Sí, habrá una langosta y tendrán que comerla.

Habrá un único salero. Después del asado les servirán un plato de caza. La caza va a ser pichón. Es un pájaro, y si hay algo más complicado de comer que la langosta es el pichón. Hay que ver la cantidad de huesecillos que hay que desmontar, con todo el mundo endomingado para la disección. Después del aperitivo habrá otro vino: el jerez va con la sopa, el blanco con la langosta, el tinto con el asado, y otro tinto para la grasienta batalla con el pichón. Para entonces, la mesa ya estará moteada con archipiélagos de goterones de las salsas y los aliños y los vinos por todo el mantel blanco.

Así es mi trabajo. Incluso en un sitio bueno, a nadie le interesa dónde debería sentarse el huésped masculino de honor.

Aquella cena exquisita de la que hablaban los profesores de economía del hogar, esa pausa repleta de flores y tacitas de café tras un día perfecto de elegancia y saber estar..., pues resulta que a todo el mundo se la suda mucho.

Esta noche, en el tiempo que va desde la sopa al asado, todos los presentes a la mesa podrán mutilar una enorme langosta muerta. Treinta y cuatro pilares de la industria, treinta y cuatro tiburones de éxito, treinta y cuatro admirados salvajes de corbata negra fingirán que saben cómo se come.

Y después de la langosta, los lacayos les entregarán aguamaniles en los que flotarán rodajas de limón, y cada una de las treinta y cuatro chapuceras autopsias les acabará poniendo perdidos hasta el codo de ajo y mantequilla, y cada cara pringosa sonreirá tras sorber la carne de alguna cavidad torácica.

Después de diecisiete años de trabajar en casas particulares, las cosas sobre las que más sé son caras amoratadas, puré de avena, ojos morados, hombros dislocados, huevos revueltos, espinillas magulladas, córneas rasgadas, cebollas picadas, mordiscos de todo tipo, manchas de nicotina, lubricante sexual, dientes rotos, labios partidos, nata batida, brazos retorcidos, desgarros vaginales, jamón curado, quemaduras de cigarrillo, zumo de piña, hernias, embarazos interrumpidos, manchas animales, coco rallado, ojos eviscerados, disloques y estrías.

A las mujeres para las que trabajéis, después de que hayan estado llorando durante horas, hay que maquillarlas con lápiz de ojos azul o malva, para que los ojos enrojecidos parezcan blancos. La próxima vez que alguien le salte un diente a su marido, conservad el diente en leche hasta que pueda ir al dentista. Mientras tanto, mezclad óxido de zinc y aceite de clavo hasta que salga una pasta blanca. Enjuagad el boquete y rellenadlo con la pasta, y ya tenéis un empaste sencillo que se seca en menos de nada.

Las manchas de lágrimas en las almohadas se tratan igual que las manchas de sudor. Se disuelven cinco aspirinas en agua y se va humedeciendo la mancha hasta que se disuelve. Incluso si la mancha es de rímel, problema resuelto.

Bueno, resuelto es mucho decir.

Da igual si limpias una mancha, o un pez o una casa; a uno le gusta siempre pensar que así se hace del mundo un lugar mejor, pero en realidad permites que las cosas vayan a peor. A veces piensas que si trabajas mejor y más rápido podrás contener el caos, pero un día vas y mientras cambias una bombilla del patio de cinco años de duración te das cuenta de que sólo cambiarás esa bombilla como máximo diez veces más antes de morir.

Se te acaba el tiempo. Ya no tienes la energía de antes. Empiezas a ser lento.

Empiezas a rendirte. Este año me ha salido pelo en la espalda, y mi nariz no deja de crecer. El aspecto de mi cara por las mañanas es cada vez menos de cara y más de jeta.

Después de trabajar en casa de los ricos, he aprendido que la mejor manera de quitar manchas de sangre del maletero de un coche es no hacer preguntas.

El interfono dice:

—¿Hola?

La mejor manera de conservar un empleo es hacer sólo lo que te piden.

El interfono dice:

—¿Hola?

Para limpiar pintalabios del cuello de una camisa, se frota con un poco de vinagre blanco.

Para manchas recalcitrantes de base proteínica, como el semen, probad a enjuagarlas primero en agua salada fría, y luego lavad como de costumbre.

Esto son consejos valiosos de experto. Tomad notas si queréis.

Para recoger el vidrio de la ventana forzada del dormitorio o del cóctel estrellado, con una rebanada de pan se pueden pinzar hasta los fragmentos más pequeños.

Hacedme callar si ya os sabéis todo esto.

El interfono dice:

—¿Hola?

Me lo sé de memoria.

Otra cosa que nos enseñaban en economía del hogar era la manera correcta de responder a una invitación de boda. Cómo dirigirse al Papa. El modo correcto de grabar monogramas en plata. En la escuela de la colonia de la Iglesia, me enseñaban que el mundo puede ser una pequeña y perfecta representación de buenos modales en la que yo soy el director de escena. Los profesores pintaban un cuadro en el que todo el mundo sabía comer langosta.

Y luego resulta que no.

Y lo único que se puede hacer es perderse en los detallitos de cada día y hacer lo mismo una y otra vez.

Está el hogar por limpiar.

Está el césped por segar.

Hay que llevar las botellas a la bodega.

Hay que volver a segar el césped.

Hay que pulir la plata.

Y vuelta a empezar.

Siquiera una vez, me gustaría demostrar que sé hacer mejor las cosas. Sé hacer más que ir tapando huecos. El mundo podría ser mucho mejor que este con el que nos conformamos. Lo único que hay que hacer es preguntar.

No, en serio, venga. Preguntadme.

¿Cómo se comen las alcachofas?

¿Cómo se comen los espárragos?

Preguntadme.

¿Cómo se come una langosta?

Las langostas están ya bastante muertas, así que saco una. Le digo al interfono que primero hay que arrancar las pinzas delanteras.

Meto el resto de langostas en la nevera para que practiquen luego. Al interfono le digo:

—Vaya tomando notas.

Parto las pinzas y me como la carne que hay dentro.

Luego doblo la langosta hacia atrás hasta que la cola se parte y salta del cuerpo. Hay que arrancar el borde de la cola y utilizar el tenedor de pescado para sacar la carne de la cola. Luego se retira el hilo intestinal que recorre la cola a lo largo. Si el hilo es claro, la langosta llevaba tiempo sin comer. Un hilo grueso y oscuro indica que es fresca, y está lleno de caca.

Me como la cola.

—El tenedor de pescado —le digo al interfono con la boca llena—, el tenedor de pescado es el tenedorcito de niño de tres pinchos.

Luego habrá que desguazar la cascara de la espalda, el caparazón, y separarla del cuerpo, y entonces se come la glándula digestiva verde, comase también la sangre, que es el grumo blanco de alto contenido en cobre. Cómase el amasijo de huevos inmaduros de color coral. Me lo como todo.

Las langostas tienen lo que se llama un sistema circulatorio «abierto» en el que la sangre va chapoteando por las cavidades y bañando los diferentes órganos.

Los pulmones son duros y esponjosos, pero se pueden comer, le digo al interfono, y me chupo los dedos. El estómago es la bolsa dura con lo que parecen dientes de debajo de la cabeza. No se coma el estómago.

Rebusco en el cuerpo. Chupo la carne de cada una de las patitas. Mordisqueo los branquiales. Paso de largo los ganglios del cerebro.

Paro.

Lo que veo es imposible. El interfono chilla:

—Vale, ¿y luego qué? ¿Eso es todo? ¿Qué queda por comer?

Esto no me puede estar pasando, porque según mi agenda son casi las tres. Se supone que estoy fuera, cavando en el jardín. A las cuatro arreglaré los cuadros de flores. A las cinco y media arrancaré la salvia y la repondré con lirios, rosas, dragones, heléchos y abono.

El interfono chilla:

—¿Qué está pasando? ¡Contesta! ¿Qué es lo que anda mal?

Consulto mi agenda y me dice que soy feliz. Soy productivo. Trabajo de firme. Lo pone bien claro en el papel. Estoy haciendo cosas.

El interfono chilla:

—¿Y luego qué hacemos?

Hoy es un día de esos en los que el sol sale para humillarme en serio.

El interfono chilla:

—¿Qué nos queda por hacer?

No hago caso al interfono porque no queda nada por hacer. No queda casi nada.

Y puede que sea un efecto de la luz, pero casi me he comido la langosta entera sin ver que el corazón seguía latiendo.

43

Según mi agenda, estoy intentando mantener el equilibrio. Estoy subido a una escalera de mano con los brazos llenos de flores falsas: rosas, margaritas, espuelas de caballero y alhelí. Intento no caerme, tengo los dedos de los pies engarfiados en los zapatos. Estoy recogiendo otra corona de poliéster, tengo la necrológica de la semana pasada doblada en el bolsillo de la pechera.

El hombre al que maté la semana pasada está por aquí. Lo que queda de él. El de la escopeta en la barbilla, a solas en su apartamento vacío, el que me pedía por teléfono una sola razón para no apretar el gatillo. Seguro que lo encuentro. Trevor Hollis.

Tu familia no te olvida.

Descanse en paz.

Subió a los cielos.

O quizá me encuentre él. Eso espero siempre.

Subido a la escalera de mano, debo de estar a unos seis o siete u ocho metros del suelo mientras finjo catalogar una nueva flor artificial con unas gafas pinzadas en la punta de la nariz. El boli va apuntando palabras en el cuaderno. El espécimen número 786, escribo, es una rosa de unos cien años de antigüedad.

Si algo espero es que el resto de los que están aquí estén muertos.

Parte de mi trabajo es poner flores frescas por toda la casa en la que trabajo. Tendría que sacar las flores del jardín del que en teoría me ocupo.

Algo tenéis que entender y es que no soy un necrófago.

Los pétalos y el cáliz (sépalo) de la rosa son de celuloide rojo. El celuloide, inventado en 1863, es el producto plástico más antiguo e inestable. En mi cuaderno voy escribiendo que las hojas de la rosa son de celuloide teñido de verde.

Dejo de escribir y miro por encima de mis gafas. Al final de la galería, y tan lejos que no es más que una minúscula silueta oscura contra la vidriera, hay alguien. La vidriera es una imagen de algo, Sodoma, o Jericó, o el templo de Salomón, destruido por el fuego como dice el Antiguo Testamento, ardiendo en silencio. Lenguas naranjas y rojas de fuego se retuercen sobre las ruinas, las columnas, los frisos, y de todo esto sale una figura de vestidito negro que crece a medida que se acerca.

Y lo que deseo es que esté muerta. En este momento deseo en secreto requebrar a esa chica muerta. A una chica muerta. A cualquiera. No soy lo que se dice exigente.

A la gente le cuento la mentira de que investigo la evolución de la flor artificial a lo largo de la revolución industrial. Se supone que acabará siendo mi tesis en Naturaleza y Diseño. Y si soy tan mayor es porque es un estudio de posgrado.

La chica tiene una larga cabellera pelirroja que las mujeres llevan hoy sólo si forman parte de alguna religión ortodoxa. Desde aquí arriba en la escalera, los delgados y flexibles brazos y piernas de la chica me hacen mirarla una y otra vez y preguntarme si algún día acabaré siendo un pedófilo.

Aunque no es el ejemplar más antiguo de mi estudio, la rosa que finjo estar examinando sí es la más frágil. El órgano sexual femenino, el pistilo, que incluye el estigma, el estilo y el ovario, está hecho en molde de inyección. Los órganos masculinos, los estambres, incluyen un filamento metálico coronado con una diminuta antera de vidrio.

Parte de mi trabajo es cultivar flores frescas en el jardín, pero no sé hacerlo. No sé ni cultivar hierbajos.

La mentira que me cuento a mí mismo es que estoy aquí para recoger flores frescas para la casa. Las flores de plástico las cojo para el jardín. La gente para la que trabajo ve el jardín sólo desde dentro de la casa, así que cubro el estiércol con plantas falsas, heléchos o hiedra verde, y entremedio clavo las flores de temporada. El paisaje es siempre precioso si no te acercas demasiado.

Las flores son tan reales. Tan naturales. Tan relajantes.

El mejor sitio para encontrar bulbos que aprovechar es el vertedero que hay tras el mausoleo. Allí se tiran tiestos de plástico con bulbos en letargo, jacintos y tulipanes, tigridias y lirios, narcisos y azafranes listos para llevar y resucitar.

El ejemplar número 786, escribo, ha sido encontrado en el jarrón de la cripta 2.387, en la galería inferior sur, en la séptima planta del ala Serenidad. Su situación, escribo, nueve metros por encima del suelo de la galería, podría explicar el casi perfecto estado de conservación de la rosa, descubierta en una de las criptas más antiguas de uno de los pabellones originales del mausoleo conmemorativo de Columbia.

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