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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (23 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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En ese momento entró una mujer. Martín, que estaba como en un sueño grotesco, sintió que se la presentaban. Cuando comprendió que era la misma Cristina a que Quique se había estado refiriendo, y cuando vio cómo la recibía, se sonrojó. Quique se inclinó ante ella y le dijo:

—Hermosura.

Tocándole la tela del vestido, agregó:

—Qué divinidad. Y el lila te compone muy bien con el peinado.

Cristina sonreía con timidez y temor: nunca sabía si debía creerle o no. No se animaba a preguntarle la opinión sobre la obra, pero Quique se apresuró a dársela:

—¡Estupenda, Cristina! ¡Y qué esfuerzo, pobres! Con esos ruidos que venían de al lado… ¿Qué hay al lado?

—Un salón de baile —respondió Cristina, con cautela.

—Ah, pero claro… ¡Qué horror! En los momentos más difíciles, meta mambo. Y parece que tenían una tuba, para mayor desgracia. Burdísimo.

Martín vio que Alejandra salía casi corriendo para el otro cuarto. Wanda siguió trabajando, de espalda a Quique y Cristina, pero su cuerpo se agitaba con un silencioso temblor. Quique proseguía impasible.

—Deberían prohibir las tubas, ¿no te parece, Cristina? ¡Qué instrumento más guarango! Claro, ustedes, los pobres, tenían que gritar como bárbaros para hacerse oír. Qué difícil, ¿no? Sobre todo el que hacía de escritor famoso. ¿Cómo se llama? ¿Tonazzi?

—Tonelli.

—Eso, Tonelli. Pobresucho. Tan poco
physique du r
ô
le
. ¿no? Y para colmo teniendo que luchar todo el tiempo con la tuba. ¡Qué esfuerzo! Wanda: el público no se da cuenta de lo que eso significa. Y, además, Cristina, me parece muy bien que hayan puesto un hombre así, que no parece escritor, que más bien parece un empleado a punto de jubilarse. La otra vez, por ejemplo, en
Telón
pusieron
La soga
, de O’Neill, y el marinero tenía todo el aspecto de un marinero. Qué gracia: así cualquiera representa a un marinero. Aunque hay que decir que en el momento en que el individuo empezó a hablar, a farfullar (porque no se le entendía nada), resultó tan endemoniadamente malo que ni aun con el aspecto de marinero que tenía parecía un marinero: podía ser peón de limpieza, un obrero de la construcción, un mozo de café. ¿Pero un marinero?
Never!
¿Y por qué será, Cristina, que a todos los conjuntos independientes se les da por O’Neill? ¡Qué desgracia, pobre hombre! Fue siempre tan desgraciado: primero con su padre y su complejo de Edipo. Luego, acá en Buenos Aires, teniendo que cargar bolsas en el puerto. Y ahora, con todos los conjuntos independientes y vocacionales del mundo entero. —Abrió los larguísimos brazos, como para abarcar el conglomerado universal y, con cara de sincera tristeza, agregó:

—Millares, qué digo, ¡millones de conjuntos independientes representando a la vez
¡La soga, Antes del desayuno, El emperador Jones, El deseo bajo los olmos…!
¡Pobre querido! ¡Como para no entregarse a la bebida y no querer ver a nadie más! Claro, ustedes, Cristina, es distinto. Porque en realidad ya son exacto como un teatro profesional, porque cobran tanto como si fueran profesionales. Mejor: no es posible que esa gente tan humilde tenga que trabajar durante el día como cloaquista o tenedor de libros y luego, de noche, tenga que hacer el Rey Lear… ¡Imagináte! Con lo cansadores que son los crímenes… Claro, siempre quedaría el recurso de dar obras tranquilas, sin crímenes ni incestos. O cuanto más con un crimen o dos. Pero no: resulta que a los vocacionales les interesan obras donde hay muchos crímenes, verdaderas matanzas, como Shakespeare. Y para qué vamos a hablar de los trabajos extras, barrer la sala, hacer de utileros, pintar las paredes, estar en la boletería, servir de acomodador, limpiar los baños. Cosa de levantar la moral general. Una especie de falansterio. Por riguroso turno, todos tienen que limpiar el water. Y así, un día el señor Zanetta dirige el conjunto en
Hamlet
y Norah Roland,
née
Fanny Rabinovich, limpia el doble ve-ce. Otro día, el denominado Zanetta limpia el doble ve-ce y Norah Roland dirige
El deseo bajo los olmos
. Aparte que durante dos años y medio todos trabajaron como locos de albañiles, carpinteros, pintores y electricistas, levantando el local. Nobles actividades en que han sido fotografiados y entrevistados por numerosos periodistas y que permiten el uso de palabras como fervor, entusiasmo, nobles aspiraciones, teatro del pueblo, auténticos valores y vocación. Claro que este falansterio a veces se viene abajo. La dictadura acecha siempre detrás de la demagogia. Y resulta que el señor Mastronicola o Verdichevsky, después de haber limpiado dos o tres veces el doble ve-ce, inventa la doctrina de que la señorita Caca Pastafrola, conocida en el ambiente teatral por su
nom de guerre
Elizabeth Lynch, tiene demasiadas ínfulas, está corrompida por sus tendencias pequeñoburguesascontrarre-volucionarias, putrefactas y decadentes, y que es necesario, para su formación moral y escénica, que limpie el doble ve-ce durante todo el año 55, que para colmo es bisiesto. Todo esto complicado con las
affaires
de Esther Abramovich que entró al teatro independiente para hacer la pata ancha, como quien dice, ya que, según cuenta el director, ha transformado ese noble reducto del arte puro en un quilombo que bueno bueno. Y los celos de Meneca Apiccia-fuoco, alias Diana Ferrer, que ni piensa largar al denominado Mastronicola. Y la bronca capitalizada del joven actor de carácter Ramsés Cuciaroni, que lo tienen metido en la boletería de puro envidiosos desde que entró a fallar la democracia giratoria. En fin, un hermoso prostíbulo. De modo, Cristina, que lo mejor es profesionalizarse, como han hecho ustedes. Aunque el viejito ése ¿trabaja de día en algún ministerio?

—¿Qué viejito?

—Tonazzi.

—Tonelli… Tonelli no es un viejo. Tiene apenas cuarenta años.


Tiens!
Yo habría jurado que lo menos tenía cincuenta y tantos. Lo que es la mala iluminación. Pero de día trabaja en alguna parte, ¿no? Me parece haberlo visto en el café que está frente al ministerio de Comercio.

—No, tiene un negocio de librería y artículos de colegio.

Las espaldas de Wanda se agitaban como si tuviera paludismo.

—¡Ah, pero qué bien! Así me explico que le hayan dado el papel de escritor. Claro. Ahora, que a mí me parece más bien un empleado público, pero sería porque anoche yo estaba muy cansado y con este asunto de la CADE la luz es tan mala que ustedes no tienen la culpa, naturalmente. Bueno, menos mal que tiene un negocito. Así, al menos, al otro día de la función no tendrá que madrugar mucho. Porque debe quedar con la garganta arruinada, el pobre. Con ese maldito mambo, y la tuba. Bueno, tengo que irme, es un horror de tarde. Felicitaciones, Cristina. ¡Adiós, adiós, adiós!

Besó la mejilla de Wanda, mientras le sacaba un bombón de la caja.

—Adiosito, Wanda. Y cuidá la línea. Adiós, Cristina y nuevamente felicitaciones. Ese
ensemble
te queda monísimo.

Le extendió la mano lateralmente a Martín, que estaba petrificado, y luego, por arriba del biombo que separaba el taller de la parte trasera, gritó hacia donde estaba Alejandra: —
Mes hommages
, queridísima.

VIII

Petrificado en aquel banco alto, Martín esperaba un signo cualquiera de Alejandra. En cuanto se retiró Quique, Alejandra le hizo seña de que la siguiera a la otra habitación, donde dibujaba.

—¿Ves? —le explicó, como aclarando sus ausencias—. Tengo un trabajo enorme.

Martín siguió los trazos de Alejandra sobre un papel blanco, abriendo y cerrando su cortaplumas blanco. Ella dibujaba en silencio y el tiempo parecía pasar a través de bloques de cemento.

—Bueno —dijo Martín, juntando todas sus fuerzas—, me voy…

Alejandra se acercó y apretándole el brazo le dijo que se verían pronto. Martín inclinó su cabeza.

—Te estoy diciendo que nos veremos pronto —insistió ella, irritada.

Martín levantó la cabeza.

—Bien sabes, Alejandra, que no quiero interferir en tu vida, que tu independencia…

No terminó la frase, pero luego agregó:

—No, quiero decir que… al menos… querría verte sin apuro…

—Sí, claro —admitió ella, como si meditara.

Martín se animó.

—Trataremos de estar como antes, ¿recordás?

Alejandra lo miró con ojos que parecían mostrar una incrédula melancolía.

—¿Qué, no te parece posible?

—Sí, Martín, sí —comentó ella, bajando su mirada y poniéndose a hacer unos dibujos con el lápiz—. Sí, pasaremos un lindo día… ya verás…

Animado, Martín agregó:

—Muchos de nuestros desencuentros últimos se debieron a tus trabajos, a tus apuros, a tus citas…

El rostro de Alejandra había empezado a cambiar.

—Estaré muy ocupada hasta fin de mes, ya te lo expliqué.

Martín hacía un gran esfuerzo para no recriminarle nada, porque sabía que cualquier recriminación sería contraproducente. Pero las palabras surgían desde el fondo de su espíritu con silenciosa pero indomable
fuerza
.

—Me amarga verte con el reloj en la mano.

Ella levantó su mirada y fijó los ojos en él, con el ceño fruncido. Martín pensó, aterrorizado, ni una
palabra más de recriminación
, pero agregó:

—Como el martes, cuando creí que íbamos a pasar la tarde.

Alejandra había endurecido ya su cara y Martín se detuvo al borde de ella como al borde de un precipicio.

—Tenés razón, Martín —admitió, sin embargo.

Martín se atrevió entonces a agregar:

—Por eso prefiero que vos misma digas cuándo podremos vernos.

Alejandra hizo unos cálculos y dijo:

—El viernes. Creo que el viernes habré terminado con lo más urgente.

Volvió a pensar.

—Pero a último momento hay que rehacer algo o falta algo, qué sé yo… No te querría hacer esperar… ¿No te parece mejor que lo dejemos para el lunes?

¡El lunes! Faltaba casi una semana, pero ¿qué podía hacer sino aceptar con resignación?

Trató de aturdirse con el trabajo durante aquella semana interminable, leyendo, caminando, yendo al cine. Lo buscaba a Bruno y, aunque ansiaba hablarle de ella, era incapaz hasta de pronunciar su nombre; y como Bruno presentía lo que pasaba por su espíritu, también rehuía el tema y hablaba de otras cosas o de temas generales. Momento en que Martín se animaba a decir algo que también parecía tener un sentido general, perteneciente a ese mundo abstracto y descarnado de las ideas puras, pero que en realidad era la expresión apenas despersonalizada de sus angustias y esperanzas.

Y así, cuando Bruno le hablaba del absoluto, Martín preguntaba, por ejemplo, si el amor verdadero no era precisamente uno de esos absolutos; pregunta en la cual la palabra “amor”, sin embargo, tenía tanto que ver con la empleada por Kant o Hegel como la palabra “catástrofe” con un descarrilamiento o un terremoto, con sus mutilados y muertos, con sus aullidos y su sangre. Bruno respondía que, a su juicio, la calidad del amor que hay entre dos seres que se quieren cambia de un instante a otro, haciéndose de pronto sublime, bajando luego hasta la trivialidad, convirtiéndose más tarde en algo afectuoso y cómodo, para repentinamente convertirse en un odio trágico o destructivo.

—Porque hay veces en que los amantes no se quieren, o en que uno de ellos no quiere al otro, o lo odia, o lo menosprecia.

Mientras pensaba en aquella frase que una vez le había dicho Jeannette:
“Lamour c’est une personne qui souffre et une autre qui s’enmerde”
. Y recordaba, observador de desdichados como era, aquella pareja un día en la penumbra de un café, en un rincón solitario, el hombre demacrado, sin afeitar, sufriente, leyendo, releyendo por centésima vez una carta —seguramente de ella—, recriminando, poniendo el absurdo papel de testimonio de vaya a saber qué compromisos o promesas; mientras ella, en los momentos en que él se concentraba encarnizadamente en alguna frase de la carta, miraba el reloj y bostezaba.

Y como Martín le preguntó si entre dos seres que se quieren no debe ser todo nítido, todo transparente y edificado sobre la verdad, Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción. Agregando que siempre había alentado el proyecto (“pero
yo
soy nada más que eso: un hombre de puros proyectos”, agregó sonriendo con tímido sarcasmo), había alentado el proyecto de escribir una novela o una obra de teatro sobre eso: la historia de un muchacho que se propone decir siempre la verdad, siempre, cueste lo que cueste. Desde luego, siembra la destrucción, el horror y la muerte a su paso. Hasta terminar con su propia destrucción, con su propia muerte.

—Entonces hay que mentir —adujo Martín con amargura.

—Digo que no siempre se puede decir la verdad. En rigor, casi nunca.

—¿Mentiras por omisión?

—Algo de eso —replicó Bruno, observándolo de costado, temeroso de herirlo.

—Así que no cree la verdad.

—Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza. Además ¿sabemos acaso lo que es la verdad? Si yo le digo que aquel trozo de ventana es azul, digo una verdad. Pero es una verdad parcial, y por lo tanto una especie de mentira. Porque ese trozo de ventana no está solo, está en una casa, en una ciudad, en un paisaje. Está rodeado del gris de ese muro de cemento, del azul claro de este cielo, de aquellas nubes alargadas, de infinitas cosas más. Y si no digo todo, absolutamente todo, estoy mintiendo. Pero decir
todo
es imposible, aun en este caso de la ventana, de un simple trozo de la realidad física, de la simple realidad física. La realidad es infinita y además infinitamente matizada, y si me olvido de un solo matiz ya estoy mintiendo. Ahora, imagínese lo que es la realidad de los seres humanos, con sus complicaciones y recovecos, contradicciones y además cambiantes. Porque cambia a cada instante que pasa, y lo que éramos hace un momento no lo somos más. ¿Somos, acaso, siempre la misma persona? ¿Tenemos, acaso, siempre los mismos sentimientos? Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo. Y si cuando lo desestimamos cometemos el error de decírselo, eso es una verdad, pero una verdad momentánea, que no será más verdad dentro de una hora o al otro día, o en otras circunstancias. Y en cambio el ser a quien se la decimos creerá que ésa es la verdad, la verdad para siempre y desde siempre. Y se hundirá en la desesperación.

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