Read Sobre héroes y tumbas Online

Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (10 page)

Ciegos
, pensó, casi con miedo.
Ciegos, ciegos
.

La noche, la infancia, las tinieblas, las tinieblas, el terror y la sangre, sangre, carne y sangre, los sueños, abismos, abismos insondables, soledad soledad soledad, tocamos pero estamos a distancias inconmensurables, tocamos pero estamos solos. Era un chico bajo una cúpula inmensa, en medio de la cúpula, en medio de un silencio aterrador, solo en aquel inmenso universo gigantesco.

Y de pronto oyó que Alejandra se agitaba, se volvía hacia arriba y parecía rechazar algo con las manos. De sus labios salían murmullos ininteligibles, pero violentos y anhelantes, hasta que, como teniendo que hacer un esfuerzo sobrehumano para articular, gritó ¡no, no! incorporándose abruptamente.

—¡Alejandra! —la llamó Martín sacudiéndola de los hombros, queriendo arrancarla de aquella pesadilla.

Pero ella, con los ojos bien abiertos, seguía gimiendo, rechazando con violencia al enemigo.

—¡Alejandra, Alejandra! —seguía llamando Martín, sacudiéndola por los hombros.

Hasta que ella pareció despertarse como si surgiese de un pozo profundísimo, un pozo oscuro y lleno de telarañas y murciélagos.

—Ah —dijo con voz gastada.

Permaneció largo tiempo sentada en la cama, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas.

Después se bajó de la cama, encendió la luz grande, un cigarrillo y empezó a preparar café.

—Te desperté porque me di cuenta de que estabas en una pesadilla —dijo Martín, mirándola con ansiedad.

—Siempre estoy en una pesadilla, cuando duermo —respondió ella, sin darse vuelta, mientras ponía la cafetera sobre el calentador.

Cuando el café estuvo listo le alcanzó una tacita y ella, sentándose en el borde de la cama, tomó el suyo, abstraída. Martín pensó:
Fernando, ciegos
.

“Menos Fernando y yo”, había dicho. Y aunque conocía ya lo bastante a Alejandra para saber que no se le debía preguntar nada sobre aquel nombre que ella había rehuido en seguida, una insensata presión lo llevaba una y otra vez a aquella región prohibida, a bordearla peligrosamente. —¿Y tu abuelo —preguntó— también es unitario?

—¿Cómo? —dijo ella, abstraída.

—Digo si tu abuelo también es unitario.

Alejandra volvió su mirada hacia él, un poco extrañada.

—¿Mi abuelo? Mi abuelo murió.

—¿Cómo? Creí que me habías dicho que vivía.

—No, hombre: mi abuelo Patricio murió. El que vive es mi bisabuelo, Pancho, ¿no te lo expliqué ya?

—Bueno, sí, quería decir tu abuelo Pancho ¿es también unitario? Me parece gracioso que todavía pueda haber en el país unitarios y federales.

—No te das cuenta que aquí se ha vivido eso. Más aún: pensé que abuelo Pancho lo sigue viviendo, que nació poco después de la caída de Rosas. ¿No te dije que tiene noventa y cinco años?

—¿Noventa y cinco años?

—Nació en 1858. Nosotros podemos hablar de unitarios y federales, pero él ha vivido todo eso, ¿comprendes? Cuando él era chico todavía vivía Rosas.

—¿Y recuerda cosas de aquel tiempo?

—Tiene una memoria de elefante. Y además no hace otra cosa que hablar de aquello, todo el día, en cuanto te pones a tiro. Es natural: es su única realidad. Todo lo demás no existe.

—Me gustaría algún día oírlo.

—Ahora mismo te lo muestro.

—¡Cómo, qué estás diciendo! ¡Son las tres de la mañana!

—No seas ingenuo. No comprendes que para el abuelo no hay tres de la mañana. Casi no duerme nunca. O acaso dormite a cualquier hora, qué sé yo… Pero de noche sobre todo, se desvela y se pasa todo el tiempo con la lámpara encendida, pensando.

—¿Pensando?

—Bueno, quién lo sabe… ¿Qué podes saber de lo que pasa en la cabeza de un viejo desvelado, que tiene casi cien años? Quizá sólo recuerde, qué sé yo… Dicen que a esa edad sólo se recuerda…

Y luego agregó, riéndose con su risa seca.

—Me cuidaré mucho de llegar hasta esa edad.

Y saliendo con naturalidad, como si se tratase de hacer una visita normal a personas normales y en horas sensatas, dijo:

—Vení, te lo muestro ahora. Quién te dice que mañana se ha muerto.

Se detuvo.

—Acostúmbrate un poco a la oscuridad y podrás bajar mejor.

Se quedaron un rato apoyados en la balaustrada mirando hacia la ciudad dormida.

—Mirá esa luz en la ventana, en aquella casita —comentó Alejandra, señalando con su mano—. Siempre me subyugan esas luces en la noche: ¿será una mujer que está por tener un hijo? ¿Alguien que muere? O a lo mejor es un estudiante pobre que lee a Marx. Qué misterioso es el mundo. Solamente la gente superficial no lo ve. Conversas con el vigilante de la esquina, le haces tomar confianza y al rato descubrís que él también es un misterio.

Después de un momento, dijo:

—Bueno, vamos.

XII

Bajaron y bordearon la casa por el corredor lateral hasta llegar a una puerta trasera, debajo de un emparrado. Alejandra palpó con su mano y encendió una luz. Martín vio una vieja cocina, pero con cosas amontonadas, como en una mudanza. Luego esa sensación fue aumentando al atravesar un pasillo. Pensó que en los sucesivos retaceos del caserón, no se habrían decidido o no habrían sabido desprenderse de objetos y muebles: muebles y sillas derrengadas, sillones dorados sin asientos, un gran espejo apoyado contra una pared, un reloj de pie detenido y con una sola aguja, consolas. Al entrar en la habitación del viejo, recordó una de esas casas de subastas de la calle Maipú. Una de las viejas salas se había juntado con el dormitorio del viejo, como si las piezas se hubiesen barajado. En medio de trastos, a la luz macilenta de un quinqué, entrevió un viejo dormitando en una silla de ruedas. La silla estaba colocada frente a una ventana que daba a la calle como para que el abuelo contemplase el mundo.

—Está durmiendo —murmuró Martín con alivio—. Mejor que lo dejes.

—Ya te dije que nunca se sabe si duerme.

Se colocó delante del viejo e inclinándose sobre él lo sacudió un poco.

—¿Cómo, cómo? —tartamudeó el abuelo, entreabiertos sus ojitos.

Eran unos ojitos verdosos, cruzados por estrías rojas y negras, como si estuvieran agrietados, hundidos en el fondo de sus cuencas, rodeados por los pliegues apergaminados de un rostro momificado e inmortal.

—¿Dormía, abuelo? —preguntó Alejandra a su oído, casi a gritos.

—¿Cómo, cómo? No, m’hija, qué iba a dormir. Descansaba, nomás.

—Éste es un amigo mío.

El viejo asintió con la cabeza pero con un movimiento repetido y decreciente, como un tentempié que es apartado de su posición de equilibrio. Le extendió una mano huesuda, en la que venas enormes parecían querer salirse de una piel reseca y transparente como el tímpano de un viejo tambor.

—Abuelo —le gritó—, cuéntale algo del teniente Patrick.

El tentempié se movió nuevamente.

—Ajá —murmuraba—. Patrick, eso es, Patrick.

—No te preocupés, es lo mismo —le dijo Alejandra a Martín—, es lo mismo. Cualquier cosa. Siempre va a terminar hablando de la Legión, hasta que se olvide y se duerma.

—Ajá, el teniente Patrick, eso es.

Sus ojuelos lagrimeaban.

—Elmtrees, mocito, Elmtrees. Teniente Patrick Elmtrees, del famoso 71. Quién le iba a decir que moriría en la Legión.

Martín miró a Alejandra.

—Explíquele, abuelo, explíquele —gritó.

El viejo ponía su mano sarmentosa y enorme junto al oído, con la
cabeza
, inclinada hacia Alejandra. Dentro de la máscara de pergamino agrietado y ya adelantada hacia la muerte, parecía vivir dificultosamente un resto de ser humano, pensativo y bondadoso. La mandíbula inferior colgaba un poco, como si no tuviera
fuerza para
mantenerse apretada, y podían verse sus encías sin dientes.

—Eso es, Patrick.

—Explíquele, abuelo.

Pensaba, miraba hacia tiempos remotos.

—Olmos es la traducción de Elmtrees. Porque abuelo estaba harto de que lo llamaran Elemetri, Elemetrio, Lemetrio y hasta capitán Demetrio.

Pareció reírse con un temblor, llevando su mano a la boca.

—Eso es, hasta capitán Demetrio. Harto estaba. Y porque se había acriollado tanto que lo fastidiaba cuando le decían el inglés. Y se puso Olmos, nomás. Como los Island se habían puesto Isla y los Queenfaith, Reinafé. Lo jorobaba mucho —especie de risita—. Porque era muy retobón. De modo que fue muy juicioso, muy juicioso. Y además porque ésta era su verdadera patria. Aquí se había casado y aquí nacieron sus hijos. Y nadie, viéndolo sobre el gateado, con el cipero de plata, habría podido maliciar que era gringo. Y aunque lo hubiera maliciado —risita— no habría dicho esta boca es mía, porque ahí nomás don Patricio lo habría bajado de un rebencazo —risita—. … El tenientito Patrick Elmtrees, sí señor. Quién le iba a decir. No, si el destino es más embrollao que negocio e’turco. Quién le iba a decir que su destino era morir a las órdenes del general.

Repentinamente pareció dormitar, con un leve estertor.

—¿General? ¿Qué general? —preguntó Martín a Alejandra.

—Lavalle.

No entendía nada: ¿un teniente inglés a las órdenes de Lavalle? ¿Cuándo?

—La guerra civil, tonto.

Ciento setenta y cinco hombres, rotosos y desesperados, perseguidos por las lanzas de Oribe, huyendo hacia el norte por la quebrada, siempre hacia el norte. El alférez Celedonio Olmos cabalgaba pensando en su hermano Panchito muerto en Quebracho Herrado, y en su padre, el capitán Patricio Olmos, muerto en Quebracho Herrado. Y también, barbudo y miserable, rotoso y desesperado, cabalga hacia el norte el coronel Bonifacio Acevedo. Y otros ciento setenta y dos hombres indescifrables. Y una mujer. Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera.

La mandíbula inferior cuelga y temblequea: “Tío Panchito y abuelo lanceados en Quebracho Herrado”, murmura, como asintiendo.

—No entiendo nada —dice Martín.

—El 27 de junio de 1806 —le dijo Alejandra—, los ingleses avanzaban por las calles de Buenos Aires. Cuando yo era así —puso una mano cerca del suelo— el abuelo me contó la historia ciento setenta y cinco veces. La novena compañía cerraba la marcha del famoso 71 (¿por qué famoso?). No sé, pero así decían. Creo que nunca lo habían vencido, en ninguna parte del mundo ¿comprendes? La novena compañía avanzaba por la calle de la Universidad (¿de la Universidad?). Pero sí, zonzo, la calle Bolívar. Te cuento como el viejo, me lo sé de memoria. Al llegar a la esquina de nuestra Señora del Rosario, Venezuela para los atrasados, pasó la cosa (¿qué cosa?). Espera. Tiraban de todo. Desde las azoteas, quiero decir: aceite hirviendo, platos, botellas, fuentes, hasta muebles. También baleaban. Todos tiraban: las mujeres, los negros, los chicos. Y ahí lo hirieron (¿a quién?). Al teniente Patrick, hombre, en esa esquina estaba la casa de Bonifacio Acevedo, abuelo del viejo, el hermano del que después fue general Cosme Acevedo (¿el de la calle?), sí, el de la calle: es lo único que nos va quedando, nombres de calles. Este Bonifacio Acevedo se casó con Trinidad Arias, de Salta —se acercó a una pared y trajo una miniatura y a la luz del quinqué, mientras el viejo parecía asentir a algo remoto con la mandíbula colgando y los ojos cerrados, Martín vio el rostro de una mujer hermosa cuyos rasgos mongólicos parecían el murmullo secreto de los rasgos de Alejandra, murmullo entre conversaciones de ingleses y españoles—. Y esta muchacha tuvo una pila de hijos, entre ellos María de los Dolores, y Bonifacio, que después sería el coronel Bonifacio Acevedo, el hombre de la cabeza.

Pero Martín pensó (y así lo dijo) que cada vez entendía menos. Porque ¿qué tenía que ver con todo ese barullo el teniente Patrick, y cómo había muerto a las órdenes de Lavalle?

—Esperá, zonzo, ahora viene la combinación. ¿No oíste al viejo que la vida es más embrollada que negocio de turco? El destino esta vez era un negro grandote y feroz, un esclavo de mi tataratatarabuelo, un negro Benito. Porque el Destino no se manifiesta en abstracto sino que a veces es un cuchillo de un esclavo y otras veces es la sonrisa de una mujer soltera. El Destino elige sus instrumentos, en seguida se encarna y luego viene la joda. En este caso se encarnó en el negro Benito, que le encajó una cuchillada al tenientito con la suficiente mala suerte (según el punto de vista del negro) que Elmtrees pudo convertirse en Olmos y yo pude existir. Yo estuve pendiente, como se dice, de un hilo de seda y de circunstancias muy frágiles, porque si el negro no oye los gritos que desde la azotea daba María de los Dolores, ordenando que no lo ultimara, el negro lo liquida en forma perfecta y definitiva, como eran sus deseos, pero no los del Destino, que aunque se había encarnado en Benito no opinaba exactamente como él, tenía sus pequeñas diferencias. Cosa que sucede muy a menudo, porque claro, el Destino no puede andar eligiendo en forma tan ajustada a la gente que le va a servir de instrumento. Del mismo modo que si vos estás apurado para llegar a un lugar, cosa de vida o muerte, no te vas a andar fijando mucho si el auto está tapizado de verde o el caballo tiene una cola que te disgusta. Se agarra lo que se tiene más a mano. Por eso el Destino es algo confuso y un poco equívoco: él sabe bien lo que quiere, en realidad, pero la gente que lo ejecuta, no tanto. Como esos subalternos medio zonzos que nunca ejecutan con perfección lo que se les ordena. Así que el Destino se ve obligado a proceder como Sarmiento: hacer las cosas, aunque sea mal, pero hacerlas. Y muchas veces tiene que emborracharlos o aturdidos. Por eso se dice que el tipo estaba como fuera de sí, que no sabía lo que hacía, que perdió el control. Por supuesto. De otro modo, en lugar de matar a Desdémona o a César, vaya a saber la payasada que hacían. Así que, como te explicaba, en el momento en que Benito se disponía a decretar mi inexistencia, María de los Dolores le gritó desde arriba con tanta fuerza que el negro se detuvo. María de los Dolores. Tenía catorce años. Estaba tirando aceite hirviendo pero gritó a tiempo.

—Tampoco entiendo; ¿no se trataba de impedir que los ingleses ganaran?

—Atrasado mental, ¿no has oído hablar del coup
de foudre
? En medio del caos se produjo. Ya ves cómo funciona el Destino. El negro Benito obedeció de mala gana a la amita, pero arrastró al oficialito adentro, como se lo ordenaba la abuela de mi bisabuelo Pancho. Allí las mujeres le hicieron la primera cura, mientras llegaba el doctor Argerich. Le quitaron la chaqueta. ¡Pero si es un niño!, decía horrorizada misia Trinidad. ¡Pero si no ha de tener ni diecisiete años! decían. ¡Pero qué temeridá! se lamentaban. Mientras lo lavaban con agua limpia y con caña, y lo vendaban con tiras de sábanas. Después lo acostaron. Durante la noche deliraba y pronunciaba palabras en inglés, mientras María de los Dolores, rezando y llorando, le cambiaba paños de vinagre. Porque, como me contaba el abuelo, la niña se había enamorado del gringuito y había decidido que se casaría con él. Y has de saber, me decía, que cuando a una mujer se le pone esa idea entre ceja y ceja, no hay poder del cielo o de la tierra que lo impida. De modo que mientras el pobre teniente deliraba y seguramente soñaba con su patria ya la chica había decidido que aquella patria había dejado de existir, y que los descendientes de Patrick nacerían en la Argentina. Después, cuando empezó a recobrar el conocimiento, resultó que era nada menos que el sobrino del propio general Beresford. Ya te podes imaginar lo que habrá sido la llegada de Beresford a la casa y el momento en que besó la mano de misia Trinidad.

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