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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (53 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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Una vez dentro, cruzado el pasillo atestado de cajas, se ducha, va a la cocina y pide comida tailandesa a domicilio. Después se tumba en el sofá del salón y empieza a elaborar una lista mental de lo que tiene que hacer antes de poner manos a la obra.

Para un círculo pequeño y dispar de personas, una fecha que hasta entonces era inocua ha adquirido un peso melancólico, y ahora se imponen una serie de llamadas. Empieza por Sue y Jim, los padres de Emma, en Leeds. Es una conversación agradable y bastante directa. Les cuenta cómo le va el negocio, y lo que hace Jasmine en el colegio; lo explica por partida doble, una vez para la madre y otra para el padre.

–La verdad es que no tengo nada más que contar –le dice a Sue–. Sólo llamaba…, bueno, pues para decir que me acuerdo de vosotros, y que espero que estéis bien.

–Lo mismo digo, Dexter. Cuídate, ¿vale? –dice ella antes de colgar, con voz trémula.

Dexter sigue con la lista: habla con su hermana, con su padre, con su ex mujer y con su hija. Son conversaciones cortas, en las que se hace ostentación de alegría, y nulas referencias a lo que representa el día. El subtexto, sin embargo, es siempre el mismo: «Estoy bien». Llama a Tilly Killick, y la encuentra sensiblera y demasiado emocionada.

–Pero ¿tú cómo estás de verdad, cariño? De verdad, ¿eh? ¿Estás solo? ¿Te viene bien estarlo? ¿Quieres que vayamos?

La tranquiliza, irritado, y corta la llamada lo más deprisa y educadamente que puede. Luego llama a Ian Whitehead, en Taunton, pero está acostando a los críos, menudos trastos, y no es buen momento. Ian le promete llamar durante la semana. Hasta le propone pasar a verle alguna vez, y Dexter dice que muy buena idea, a sabiendas de que no lo hará. Como en todas las llamadas, se palpa que ha pasado lo peor de la tormenta. Probablemente Dexter no vuelva a hablar con Ian. Y no será ningún trauma para ninguno de los dos.

Cena con la tele puesta, cambiando de canal, y limitándose a la única cerveza que le han regalado al traerle la comida; pero tiene algo de triste comer solo, encorvado en el sofá, en esta casa ajena, y por primera vez en lo que va de día sufre un ataque de desesperación y soledad. Últimamente, el luto parece como caminar por un río helado: Dexter no se siente casi nunca en peligro, pero siempre existe el riesgo de que se abra el hielo. Lo está oyendo crujir, y es una sensación tan intensa, tan de pánico, que tiene que levantarse un momento, ponerse las manos en la cara y coger aire. Espira lentamente a través de los dedos. Luego corre a la cocina y empieza a tirar platos sucios en el fregadero, haciendo ruido. De repente le abruman las ganas de beber, y no parar. Busca el teléfono.

–¿Qué pasa? –dice Maddy con tono de preocupación.

–Nada, un poco de pánico.

–¿Seguro que no quieres que vaya?

–Ahora estoy bien.

–Si quieres cojo un taxi. Llegaría en…

–No, de verdad, prefiero estar solo.

Dexter se da cuenta de que la voz de Maddy es suficiente para tranquilizarle. Tras repetir que está bien, cuelga. Una vez seguro de que no puede llamarle nadie por nada, desconecta el teléfono, baja las cortinas, sube al piso de arriba y empieza.

El dormitorio de invitados sólo contiene un colchón, una maleta abierta y siete u ocho cajas de cartón, dos de ellas con las etiquetas «Emma 1» y «Emma 2», escritas por Emma con rotulador negro de punta gruesa. Estas cajas, las últimas pertenencias de Emma que quedaban en el piso de Dexter, contienen cuadernos, cartas y sobres de fotos. Se las lleva al salón, y se pasa el resto de la tarde abriéndolas y separando los papeles sin valor –extractos bancarios de hace mucho tiempo, facturas, menús viejos de comida para llevar…, cosas, todas, que tira a una bolsa de basura negra– de lo que les enviará a sus padres, y de lo que quiere quedarse él.

El proceso, que dura lo suyo, es realizado con gran pragmatismo, sin una sola lágrima, y muy pocas interrupciones. Evita leer los diarios y cuadernos, con sus versos juveniles y sus obras de teatro. Le parece injusto –se imagina a Emma poniendo mala cara a sus espaldas, o corriendo a quitárselos de las manos–; en vez de eso se concentra en las cartas y las fotos.

Está guardado todo de tal modo que al sacarlo se sigue un orden cronológico inverso, excavando a través de los estratos: sus años de pareja, después los noventa, y finalmente, al fondo de la caja 2, los ochenta. Lo primero son pruebas de portada para las novelas de Julie Criscoll, correspondencia con Marsha, su editora, y recortes de prensa. La siguiente capa revela postales y fotos de París, incluida una del famoso Jean-Pierre Dusollier, moreno y muy guapo (la que se salvó). Dentro de un sobre con billetes de metro, cartas de restaurante dobladas y un contrato de alquiler en francés, se topa con algo tan sorprendente y que le afecta tanto que está a punto de caérsele al suelo.

Es una Polaroid, hecha en París durante aquel verano, de Emma desnuda en una cama, con los tobillos cruzados y los brazos lánguidamente tendidos sobre la cabeza. La hicieron una noche de amor y borrachera, después de ver
Titanic
en francés en una tele en blanco y negro. A él le parecía muy bonita, pero Emma se la quitó, asegurándole que la destruiría. El hecho de que la guardase, y en lugar secreto, debería complacerle, como indicación de que le gustaba más de lo que dijo, pero también es otro choque con la ausencia de Emma. Necesita un momento para respirar. Vuelve a meter la Polaroid en el sobre y se sienta en silencio, para recuperarse. Debajo cruje el hielo.

Sigue. De finales de los noventa encuentra una colección de participaciones de nacimientos e invitaciones de boda, una carta gigante de despedida del personal y los alumnos del instituto de Cromwell Road, y dentro del mismo sobre, una serie de cartas de un tal Phil, de tanta fijación sexual y tan suplicantes, que las dobla enseguida y las vuelve a meter en el sobre. Hay folletos de las noches de improvisación de Ian, y tediosos documentos jurídicos sobre la compra del piso en E17. Encuentra una colección de postales tontas que mandó él a principios de los noventa, durante sus viajes: «Ámsterdam es una LOCURA», «Dublín, MARCHA a tope». Le recuerdan las cartas que recibió en respuesta, maravillosos paquetitos de papel azul claro para correo aéreo que relee de vez en cuando, y se avergüenza como el primer día de lo insensible que era a los veinticuatro años: «¡¡¡¡VENECIA TOTALMENTE INUNDADA!!!!». Hay una copia en fotostato del programa de «
Cargamento cruel
–obra de teatro para jóvenes de Emma Morley y Gary Nutkin», seguida por exámenes viejos, trabajos sobre «Las mujeres en Donne» y «Eliot y el fascismo», y un fajo de postales de obras de arte marcadas con los agujeritos de los corchos de las residencias universitarias. Encuentra un tubo de cartón, y dentro, muy enrollado, el título de licenciada de Emma, se imagina que intacto desde hace casi veinte años. Lo verifica mirando la fecha: 14 de julio de 1988. Ayer se cumplieron dieciocho años.

En una carpeta de papel rota, encuentra las fotos de la graduación y las hojea sin mucha nostalgia: Emma casi no aparece, porque las hizo ella, y de la mayoría de los otros alumnos ya ni se acuerda. En esa época no se movían en los mismos ambientes. Aun así, le impresiona lo jóvenes que son las caras, así como el hecho de que Tilly Killick tenga el don de irritarle incluso en fotos, y a diecinueve años de distancia. Una foto de Callum O’Neill, flaco y pagado de sí mismo, se ve rápidamente partida en dos y arrojada a lo más hondo de la bolsa de basura.

En algún momento, sin embargo, Emma debió de darle la cámara a Tilly, porque al final sí que sale haciendo el tonto en unas fotos, poniendo caras heroicas con su birrete, su toga y las gafas en la punta de la nariz, a lo intelectual. Dexter sonríe. Luego gime de vergüenza y risa, al verse en una foto tal como era entonces.

Sale con una absurda cara de modelo, chupando las mejillas y poniendo morritos, mientras Emma le pasa un brazo por detrás, con la cara muy cerca de la suya, los ojos muy abiertos y una mano en la mejilla, como si viera a un famoso. Después de la foto se fueron a la recepción de licenciatura, luego al pub y más tarde a aquella fiesta en casa de alguien. Dexter no se acuerda de quién vivía en la casa; sólo de que no cabía un alfiler, de que se quedó prácticamente destrozada, y de que la fiesta se extendió por la calle y el jardín trasero. Ellos dos, huyendo del caos, encontraron un hueco en un sofá de la sala de estar, y ya no se movieron en toda la noche. Fue donde Dexter le dio el primer beso. Vuelve a examinar la foto de licenciatura: Emma con gafas de gruesa montura negra, el pelo teñido de rojo y mal cortado, la cara un poco más rechoncha de como la recuerda, la boca abierta en una gran sonrisa, y la mejilla pegada a la de él. La aparta, y mira la siguiente.

Es la mañana siguiente. Están sentados en una ladera, Emma con unos 501 muy ceñidos en la cintura y unas Converse All-Star negras, y él un poco apartado, con la camisa blanca y el traje negro que llevaba el día anterior.

Los decepcionó encontrar la cumbre de Arthur’s Seat llena de turistas y otros recién licenciados, macilentos e inestables a causa de las fiestas de la última noche. Dex y Em saludaron con la mano a unos cuantos conocidos, pero procuraron mantener las distancias, y evitar los chismorreos aunque fuera demasiado tarde.

Se pasearon sin rumbo por el llano, pedregoso y herrumbroso, viendo el panorama desde todos los puntos de vista. En la columna de piedra que marcaba la cima, hicieron los comentarios de rigor en esas situaciones: que cuánto habían caminado y que desde ahí se veía su casa. La columna estaba llena de grafitis: chistes privados, «DG ha estado aquí», «Viva Escocia», «Fuera Thatcher»…

–Deberíamos grabar nuestras iniciales –propuso Dexter, poco convencido.

–¿Como qué, «Dex + Em»?

–«Para siempre.»

Emma hizo una mueca de escepticismo y examinó el grafiti que más llamaba la atención: un pene grande, dibujado con tinta verde indeleble.

–Anda, que subir hasta aquí sólo para dibujar esto… ¿Tú crees que el rotulador se lo trajo? «La vista es muy bonita, y la naturaleza y todo eso, pero lo que de verdad le hace falta a este sitio es una buena polla con unos buenos huevos.»

Dexter se rio maquinalmente, pero empezaba a cohibirse otra vez; ahora que estaban arriba, tenía la impresión de haberse equivocado. Se preguntaron, cada uno por su lado, si no era mejor saltarse el picnic, bajar e irse a su casa; pero como ninguno de los dos estaba del todo dispuesto a proponerlo, encontraron una hondonada cerca de la cumbre, donde parecía que las rocas proporcionasen mobiliario natural, y se instalaron para descargar la mochila.

Dexter abrió el champán, que como ya se había calentado, le llenó la mano de espuma y se perdió tristemente en el brezo. Se pasaron la botella para ir bebiendo a morro, pero el ambiente no era muy festivo, y al cabo de un momento de silencio Emma recurrió otra vez a los comentarios sobre la vista.

–Muy bonito.

–Mm.

–¡Ni gota de lluvia!

–¿Mm?

–Dijiste que hoy era san Suituno. «Si por san Suituno llueve…»

–Exacto. Ni gota de lluvia.

El tiempo. Emma estaba hablando del tiempo. Avergonzada de su banalidad, guardó silencio, hasta probar con un enfoque más directo.

–¿Qué, Dex, cómo te sientes?

–Un poco hecho polvo.

–No, digo por lo de esta noche. Lo nuestro.

Dexter la miró sin saber qué respuesta esperaba. Prefería evitar enfrentamientos, por falta de una vía inmediata de escape (como no fuera tirarse montaña abajo).

–¡Yo estoy muy bien! ¿Y tú? ¿Cómo te sientes por lo de esta noche?

–Bien. Supongo que con un poco de vergüenza por el rollo que te solté; lo del futuro, ¿sabes? Cambiar el mundo, y todo eso. Un poco cursi, visto así, de día. En todo caso debía de sonar cursi, sobre todo para alguien sin principios ni ideales…

–¡Oye, que yo tengo ideales!

–Acostarse con dos mujeres a la vez no es ningún ideal.

–Bueno, eso lo dirás tú…

Emma chasqueó la lengua.

–¿Sabes que a veces eres de lo más sórdido?

–No lo puedo evitar.

–Pues deberías intentarlo. –Cogió un puñado de brezo y se lo tiró sin fuerzas–. Cuando lo intentas eres mucho más simpático. Pero bueno, la cuestión es que no quería parecer tan plasta.

–No parecías plasta. Era interesante. Además, ya te he dicho que me lo pasé muy bien. Lástima que no sea el momento más oportuno.

La sonrisa de consuelo de Dexter era irritante. Emma arrugó la nariz, molesta.

–¿Qué quieres decir?, ¿que si no seríamos «novios»?

–No lo sé. A saber.

Dexter tendió la palma de una mano. Emma la miró con desagrado, hasta que suspiró y se resignó a cogerla. Se quedaron cogidos de la mano, con la impresión de hacer el tonto, hasta que se les cansaron los brazos y se soltaron los dos a la vez. Dexter llegó a la conclusión de que lo mejor era hacerse el dormido hasta la hora de marcharse. Con esa intención, se quitó la americana, la dobló en forma de cojín y cerró los ojos contra el sol. Le dolía el cuerpo, le palpitaba el alcohol en la cabeza, y empezaba a quedarse inconsciente. En ese momento oyó la voz de Emma.

–¿Puedo decir una cosa? Sólo para tranquilizarte la conciencia.

Abrió los ojos, grogui. Emma tenía las piernas contra el pecho y el mentón en las rodillas.

–Venga.

Respiró, como si ordenase sus ideas, y habló.

–No quiero que creas que estoy disgustada, ni nada por el estilo. Vaya, que ya sé que lo de anoche sólo fue porque estabas borracho…

–Emma…

–¿Me dejas acabar? De todos modos, me lo pasé muy bien. Yo no es que haya hecho mucho ese… tipo de cosas; no lo tengo estudiado, como tú, pero estuvo bien. Creo que eres simpático, Dex, cuando quieres. No sé, puede que no sea el momento más oportuno, pero yo creo que harás bien en irte a China, o a la India, o a donde sea, y encontrarte a ti mismo. Mientras tanto, yo me quedaré aquí tan tranquila, con mis cosas. No quiero acompañarte, ni una postal cada semana; ni siquiera tu número de teléfono. Tampoco quiero casarme y tener hijos. Por no querer, no quiero ni otro rollo. Lo hemos pasado muy, muy bien una noche, y ya está. Siempre me acordaré. Y si nos encontramos algún día, en una fiesta, o lo que sea, pues perfecto. Tendremos una conversación agradable, y punto. No pasaremos vergüenza porque tú me metieras la mano en el top; no será nada incómodo; nos lo tomaremos como lo más natural, ¿vale? Tú y yo. Seremos sólo… amigos. ¿Trato hecho?

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