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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (49 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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–No pasa nada. Esta noche nos quedamos en casa, y hago yo la cena; o si no, salimos al cine, o a donde sea. –Dexter le puso la cara sobre la cabeza–. Te quiero, vamos a arreglar esto, ¿vale?

Emma se quedó en el umbral, sin decir nada. Lo correcto habría sido decirle que ella también le quería, pero tenía ganas de quedarse triste un poco más. Decidió estar enfurruñada hasta la hora de comer, y resarcirle por la noche. Si mejoraba un poco el tiempo, quizá podrían ir a sentarse en Primrose Hill, como antes. Lo importante es que estará aquí, y que estaremos bien.

–Ya es hora de irte –masculló en el hombro de Dexter–. A ver si te retrasas con Maddy.

–No empieces.

Le miró, con una sonrisa burlona.

–Esta noche estaré más animada.

–Haremos algo divertido.

–Divertido.

–Aún nos divertimos, ¿no?

–Pues claro que sí –dijo ella, y le dio un beso de despedida.

Sí que se divertían aún, pero de otra manera. Toda el ansia, la angustia, la pasión, habían dejado paso a un pulso constante de placer, satisfacción y alguna vez irritación, que no parecía un mal cambio; si bien la vida de Emma había tenido momentos de mayor euforia, no los había tenido de mayor regularidad.

A veces, pensaba, echaba en falta la intensidad, no sólo de su noviazgo, sino de los primeros tiempos de su amistad. Se recordaba escribiendo cartas de diez páginas hasta altas horas de la noche; unas cosas demenciales, apasionadas, llenas de un sentimentalismo absurdo y de insinuaciones mal veladas, con signos de exclamación y subrayados. Durante una temporada también le había escrito una postal diaria, además de la hora por teléfono justo antes de acostarse. La noche en el piso de Dalston, hablando y oyendo discos hasta la salida del sol, o el día de Año Nuevo en casa de los padres de él, yendo a nadar al río, o la tarde en un bar secreto de Chinatown, bebiendo absenta… Todos esos momentos, y muchos más, estaban registrados y guardados en cuadernos, cartas y fajos de fotografías, un sinfín de fotos. Durante una época (principios de los noventa, debía de ser) casi no podían pasar al lado de un fotomatón sin entrar juntos, porque aún no daban por supuesta la presencia permanente del otro.

Pero mirar a alguien, sin más; estar sentado, mirando y hablando, hasta darse cuenta de que ya ha amanecido… Hoy en día, ¿quién tenía tiempo, ganas o energía de pasar la noche en vela? ¿De qué hablar? ¿Del precio de la vivienda? Antes Emma anhelaba esas llamadas telefónicas a medianoche. Ahora, si sonaba el teléfono en plena noche era por un accidente. ¿Y fotos? ¿Necesitaban alguna más, si ya se sabían las caras de memoria y tenían cajas de zapatos llenas, un archivo de casi veinte años? En estos tiempos, ¿quién escribe cartas largas, y a qué se le da tanta importancia?

A veces tenía curiosidad por saber qué habría pensado su yo de veintidós años de la actual Emma Mayhew. ¿La habría considerado una egocéntrica? ¿Una vendida? ¿Una burguesa traidora a la causa, por sus ganas de tener casa en propiedad, de viajar al extranjero, de comprarse modelos de París y de gastarse mucho dinero en la peluquería? Quizá, pero tampoco podía decirse que la Emma Morley de veintidós años fuera un dechado de virtudes: pretenciosa, malhumorada, perezosa, siempre echando sermones y juzgando a los demás… Autocompasión, autosuficiencia, autocomplacencia… Todos los «autos» menos la autoconfianza, la virtud de la que siempre había estado más necesitada.

No; le parecía que el mundo en que vivía era el mundo real. ¿Que ya no tenía la curiosidad ni el apasionamiento de antes? Eso entraba en lo previsible. A los treinta y ocho años, habría sido inoportuno e indecoroso tomarse las amistades y los amores con el mismo ardor e intensidad que a los veintidós. ¿Enamorarse como entonces? ¿Escribir poesías y llorar con canciones? ¿Arrastrar a la gente a los fotomatones, dedicar todo un día a un casete recopilatorio, proponerle a alguien dormir en la misma cama que ella sólo para estar acompañados? Ahora, si citabas a Bob Dylan, T. S. Eliot o Brecht (¡no, por Dios!), la gente se apartaba discretamente, con una sonrisa educada. ¿Y cómo reprochárselo? A los treinta y ocho años era ridículo esperar que un libro o una película te cambiase la vida. No, todo se había sosegado y asentado, y ahora se vivía con un rumor de fondo general de comodidad, satisfacción y familiaridad. Aquellos crispantes altibajos no se repetirían. Los amigos de ahora serían los mismos que tuvieran dentro de cinco, diez, veinte años. No esperaban enriquecerse ni empobrecerse de manera drástica. Esperaban conservar durante cierto tiempo la salud. Todo en el medio: clase media, mediana edad… Felices de no ser felices en exceso.

Por fin Emma estaba enamorada de alguien, y bastante segura de que ese alguien le correspondía. Cuando le preguntaban –en fiestas, por ejemplo– cómo había conocido a su marido, ella contestaba:

–Crecimos juntos.

Así que se fueron como siempre a trabajar. Emma se sentó al ordenador al lado de la ventana que daba a la calle con árboles, a escribir la quinta y última novela de Julie Criscoll; irónicamente, su personaje de ficción se quedaba embarazada y tenía que decidir entre ser madre o ir a la universidad. No le estaba saliendo muy bien; el tono era demasiado grave e introspectivo, y los chistes, forzados. Tenía muchas ganas de acabarla, a la vez que muchas dudas sobre qué haría después, y adónde llegaban sus capacidades; quizá un libro para adultos, algo serio y muy fundamentado sobre la Guerra Civil española, o sobre el futuro próximo, con vagos aires a lo Margaret Atwood; algo que hubiera respetado y admirado la Emma de antes. Al menos era la idea. De momento ordenó el piso, preparó té, pagó algunas facturas, puso una lavadora de ropa de color, guardó CD en sus cajas, preparó más té, y por último, encendió el ordenador y se quedó mirándolo fijamente, para enseñarle quién mandaba.

En el café, Dexter tonteó un poco con Maddy y se fue al almacén (minúsculo, con un olor a queso que casi no dejaba respirar), a intentar terminar la declaración trimestral del IVA; pero no se quitaba de encima la tristeza y el sentimiento de culpa de su exabrupto matinal, y cuando ya no pudo concentrarse, cogió el teléfono. Antes siempre era Emma la que hacía las llamadas de reconciliación, y suavizaba las cosas, pero en los ocho meses que llevaban casados parecía que se hubieran invertido los papeles. Ahora era Dexter el que se sentía incapaz de hacer alguna actividad sabiendo que Emma no estaba contenta. Mientras marcaba el número, se la imaginó en la mesa, mirando su teléfono móvil, y apagándolo al ver aparecer su nombre. Lo prefería así; era mucho más fácil ser sentimental cuando no contestaba nadie.

–Oye, que estoy aquí, con la declaración del IVA, y me acuerdo todo el rato de ti. Sólo quería decirte que no te preocupes. He quedado para que vayamos a ver la casa a las cinco. Te mandaré la dirección por SMS. A ver qué pasa. Es una finca de época, con las habitaciones bastante grandes. Parece que tiene una barra para desayunar; sé que siempre has soñado con una. Nada más, sólo que te quiero, y que no te preocupes; no te preocupes por nada. Bueno, ya está. Nos vemos allí a las cinco. Te quiero. Adiós.

Cumpliendo con la rutina, Emma trabajó hasta las dos, comió y se fue a la piscina. En julio, a veces le gustaba ir a la de mujeres de Hampstead Heath, pero el día se había ido cubriendo con una nubosidad precaria, así que plantó cara a los adolescentes de la piscina cubierta. Fueron veinte minutos de no disfrutar, esquivando chavales que se tiraban en bomba, buceaban y tonteaban entre sí, enloquecidos por la libertad del fin del curso. Después se sentó en el vestuario, escuchó el mensaje de Dexter y sonrió. Memorizó la dirección de la finca y devolvió la llamada.

–Hola, soy yo. Sólo quería decirte que ahora salgo para allá, y que me muero de ganas de ver la barra para desayunar. Puede que llegue cinco minutos tarde. Ah, gracias por tu mensaje. Quería decirte… que perdona que haya estado tan brusca, y que hayamos discutido por una tontería. No tiene nada que ver contigo. Es que ahora mismo estoy un poco desquiciada. Lo importante es que te quiero mucho. ¡Anda que no! ¡Qué suerte tienes! Creo que eso es todo. Adiós, amor mío. Adiós.

A la salida del polideportivo, las nubes se habían hecho más oscuras. Acabó lloviendo: goterones sueltos, grises, de lluvia caliente. Maldiciendo el tiempo y el sillín mojado de la bicicleta, cruzó el norte de la ciudad en dirección a Kilburn, improvisando un recorrido por un laberinto de calles residenciales, hacia Lexington Road.

Cada vez llovía más fuerte, gotas aceitosas de agua urbana de color marrón; al ir de pie en los pedales, con la cabeza gacha, Emma apenas se dio cuenta de que se movía algo a su izquierda, por la callejuela. No es tanto una sensación de volar por los aires como de ser llevada a cuestas. Al ser depositada en el arcén, con la cara en el asfalto mojado, su primer impulso es buscar la bicicleta, que por alguna razón ha desaparecido de debajo de ella. Intenta mover la cabeza, pero no puede. Quiere quitarse el casco, porque hay gente mirándola, caras cerniéndose sobre ella, y los cascos de bicicleta le quedan ridículos; pero la gente en cuclillas a su lado parece asustada, y le preguntan sin parar te encuentras bien, te encuentras bien. Hay alguien que llora. Emma se da cuenta por primera vez de que no está bien. Parpadea, con la lluvia en la cara. Ahora seguro que llega tarde. Dexter la esperará.

Piensa en dos cosas con gran nitidez.

La primera es una foto de ella a los nueve años, con bañador rojo en una playa, no se acuerda de cuál, tal vez Filey o Scarborough. Está con sus padres, que la columpian hacia la cámara, contrayendo de risa sus caras quemadas por el sol. Después piensa en Dexter, protegido de la lluvia en las escaleras de la nueva casa, mirando su reloj con impaciencia; va a preguntarse dónde estoy, piensa ella. Se va a preocupar.

Después Emma Mayhew se muere, y cuanto ha pensado y sentido se esfuma y desaparece para siempre.

Quinta parte

Tres aniversarios

«Recordaba filosóficamente las fechas conforme llegaban con el transcurso del año; … la de su propio nacimiento; y cada día de aquellos que se habían distinguido por algún incidente en que ella participara. Una tarde, estando contemplando en el espejo su hermosura, asaltola el pensamiento de que aún había otra fecha más importante que las otras: la de su muerte, cuando se hubieran desvanecido ya todos sus encantos, un día que se esconde, traicionero, entre los demás del año, que pasa anualmente sin armar ruido, pero que no es por ello menos fatal. ¿Cuándo llegaría aquel día nefasto?»

Thomas Hardy,
Tess, la de los d’Urberville

Capítulo 19

La mañana de después

VIERNES 15 DE JULIO DE 1988

Rankeillor Street, Edimburgo

Cuando abrió otra vez los ojos, aún estaba el chico flaco, precariamente sentado al borde de la vieja silla de madera, de espaldas a ella, intentando no hacer ruido al ponerse los pantalones. Echó un vistazo al radiodespertador: las nueve y veinte. Habían dormido unas tres horas. Ahora él se iba a escondidas. Le vio poner la mano en el bolsillo de los pantalones, para que no tintinease la calderilla. Luego se levantó y se empezó a poner la camisa blanca de la noche anterior. Un último atisbo de su espalda, larga y morena. Guapo. Era de un guapo absurdo, la verdad. Ella tenía muchas ganas de que se quedase, quizá tantas como las que manifestaba él de irse. Llegó a la conclusión de que tendría que hablar.

–¡No te irás sin despedirte!

Él se giró, pillado
in fraganti
.

–No quería despertarte.

–¿Por qué?

–Es que estabas tan guapa, dormida…

Les pareció a los dos muy poco convincente.

–Ah. Claro, claro.

Se oyó a sí misma, necesitada e irritada. No dejes que se crea que te importa, Em. Sé displicente. Sé… curtida.

–Te iba a dejar una nota de despedida, pero…

Él hizo el movimiento de buscar un bolígrafo, sin darse cuenta de que en la mesa había un bote lleno de ellos.

Ella levantó la cabeza de la almohada, y la apoyó en una mano.

–Me da igual. Si quieres irte, puedes. La vida nos junta y nos separa, y todo eso. Muy… ¿Cómo se dice? Agridulce.

Él se sentó en la silla y siguió abrochándose los botones de la camisa.

–Emma…

–¿Qué, Dexter?

–Me lo he pasado muy bien, de verdad.

–Se te nota en la manera de buscar los zapatos.

–No, en serio. –Dexter se inclinó en la silla–. Me alegro mucho de que al final hayamos hablado. Y de lo otro también. Después de tanto tiempo… –Arrugó la cara al buscar las palabras indicadas–. Eres un encanto, Em, de verdad.

–Ya, ya, ya…

–Que sí, en serio.

–Bueno, tú también eres un encanto. Ya te puedes ir.

Le concedió una sonrisita forzada. La reacción de él fue acercarse de golpe. En previsión de lo que pasaría, Emma levantó la cara, pero se lo encontró buscando un calcetín debajo de la cama. Él se fijó en que había levantado la cabeza.

–Un calcetín debajo de la cama –dijo.

–Ya.

Se sentó incómodamente en el somier, y adoptó un tono de alegría forzada al ponerse los calcetines.

–¡El gran día! ¡Vuelta a casa!

–¿Adónde, a Londres?

–A Oxfordshire. Es donde viven mis padres. Bueno, la mayor parte del tiempo.

–Oxfordshire. Qué bonito –dijo ella, mortificada para sus adentros por la rapidez con que se esfuma la intimidad, dejando paso a palabras banales. Con todo lo que habían dicho y hecho por la noche, y ahora eran como dos desconocidos en la cola del autobús. Su error había sido dormirse, rompiendo el encanto. Si se hubieran quedado despiertos, quizá aún se estarían besando. Ahora, en cambio, ya había pasado todo. Se oyó decir–: ¿Y cuánto tardas? Hasta Oxfordshire.

–Unas siete u ocho horas. Mi padre es muy buen conductor.

–Ah.

–¿Tú no vuelves a…?

–Leeds. No, me quedo a pasar el verano. Ya te lo dije, ¿no te acuerdas?

–Perdona, pero es que ayer por la noche estaba bastante borracho.

–Señoría, solicito que el acusado sea declarado inocente.

–No es una excusa; es… –Él se giró a mirarla–. ¿Estás enfadada conmigo, Em?

–¿Em? ¿Quién es Em?

–Pues Emma.

–No estoy enfadada, pero es que… preferiría que me hubieras despertado, y no que quisieras irte así, tan furtivamente…

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