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Authors: Kathy Lette

Sexy de la Muerte (2 page)

—¡No! Misógina no. Misógino es sólo la palabra griega para «hombre». —Era algo que solía decir su madre—. Soy «misógama». Soy alérgica al matrimonio.

Esta revelación afectaba profundamente al hombre sentado a su lado. Una pierna larga dio una sacudida como si un martillo invisible de neurólogo la hubiera golpeado. Rápidamente Shelly se puso concienzudamente a entretenerse bebiendo burbujas de los labios de cristal de su espumosa copa de champán, mientras él se serenaba.

—Sí, yo también —fingió ágilmente—. Alérgico al matrimonio normal, quiero decir. Pero éste no es normal, ¿verdad? ¿Cuántas relaciones «normales» fallidas has tenido? Tropecientas, ¿no? —Hizo una pausa para tirar un trozo de chicle—. Pues yo también. Por eso los matrimonios concertados son la solución. Una vez los matrimonios fueron concertados por ancianos tribales y familiares… pero, en fin, los míos están muertos.

—Lo siento mucho —dijo Shelly, con compasión—. Debes de añorarlos muchísimo —añadió, afligida por una punzada repentina del dolor que había coagulado alrededor de su propio corazón.

Kit se encogió de hombros.

—Nop. Mi madre sólo dejó de hablar sobre sus complejos problemas ginecológicos para repetirme los muchos dolores de parto que le había dado para nada. Tengo una foto de ella por alguna parte —empezó a rebuscar en su billetera—, en topless, en la sección de mujeres de una revista basura. Tampoco es que fuera una «esposa» por mucho tiempo, ¿sabes? Sólo vi a mi padre una vez. Para Acción de Gracias.

—¿Y cómo fue? —Fue todo lo que se le ocurrió decir a Shelly. Hablar con Kit Kinkade no era tanto una conversación como una ráfaga de vértigo verbal.

—Novelístico.
Un tranvía llamado deseo
. Acto primero. Escena cuatro.

—En realidad es una obra de teatro, no una nov… —empezó Shelly, pero Kit volvió a zambullirse.

—Mi padre tenía una casa móvil pero diez coches que no lo eran, ¿sabes? Oh, supongo que su teléfono también era móvil, ahora que lo pienso. Con número de marcado rápido para la línea directa de noticias sobre ovnis.

Si al menos Shelly pudiera dejar de pensar en cómo sabría la mezcla del champán y el chicle en sus exquisitos labios, sería capaz de decir algo sensato en la línea de «ha sido maravilloso conocerte, pero claramente nuestras diferencias en la educación van a impedir una unión feliz». En lugar de eso sólo consiguió pronunciar una débil pregunta.

—Si los extraterrestres realmente existen, ¿por qué nunca abducen a británicos sensatos… sólo a tipos raros de Texas?

—Arkansas, en realidad —le corrigió, con una sonrisa irónica y torcida.

—¿Y tu padre? —Shelly intentó no observar cómo humedecía su boca suculenta con la lengua—. ¿Dónde está ahora?

—Muerto. Cirrosis hepática. Fíjate, ocultó sus tendencias travestís a su familia hasta el final, así que fue tremendo.

—Oh —dijo Shelly. Parecía que estaba diciendo «oh» en exceso—. Lo siento —añadió diplomáticamente—. Lo de la muerte de tu padre, quiero decir.

—No lo sientas. Sólo fui al funeral para poder clavar una estaca de madera en la tapa del ataúd, gritando:
«¡Toma ésa! ¡Oh criatura de la noche!
».

—Oh —ahí estaba ese «oh» de nuevo—. Así que ambos somos huérfanos. —Esperó a que él indagara en la historia, a que mostrara preocupación mutua. Pero Kit Kinkade sólo hizo una pompa diáfana que oscureció la mitad de su hermoso rostro. Llevaban ya avanzada la segunda botella de
Dom Pérignon
e iban por la décima anécdota familiar divertidísima y aún no le había preguntado.

También era cierto que no había mucho que contar, admitió para sí misma, colocada encima de un váter repugnante en una gasolinera de una autopista de las Midlands. A su querida madre la había abandonado el padre de Shelly, un celta promiscuo y trastornado por las drogas, guitarrista de una banda de rock llamada
I Spit On Your Gravy
{1}
. Luego su familia galesa fanática de la Biblia la excluyó por tener un niño fuera del matrimonio. La madre de Shelly, aunque intelectual, finalmente se había vuelto sin necesidad adicta a los manuales de bricolaje del
Reader's Digest
, con ediciones especiales dedicadas a sistemas de estanterías de raíles ajustables. Veía vídeos titulados «Añadir una toma a un circuito cerrado». No necesitaban una persona que limpiara en su casa, sino un mecánico. Sin poder permitirse siquiera un paquete de vacaciones, se había suscrito a la revista
Practical Caravanning
. «

—pensó Shelly—,
podía apostar con toda tranquilidad que su pequeña unidad familiar nunca iba a convertirse en una comedia de situación de la televisión.
»

—En fin, ¿por dónde iba?

Conforme dejaban atrás Birmingham, Kit se quitó su chaqueta negra con forro de raso. Shelly no pudo evitar notar cómo la camisa de seda ajustada del hombre rendía culto a cada palmo de su musculatura.

—Ah sí. Los matrimonios concertados. Hace mucho tiempo, a las parejas las unían los ancianos tribales, ¿correcto? Bien, pues este milenio las unen los ordenadores. Ahora sé que eres británica, así que eres pesimista por naturaleza… tu sangre es de tipo B, ¿a que sí? —Puso una amplia sonrisa—. Pero tú piénsalo. ¡Una casa! ¡Un coche! ¡Por no mencionar toda la pasta! ¡Veinticinco mil libras para cada uno hoy, otras veinticinco mil al final de la semana si conseguimos seguir juntos, más otras cincuenta mil si aguantamos todo el año!

—El dinero no lo es todo, Kit.

—Lo sé… ¡también están la
MasterCard
y los cheques de viaje! —dijo tomándole el pelo—. Y además, unas vacaciones increíbles. Esas playas de Reunión son tan exclusivas que ni siquiera la marea puede entrar.

Shelly sonrió. Era estrafalario, sí, pero también ingenioso. Eso le gustaba en un Dios del amor.

—Mira, Kit, no es que le haga ascos a ir a un sitio cálido con un montón de vocales y un mar turquesa… y todo gratis… pero…

—¿Pero qué? Hey, Shelly, a nuestra edad,
tempus fugit
más que nunca.

Shelly se animó.


In vino veritas
—brindó. Pero él la miró inexpresivo.

—¿Hablas latín? —preguntó ella, más bien inútilmente. Su madre se lo había enseñado, junto con los rudimentos de música.

—No intentes esa mierda culta conmigo, nena. Salí del Reformatorio de Máxima Seguridad de Arkansas a los quince años. —Hizo otra pompa con el chicle—. Soy autoinstruido.

Shelly tuvo que admitir que la había dejado lingüísticamente perpleja.

—¿Qué significa eso?

—Autodidacta. Es una palabra que me enseñé a mí mismo—. Sonrió con chulería—. ¿Y qué me dices de ti?

—Hice mi formación de enfurruñamiento y angustia en un instituto de Cardiff, y luego en la Academia de Música.

—Hey, te enseño mis cicatrices de intento de suicidio si tú me enseñas las tuyas. —Kit apuró su vaso de un gran trago, mostrando una garganta de color café
latte
—. Nah. En realidad no era para tanto. Lo más peligroso era evitar al pedófilo del profesor de educación física. Nada fácil en un colegio masculino católico cuyo lema es: «¡Trabajamos juntos! ¡Apuntamos más alto!».

Una carcajada, urgente como un estornudo, salió disparada de Shelly, sorprendiéndola con su vehemencia. Kit rió en respuesta, una risa de fumador, sexy y trasnochada, que hizo que el pulso de Shelly se acelerara el doble.

—¿Qué puedes perder, Shelly Green? Di sí y prometo decir cosas realmente halagadoras sobre ti, ya sabes, en la televisión nacional, cuando volvamos a Londres tras la luna de miel. Y por supuesto tú dirás que la tengo mejor puesta que un paquidermo pakistaní —guiñó—. Y que ahora has descubierto, en contra de lo que dicen las revistas de mujeres, que el tamaño realmente importa.

—Querrás decir el tamaño del ego —se burló con mordacidad—. Y en tal caso diría que estás extremadamente bien dotado. Lo siento, Kit, pero nunca me casaré. Los vestidos de novia son blancos porque todos los muebles de cocina son blancos —sentenció apasionadamente—. Eso es lo que significa esposa, ¿no? E.S.P.O.S.A.: Estruja, Sacude, Plancha, Obedece, Succiona, Ábrete de piernas —(Su madre de nuevo).

Kit la tomó de la barbilla con su mano, giró su rostro pálido hacia él, le ladeó la cabeza e hizo correr champán por la garganta de Shelly desde su propia boca.

—Entonces, ¿qué estás diciendo, Shelly? —Sus labios maliciosos hicieron pucheros con un encanto malhumorado—. ¿No crees en el amor a primera vista?

Shelly tragó, luego le apartó la mano.

—No creo en el amor a segunda vista, no digamos ya a primera.

Sin embargo, a pesar de su enfoque práctico del romanticismo (que el amor era un poderoso autoengaño, diseñado para encadenar a las personas para reproducirse; que el amor romántico no existió hasta que
Hollywood
apareció para promoverlo), se encontró con que ya estaba fantaseando sobre el encantador mensaje conjunto que dejarían en su contestador automático.

Los ojos que el estadounidense puso ahora sobre ella eran claros y analíticos.

—¿Cómo puedes no creer en el amor? —Kit extrajo despreocupadamente un paquete de
Malboro
de la pretina de sus calzoncillos
Calvin Klein
y encendió un cigarrillo—. ¿No quieres estar enamorada? ¿Embrujada? ¿Embelesada? ¿Iridiscente de lujuria y deseo? ¿Intoxicada de éxtasis orgásmico? —Shelly miró deliberadamente el letrero de prohibido fumar que estaba junto a la cabeza de Kit—. ¿Has estado casada alguna vez? —La miró de forma crítica, entre aros de humo, antes de modificar burlonamente su pregunta—: ¿O aunque sea en una cita?

—Dios. ¡He estado en tantas citas a ciegas que deberían regalarme un perro!

Kit echó la cabeza hacia atrás y rió con esa dejadez despreocupada que Shelly encontraba sexy a la par que inquietante.

—¿Has estado alguna vez enamorada?

—Sólo una vez. De un oboísta. Le adoraba de forma absoluta. A pesar del hecho de que era un vegetariano estricto con intolerancia a la lactosa y un anal retentivo.

—¿Y qué pasó? A ver si adivino. Dijo que no podía comértelo porque era vegetariano.

Shelly resopló, y el champán chorreó atractivamente de sus fosas nasales. Pero eso no evitó que sintiera una pulsación de calor electrizante en los muslos. Se recolocó en su asiento e intentó mostrar seriedad.

—Cuando se trata de la guerra de sexos, digamos que ahora me he declarado objetora de conciencia. —«De ahí —pensó patéticamente— sus últimas citas en los chats escribiendo con una sola mano y, en una ocasión, con la nariz»—. En fin, ésa es la razón de que estos… amigos míos llegaran a la conclusión de que sería más seguro que un ordenador me buscara una pareja y me metieron en este maldito concurso. De manera fraudulenta. Me temo que yo no sabía nada.

Los ojos de Kit se oscurecieron de decepción por un instante antes de que recuperara el habla.

—¡Pero tus colegas tienen razón, Shelly! —Descorchó otra botella—. La flecha del amor tiene casi tanta puntería como una bomba de Bush en Bagdad. Yo siempre he atraído a las peores mujeres. Marginadas. —Apagó su cigarrillo con el tacón, luego lo lanzó por la ventanilla de la limusina y aterrizó sobre la nariz de alguna antigua estatua en la plaza de alguna ciudad a la que se habían desviado para comprar
fish and chips
(obviamente no se trataba de un tipo clasicista)—. Muéstrame a un psicópata y yo te mostraré a una novia.

Shelly tragó una bocanada de oxígeno tibio de calefacción central.

—Hum, señor Kinkade, quizá debería contarme su historial de citas, excluyendo mascotas y familiares. —Había pretendido que ese comentario saliera como una broma ligera, pero no pudo evitar que su voz sonara turbada.

—Claro. Bueno, sólo he estado enamorado un par de veces. La primera vez me enamoré de la chica porque le encantaban los animales… hasta que descubrí que estaba en libertad condicional por eso.

—¿Un caso de amor adolescente
{2}
? —Shelly estaba intentando ser amable, pero llenó a toda prisa su vaso hasta el tope para fortalecerse.

—Sí, y tenía películas porno para demostrarlo. Cuando me quejé de su elección de coprotagonistas, me dijo que era un hipersensible y me disparó.

Una vez más, «Oh» fue la única reacción inmediata que consiguió tener Shelly.

—Sólo en la pierna.

Se subió los pantalones para revelar una pantorrilla musculosa, estropeada por un agujero de bala arrugado. Kit puso una sonrisa insolente, que dividió su rostro cordial y vivo; una cordialidad oculta por una extraña cicatriz, se percató igualmente Shelly. Vale, el hombre era un disoluto, pero más aún, era fascinante. Su nariz rota le daba el aspecto de un dios griego barriobajero; el aspecto que habría tenido Hércules si hubiera tocado en una banda de
rock and roll
.

—¿Y qué me dices de la segunda vez?

La expresión de Kit se endureció. Se mordió el labio y apartó la mirada.

—Digamos que para encontrar a mi princesa he tenido que besar muchas ranas. Sin embargo, en ti no hay nada anfibio.

Puso la mano sobre la rodilla de gasa de Shelly y su conejo hizo un rápido fandango. El roce hizo que se despertaran sus sentidos, un toque de diana hormonal. La triste realidad era que había estado célibe desde que su madre murió. Si alguna vez le encargaran en el colegio que diera una charla sobre sexo, tendría que hacerlo a partir de notas. Su clítoris se había puesto a mandar el peculiar SOS sexual, algo así como «¿Te acuerdas de mí?». Si no fuera por la señora Palm y sus cinco hijas (aunque por lo general con las dos mayores bastaba, y las otras tres se quedaban peleándose por el vídeo), se habría secado por completo. Sí, había mucho que decir del celibato, y casi todo empezaba con «¿Por qué yo?».

—El único problema es… los hombres y las mujeres —perseveró Shelly, apartando la mano de Kit como si fuera una mosca pesada—. No sólo somos de planetas distintos… somos de distintas galaxias. Nunca va a funcionar, ¿no crees?

—Bueno, no es culpa nuestra. Quiero decir, las necesidades de los hombres son simples. Fútbol, comida, música y… —su cálida mano volvió a la pierna de Shelly, esta vez un poco más alto—… sexo. ¡Sois vosotras las que necesitáis tantísimo!

Con la tercera botella de champán calentando la sangre de Shelly y burbujeando en su cerebro, se descubrió enterneciéndose hacia este locuaz Lotario que estaba a su lado.

—¡Yo no quiero mucho! Sólo un hombre que esté de acuerdo con que todo es su culpa y que siempre se ponga en segundo lugar —se burló Shelly con frivolidad—. Y que sea lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que las mujeres son superiores.

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