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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Se anuncia un asesinato (14 page)

BOOK: Se anuncia un asesinato
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Pero Craddock seguía creyendo que hubo cierto temor en su voz cuando preguntó: «¿En el invernadero?»

Decidió no decantarse por ninguna posibilidad de momento.

3

Se estaba muy bien en el jardín de la vicaría. Se había dejado sentir en Inglaterra una de esas súbitas olas de calor en pleno otoño. El inspector Craddock no lograba recordar nunca si era el veranillo de San Martín o el de San Lucas, pero sí sabía que resultaba muy agradable, y muy enervante también. Se sentó en la tumbona que le ofreció la enérgica Bunch, a punto de marcharse a una reunión de madres y, a su lado, bien protegida por toquillas y con una manta grande alrededor de las rodillas, estaba sentada, haciendo media, miss Marple. El sol, la paz, el acompasado ruido de las agujas de miss Marple, todo se combinó para hacer que el inspector sintiera sueño. Y, sin embargo, al mismo tiempo, en el fondo de su mente experimentaba cierta sensación de pesadilla. Era como un sueño conocido, con una nota amenazadora que acababa trocando la apacibilidad en terror.

—No debería usted estar aquí —afirmó sin más.

Las agujas de miss Marple se detuvieron un instante. Los plácidos ojos azul porcelana lo contemplaron pensativos.

—Ya sé lo que quiere decir. Es usted un muchacho muy juicioso, pero no hay por qué preocuparse. El padre de Bunch fue vicario de nuestra parroquia, un hombre muy erudito, y su madre, que es una mujer asombrosa, una verdadera potencia espiritual, ambos han sido amigos míos desde hace mucho tiempo. Por tanto, resulta lo más natural del mundo que si estoy en Medenham venga a pasar una temporada con Bunch.

—Oh, es posible —dijo Craddock—. Pero... pero no ande usted husmeando por ahí. Tengo el presentimiento de que es peligroso.

Miss Marple sonrió levemente.

—Pero me temo —replicó— que nosotras, las viejas, siempre chismorreamos. Resultaría mucho más extraño y mucho más llamativo que no lo hiciese. Preguntas acerca de amigos mutuos que se hallan en distintas partes del mundo. Si se recuerda a Fulano de Tal. Si se acuerda usted de con quién se casó la hija de lady Cuál. Todo eso ayuda, ¿no?

—¿Ayuda? —murmuró el inspector sin comprender.

—Ayuda a descubrir si la gente es, en efecto, todo lo que pretende ser —agregó miss Marple.

Y prosiguió:

—Porque eso es lo que le tiene a usted preocupado, ¿no? Cómo ha cambiado todo desde la guerra. Fíjese en este lugar, en Chipping Cleghorn. Se parece a St. Mary Mead, mi lugar de residencia. Hace quince años, una sabía quién era todo el mundo. Los Bantry de la casa grande, los Hartnell, los Price Ridley y los Weatherby. Eran personas cuyos padres y madres, abuelos y abuelas, tíos y tías habían vivido allí antes que ellos. Si alguna persona nueva se instalaba en el pueblo, llegaba con cartas de presentación o había servido en el mismo regimiento, o en el mismo barco que alguien establecido ya allí. Si alguien nuevo, verdaderamente nuevo, un auténtico forastero se presentaba, ¡bueno!, destacaba muchísimo. Todo el mundo se preguntaba quién podría ser y no descansaba hasta averiguarlo.

Asintió lentamente.

—Pero ya no es así. Aldeas y pueblos están llenos de personas que se han instalado allí sin ningún lazo que los una al lugar. Las mansiones se han vendido y las casas rurales han sido reconvertidas. La gente llega, y lo único que se sabe es lo que dicen de sí mismos. Porque han venido desde todas partes del mundo: gente de la India, de Hong Kong, de China, gente que vivía en Francia y en Italia, en sitios baratos y en islas extrañas. Y gente que ha hecho un poco de dinero y puede permitirse el lujo de retirarse. Pero ya nadie sabe quiénes son sus vecinos. Puede uno tener piezas de bronce de Benarés en su casa y hablar de tiffin y chotta hazri, y se pueden tener cuadros de Taormina y hablar de la iglesia anglicana y de la biblioteca, como miss Hinchcliffe y miss Murgatroyd. Puede uno venir del sur de Francia o haberse pasado la vida en Oriente. La gente te acepta por lo que dices. No esperan a ir de visita hasta tener una carta de un amigo diciendo que los Fulano de Tal son gente deliciosa y que los conoce de toda la vida.

Y eso, pensó Craddock, era precisamente lo que se le hacía tan opresivo. No saber. No eran más que rostros y personajes provistos de libretas de racionamiento y tarjetas de identidad, unas tarjetas de identidad muy bonitas, con números, sin fotografías ni huellas dactilares. Cualquiera que quisiese tomarse la molestia podía obtener una tarjeta de identidad falsificada. Y, en parte debido a ello, los sutiles eslabones que habían mantenido unida la vida rural inglesa se habían deshecho. En una ciudad, nadie esperaba conocer a su vecino. Ahora, en el campo, tampoco nadie conocía a su vecino aunque posiblemente creyera conocerle

Gracias a las bisagras engrasadas, Craddock sabía que hubo alguien en la sala de Letitia Blacklock que no era el agradable y amistoso vecino rural que él, o ella, fingía ser.

Y, precisamente por eso, temía por miss Marple, que era anciana y frágil, y se fijaba en las cosas.

—Podemos, hasta cierto punto, comprobar quiénes son esa gente —señaló.

Pero, en su fuero interno, sabía que eso no era tan fácil. India, China, Hong Kong, el sur de Francia. No era tan fácil como lo hubiera sido quince años antes. Demasiado sabía él que muchos vagaban por el país con una identidad falsa, la identidad de personas que murieron repentinamente en «incidentes» ocurridos en las ciudades. Existían organizaciones que se dedicaban a comprar identidades, falsificadores de libretas de racionamiento y tarjetas de identidad. Un centenar de industrias ilegales habían surgido al amparo de las circunstancias. Sí que se podían hacer comprobaciones, pero para ello se requería tiempo; y tiempo era lo que le faltaba, porque la viuda de Randall Goedler se encontraba a las puertas de la muerte.

Fue entonces cuando, preocupado y cansado, medio adormecido por el sol, le habló a miss Marple de Randall Goedler y de Pip y Emma.

—Sólo son un par de nombres. Mejor dicho, quizá sean alias o quizá no existan. Tal vez sean respetables ciudadanos que viven actualmente en algún lugar de Europa. Aunque también uno de ellos o los dos quizás, estén aquí, en Chipping Cleghorn. De veinticinco años de edad, aproximadamente. ¿A quién le cuadraba la descripción?

—Esos sobrinos suyos —dijo pensando voz alta—, primos o lo que sean... me pregunto cuándo los vería por última vez.

—Yo me encargaré de averiguarlo, ¿le parece bien?

—Por favor, miss Marple, no...

—Resultará muy sencillo, inspector. No tiene usted por qué preocuparse. No se notará si lo hago yo porque no será una cosa oficial. Y si algo no anda bien, no querrá usted ponerles en guardia.

Pip y Emma, pensó Craddock. ¿Pip y Emma? Empezaban a obsesionarle. Aquel joven osado y bien parecido, la bonita muchacha de mirada serena...

—Quizás averigüe algo más acerca de ellos durante las próximas cuarenta y ocho horas —dijo—. Me marcho a Escocia. Mrs. Goedler, si puede hablar, tal vez sepa mucho más de esos muchachos.

—Ese paso me parece muy apropiado —Miss Marple vaciló. Luego, tras una pausa, murmuró—: Espero que le habrá dicho usted a miss Blacklock que ande con cuidado.

—La he avisado, sí. Y dejaré aquí a un agente que vigile sin llamar mucho la atención.

Esquivó la mirada de la anciana, que decía bien a las claras que de poco serviría un agente si el peligro se encontraba dentro de la casa.

—Y recuerde —añadió Craddock mirándola de hito en hito— que ya la he avisado a usted.

—Le aseguro, inspector, que sé cuidarme muy bien.

Capítulo XI
 
-
Miss Marple va a tomar el té

Si Letitia Blacklock estaba algo distraída cuando se presentó Mrs. Harmon a tomar el té, acompañada de su huésped, no era fácil que miss Marple, la anciana en cuestión, se diese cuenta de ello, puesto que aquella era la primera vez que la veía.

La anciana resultó ser encantadora y deliciosamente charlatana. Se mostró en seguida como una viejecita cuya constante preocupación son los ladrones.

—Son capaces de entrar en cualquier parte, querida —le aseguró a su anfitriona—, en cualquier parte en estos tiempos. ¡Hay tantos métodos norteamericanos nuevos! Yo, personalmente, pongo mi confianza en un dispositivo muy anticuado: un gancho y un pasador. Pueden abrir las cerraduras con ganzúa y descorrer los cerrojos, pero no pueden con un gancho de latón y el pasador en que se engancha. ¿Ha probado ese método alguna vez?

—Me temo que no nos preocupamos demasiado por cerrojos ni trancas —contestó alegremente miss Blacklock—. No hay gran cosa que robar aquí.

—Una cadena en la puerta principal —aconsejó miss Marple—. Así la doncella no tiene más que abrir una rendija para ver quién llama. Y no pueden abrir de un empujón.

—Supongo que a Mitzi, nuestra refugiada europea, le encantaría.

—El atraco de que fueron ustedes víctimas tuvo que ser algo aterrador —dijo miss Marple—. Bunch me lo ha estado contando.

—Yo por poco me muero del susto —afirmó Bunch.

—Sí, fue una experiencia alarmante —confesó miss Blacklock.

—Casi parece cosa de la Providencia que aquel individuo tropezara y se disparara un tiro. Estos ladrones son tan violentos hoy en día. ¿Como logró entrar?

—Me temo que no somos muy dados a cerrar las puertas.

—Oh, Letty —exclamó miss Bunner—, olvidé decirte que el inspector se mostró muy raro esta mañana. Se empeñó en abrir la segunda puerta, ya sabes cuál digo, la que nunca se abre. Buscó la llave y dijo que habían engrasado las bisagras, pero no comprendo la razón, porque...

Vio demasiado tarde la señal que le hacía miss Blacklock para que se callase y se interrumpió boquiabierta.

—Oh, Lotty, me... lo siento... quiero decir, oh, perdona, Letty... ¡Ay, Señor, qué estúpida soy!

—No importa —dijo miss Blacklock. Pero estaba molesta—. Sencillamente no creo que el inspector Craddock quiera que se hable de ello. No sabía que hubieras estado presente mientras hacía experimentos, Dora. Se hace usted cargo, ¿verdad, Mrs. Harmon?

—Claro que sí —aseguró Bunch—. No diremos una palabra, ¿verdad, tía Jane? Pero, ¿por qué...?

Calló pensativa. Miss Bunner estaba nerviosa y parecía contrariada, y acabó por decir:

—Siempre hablo a destiempo. ¡Ay, Señor! ¡Soy un verdadero castigo para ti, Letty!

Miss Blacklock se apresuró a tranquilizarla.

—Eres mi gran consuelo, Dora. Y, de todas formas, en un sitio tan pequeño como Chipping Cleghorn no hay, en realidad, ningún secreto.

—Eso es cierto —comentó miss Marple—. Me temo que las cosas se propagan de una manera extraordinaria. El servicio, claro está. Y, sin embargo, no puede ser eso sólo, porque una tiene tan poco servicio hoy en día... No obstante, hay que tener en cuenta a las señoras que vienen a hacer la limpieza. Quizá sean las peores, porque trabajan para otros, van de casa en casa, y hacen circular las noticias.

—¡Ah! —exclamó Bunch de pronto—. ¡Ahora lo entiendo! Claro, si esa puerta podía abrirse, también pudo haber salido alguien de aquí en la oscuridad y cometer el atraco. Sólo que, claro, nadie lo hizo, porque fue el hombre del
«Royal Spa»
. ¿O no lo fue? No, creo que no acabo de entenderlo.

Frunció el entrecejo.

—Entonces, ¿todo ocurrió en esta habitación? —preguntó miss Marple. Y agregó a modo de excusa—: Me temo que va usted a creerme extremadamente curiosa, miss Blacklock, pero ¡es tan emocionante! Como las cosas que una lee en el periódico. Estoy ansiosa por saber lo que ocurrió y de imaginármelo todo. No sé si me comprende.

Inmediatamente miss Marple escuchó una versión muy confusa de labios de Bunch y miss Bunner, con algunas enmiendas y agregados de miss Blacklock.

Cuando el relato se hallaba en todo su apogeo, entró Patrick y tomó parte en la narración, llegando hasta el punto de representar el papel de Rudi Scherz.

—Y tía Letty estaba allí, en el rincón, junto a la arcada. Ponte allí, tía Letty.

Miss Blacklock obedeció y le enseñaron a miss Marple los agujeros que habían hecho las balas.

—¡Qué maravillosa y providencial salvación! —exclamó emocionada.

—Estaba a punto de ofrecerles cigarrillos a mis invitados —Miss Blacklock señaló la caja de plata que había sobre la mesa.

—La gente es tan poco cuidadosa cuando fuma —dijo miss Bunner con desaprobación—. Ya nadie respeta los muebles buenos como antes. ¡Fíjate en la quemadura que hizo alguien en esta hermosa mesa! ¡Vergonzoso!

Miss Blacklock exhaló un suspiro.

—Me temo que a veces piensa una demasiado en las cosas que tiene.

—¡Es una mesa tan bonita, Letty!

Miss Bunner amaba las cosas de su amiga tanto como si hubieran sido suyas. A Bunch Harmon siempre le había parecido que eso era una de las características que más adorable la hacían. No daba la más mínima muestra de envidia.

—Sí que es una mesa muy bonita —asintió cortésmente miss Marple—. ¡Y qué hermosa lámpara de porcelana la que hay encima!

De nuevo fue miss Bunner quien aceptó la alabanza, como si ella y no miss Blacklock fuera la propietaria de la lámpara.

—¿Verdad que es deliciosa? De Dresde. Hay una pareja. Creo que la otra se encuentra ahora en el cuarto de invitados.

—Sabes dónde está todo lo de la casa, Dora. O crees saberlo —dijo miss Blacklock de muy buen humor—. Te preocupan mis cosas mucho más que a mí.

Miss Bunner se puso colorada.

—Me gustan las cosas hermosas —se defendió, con un tono donde se mezclaban el desafío y la tristeza.

—Confieso —observó miss Marple— que también a mí me resultan muy queridas las pocas cosas que poseo. ¡Me traen tantos recuerdos! Lo mismo ocurre con los retratos. Hoy en día la gente tiene tan pocos retratos. A mí me gusta conservar las fotografías de todos mis sobrinos y sobrinas: cuando estaban en pañales, de niños, y así sucesivamente.

—Tiene usted una mía terrible, de cuando tenía tres años —dijo Bunch—. Con un fox terrier y los ojos bizcos.

—Supongo que su tía conserva muchos recuerdos de usted —dijo miss Marple encarándose con Patrick.

—Oh, no somos más que primos lejanos —contestó el joven.

—Me parece que Elinor me mandó una tuya de cuando eras pequeño, Pat —dijo miss Blacklock—, pero me temo que no la conservé. En realidad, había olvidado cuántos hijos tenía y sus nombres, hasta que escribió diciéndome que estabais los dos aquí.

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