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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

Roma de los Césares (18 page)

BOOK: Roma de los Césares
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El («tepidarium») es una amplia estancia lujosamente decorada con mosaicos de doradas teselas uno de los cuales representa a la diosa Tetis rodeada de peces. A lo largo de los muros hay bancos de mármol. La temperatura es ideal. El aire caliente, procedente del horno de las calderas, circula por una serie de conductos que discurren bajo el suelo y por amplias tuberías empotradas en los muros. De este modo la sala se mantiene a muy agradable temperatura incluso en lo más crudo del invierno.

De hecho, según me explica Marco Cornelio, éste es el lugar de tertulia favorito de muchos ancianos en cuanto llegan los fríos, pues en las calles no hay quien pare y las casas, a menudo mal acondicionadas, son difíciles de caldear.

Después de charlar durante un buen rato, pasamos al baño caliente («caldarium»). Esta sala tiene el techo más bajo que las precedentes. Numerosas lumbreras de gruesos vidrios, abiertas en el techo, permiten su perfecta iluminación sin que el vapor escape. A lo largo de la pared hay una especie de bañera corrida que se completa con una serie de pilas dispuestas en el centro. Nos sumergimos en una de ellas que tendrá capacidad para cinco o seis personas. El agua está bastante caliente puesto que un circuito cerrado que comunica con la sala de calderas la mantiene a la temperatura conveniente.

Después del relajante baño hemos pasado a la sauna («laconicum») donde anudamos nuevamente nuestra distendida charla entre nubes de caliente vapor, en espera de que el sudor perle nuestros cuerpos y nos abra los poros.

Finalmente pasamos a la sala contigua, también muy cálida, el «unctorium», donde una docena de masajistas trabajan otros tantos cuerpos sobre poyos y mesas de mármol. Huele a aceite perfumado y a diversas esencias. Muchos bañistas traen a un esclavo de su casa para que les aplique el masaje; algunos incluso traen un copero para que les sirva la bebida, lo que les proporciona un pretexto para exhibir alguna rica pieza de su vajilla. Pero nuestro amigo Marco no se cuida de tanta vana ostentación.

Él, me dice, tiene por costumbre alquilar los servicios de un masajista profesional de los muchos que trabajan en el baño. Así pues, nos ponemos en manos de un fornido tracio que aplica a nuestra espalda un helado churretazo de aceite, lo extiende y se pone a masajearla vigorosamente con sus manazas grandes como palas. Algunos gustan de darse un baño frío después del masaje, pero nosotros nos damos hoy por bien remojados. Como ya estamos algo fondones, tampoco visitaremos el paredaño gimnasio donde los jóvenes corren, saltan y juegan a la pelota.

Por lo que tengo observado, la juventud romana es muy aficionada al balón («follis»). Practican una especie de fútbol («sphaeromachia») en estadios de cumplidas proporciones («sphaeristeria») y una especie de rugby («harpastum»). Como todavía no se han inventado la camiseta y el short, los jugadores exhiben alegremente sus cuerpos desnudos y brillantes de aceite. Existen equipos que entrenan regularmente, y aficionados tan apasionados como los hinchas de nuestro tiempo, quizá un punto menos.

Tienen también una especie de frontón, donde pelotean dos o tres jugadores («pila trigonalis»). Nuestro amigo nos indica que todos estos juegos se practicaban antiguamente en el Campo de Marte; pero desde que aquel ensanche de Roma se llenó de edificios, ha habido que habilitar estadios y campos de deportes en las nuevas termas o en sus alrededores. Ya que hablamos de juegos diremos algo acerca de los de azar, a los que los romanos son muy aficionados, particularmente a las tabas y dados («tali»). Aunque la ley prohíbe jugar dinero, excepto en las saturnales o carnavales, y algunos concilios cristianos recurrirán al severo expediente de excomulgar a los jugadores, la verdad es que todo el mundo juega, desde Augusto (que perdió más de veinte mil sestercios en una memorable noche) hasta el último esclavo. Como las deudas de juego no se reconocen, es raro que alguien juegue de fiado.

Otros juegos son el cara o cruz («navia capita») y una variedad de los chinos («micare digitis» o «micatio») que se juega sacando los dedos simultáneamente.

Finalmente están los que se juegan en un tablero («tabulae lusoriae»), que son de índole más reposada e intelectual. Entre ellos destaca el «ludus latrunculorum», híbrido de damas y ajedrez, que otorga dieciséis piezas a cada jugador. Los aficionados juegan a veces en plazas, paseos y lugares públicos, sobre tableros esculpidos en las losas del suelo.

Basta de baño por hoy. Recuperamos nuestras toallas, nos secamos, nos vestimos y nos dirigimos a la cantina restaurante («popinae») del local para dar cuenta, con despabilado apetito, de una suculenta empanada de buey y cebolla. Mientras nuestras mandíbulas trabajan como ruedecillas implacables, contemplamos, al otro lado del patio, los ágiles cuerpos femeninos que graciosamente bullen en torno a la piscina («piscinae natatoriae»). Esta piscina es mixta, pero en el resto del baño hay separación de sexos. En otros establecimientos menos dotados se han establecido dos turnos, mujeres por la mañana y hombres por la tarde. Por lo general, las termas imperiales son edificios lujosos en los que resplandecen el mármol, los labrados estucos, los mosaicos y los frescos. Alrededor hay frondosos jardines donde los ancianos pasean, corretean los jovenzuelos, se arrullan los enamorados y merodean las busconas en busca de clientes. Pero también existen otras termas menos elegantes, de barrio, instaladas a veces en los bajos de las casas de vecinos. Como la construcción de esta clase de edificios deja bastante que desear, los ruidos que producen los usuarios molestan a los inquilinos que habitan los pisos superiores. Cedamos la palabra a nuestro malhumorado compatriota Marcial:

—Sí, vivo precisamente encima de uno de esos baños. Imaginaos toda clase de voces, hasta el punto de que a veces desearía ser sordo. Si los más fornidos se ejercitan con las pesas oigo sus mugidos cada vez que expulsan el aire, cuando emiten silbidos y jadean afanosamente. Si alguno disfruta dándose masaje, percibo el palmoteo del masajista sobre su espalda y puedo distinguir, por el sonido, si le está dando con la mano plana o ahuecada. Si llega el que quiere jugar a la pelota y empieza a contar los tantos en voz alta, es el acabóse.

Añádase el camorrista que arma trifulca, el ladrón al que cogen con las manos en la masa, el que disfruta escuchando el sonido de su propia voz en el baño y los que se zambullen estruendosamente en la piscina.

Lleva razón; no hay derecho.

Capítulo 17

Comer para vivir…

E
l cine americano nos ha retratado, con un punto de envidia, la glotonería, el despilfarro y la extravagancia en que incurrieron los romanos de la época imperial. Pero no siempre fue así. En los tiempos heroicos, cuando los recursos escaseaban, aquella población de labriegos sólo podía aspirar a una dieta de lo más frugal.

Durante más de trescientos años el alimento básico fue el «puls», especie de gachas de harina de trigo, farro u otros cereales a cuyos componentes básicos, harina y agua, podía agregarse algo de manteca. Una variedad muy diluida en agua se quería parecer a nuestra levantina horchata; otra, muy espesa, se presentaba en forma de albóndigas. En ocasiones especiales se enriquecía con tropiezos de queso, miel o huevo formando la variedad que llamaban «púnica». En los tiempos de gran abundancia se inventó el «puls iuliano», que contenía ostras hervidas, sesos y vino especiado, curiosa transformación de un plato paupérrimo, pero entrañable en sus ancestrales connotaciones, en manjar de lujo.

Otro plato de la misma época era la polenta, bastante parecida a la actual, a base de cebada tostada y molida, con la que a veces se fabricaban tortas.

Los que se lo podían permitir en aquellos tiempos de escasez, desayunaban sopas de pan y vino; por lo demás, se consumían productos típicos del campo: legumbres, queso y, de tarde en tarde, algo de carne.

La cocina era sana pero monótona. Abundaban las socorridas sopas: de farro, de garbanzos y verduras del tiempo, de coles, de hojas de olmo, de malva, etc. La de puerros se consideraba buena para la voz, motivo por el cual el canoro Nerón la elevaría a la categoría de manjar imperial. Tampoco se ignoraban los potajes de garbanzos y judías o las ensaladas. La llamada «moretum», cuyos principales ingredientes eran queso de oveja, apio, cebolla y ruda, era la primera comida que hacían los recién casados. La incipiente pastelería ofrecía roscones de queso («circuli») y dulces de sartén («laganum»), en cuya elaboración entran, además de la indispensable harina, vino, aceite, miel y leche.

Se ha calculado que la dieta del romano de aquella época sólo alcanzaba las tres mil calorías, de las que al menos dos mil procedían del trigo. Hacia el siglo
VI
a. de C. las diferencias entre ricos y pobres se van haciendo más notorias, lo que se refleja, fundamentalmente, en los hábitos alimenticios. Los pobres siguen engañando el hambre con «puls» pero los ricos comienzan a aficionarse al consumo de carne condimentada con una serie de productos que van determinando el carácter de la futura gran cocina imperial: pimienta, miel, coriandro, ortiga, menta y salvia. La plebe más empobrecida sólo accederá al consumo de carne en la época de Aureliano, en el siglo
III
, cuando se empiece a repartir gratuitamente. Se trataba, naturalmente, de carne de burro; la de buey continúa siendo privilegio de la mesa de los pudientes.

En la época de los Césares, el alimento básico de la plebe romana sigue siendo el trigo. Ya hemos visto que el equilibrio social se establece sobre las bases de un tácito acuerdo entre las cada vez más enriquecidas aristocracia y clase alta y el cada vez más empobrecido proletariado, al que, a cambio de su docilidad, se ofrece un rudimentario subsidio de seguridad social consistente en «panem et circenses» gratuitos. Se llegó a levantarle un templo a la «Annona Augustae».

En tiempos de César, 230 000 romanos se beneficiaban de los repartos de trigo o de su venta a precios «políticos». Esta cifra de beneficencia se reducirá a 15 000 después de la colonización y reparto de tierras realizada por el mismo César. Las leyes frumentarias fijaban la cantidad de trigo por persona y día en cien gramos. El grano procedía del Norte de África, Hispania y Sicilia.

Cuando Roma quedaba desabastecida, el fantasma del motín popular se cernía sobre las cabezas de los gobernantes, pero esta eventualidad se presentó raramente: en el año 60 a. de C., debido a las actividades de los piratas que infestaban el mar, y hacia el 41 a. de C., durante la guerra civil.

De este pan, que tan importante resultaba tanto desde el punto de vista político como desde el nutricional, se consumían en Roma muy distintas variedades, casi todas ellas heredadas de los griegos que fueron los que liberaron a Roma del «puls» cuando la enseñaron a panificar. El gremio de los panaderos («pistones») era de los más poderosos de la ciudad. En tiempos de César agrupaba a 329 establecimientos. El pan más barato, fabricado con harina basta, sin refinar y adulterado con muy diversas sustancias, era negro. Recibe distintas reveladoras denominaciones: «panis acerosus, plebeius, castrensis» o «militaris, sordidus, rusticus»… Luego estaba el pan «secundarius», que podríamos denominar normal y, finalmente, el de lujo: «panis candidus» o «picentes», candeal y muy blanco.

Lo había también —como ahora— para los perros: el «furfureus». Por la manera de cocerlo y por los distintos ingredientes añadidos a la masa, los tipos de pan podrían multiplicarse hasta hacer la lista fatigosa: ázimo, con levadura de cerveza, cocido en vasija o en horno, enterrado en ceniza candente, cocido por segunda vez (bizcocho), con grano de anís, de comino, etc. Los «gourmets» exigían la variedad «ostrearius» para acompañar las ostras y la «artolagani» como aperitivo estimulante.

Al lado del pan pondremos el vino.

Italia era, ya entonces, una gran productora de vinos, pero además los caldos más afamados llegaban a las exigentes mesas romanas desde los confines del imperio. El único problema residía en que la ciencia de conservar y mejorar el vino estaba poco desarrollada. Hasta el siglo
II
, en que comienzan a divulgarse los toneles, solían envasarlo en ánforas cuyo interior pintaban con una mano de hollín de mirra o con pez, para mejor conservar su precioso contenido. Parte de esta capa pasaba al vino, que tenía que ser filtrado antes de servirse.

Con todo, la calidad solía dejar bastante que desear pues los caldos se agriaban y perdían con facilidad. Entonces se bebían especiados. También era frecuente servirlos calientes y aguados. En la cabecera del banquete se disponía un depósito de agua caliente («caldarium»). En verano, sin embargo, se refrescaba sumergiéndolo en pozos o cubos de hielo picado que podían ser de vidrio («vasa nivaria») o metálicos («colum nivarium»). Nos estamos refiriendo, claro está, al vino de los banquetes elegantes. El ciudadano de a pie, mucho menos exigente, lo tomaba a la temperatura ambiente en sórdidas tabernas.

Una deliciosa variedad del vino era el hidromiel, probable invención celtibérica, que consistía en una mezcla de agua y miel fermentada al sol a la que se añadían diversos aromas al gusto: nuez moscada, pimienta, jengibre, canela o clavo. La miel más apreciada era la hispánica. En el «Satiricón» leemos: «El plato siguiente fue una torta de fiambre rociada con exquisita miel de Hispania».

El romano que podía permitírselo hacía un gran consumo de leche, de cabra o de oveja. También se apreciaban bastante las de burra y yegua, que se consideraban medicinales. La de cerda no era unánimemente aceptada pues algunos estaban convencidos de que estropeaba el estómago, lo mismo que la de camella cuando no se diluía previamente en agua. Al yogur («oxygala») se le podían añadir los sabores del tomillo, el orégano, la menta o la cebolla. Batido con hielo picado («melca») resultaba un refresco muy reconstituyente.

La carne más consumida era la de cerdo, a la que, con el tiempo, se le fueron sumando las de buey, cordero, oveja, cabra, ciervo, gamo y gacela. Cabe añadir la de perro, que los más apegados a las antiguas tradiciones no desdeñaban. Cicerón era muy aficionado a la ternera lechal («assum vitelinum»). Los que no podían aspirar a estas carnes se conformaban con la de burro («onager», en realidad un tipo de asno salvaje), que Mecenas intentaría promocionar a mejores mesas, sin conseguirlo. Tampoco se desconocían las de lirón, criado en viveros, y las de diversas aves: pavo real, tórtola, gallina de Guinea, faisán, tordo, estornino, paloma, avutarda, grulla, cisne, urogallo, pavo (aclimatado de la India). Bocados de lujo eran el loro y el flamenco, cuya lengua se apreciaba especialmente. Se evitaba, sin embargo, por tabúes de origen ecológico, las carnes de ibis y cigüeña, que son devoradores de serpientes, y la de golondrina, que come mosquitos.

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