Me temo que vamos a asistir a la aburrida lectura de una prolija composición sobre los gozos de la vida campestre. El caso es que en otras reuniones menos intelectuales que ésta hemos asistido a actuaciones de bufones («derisores»), a pantomimas, a comedias, incluso a conciertos de lira y flauta, y nos han parecido si no tan cultas sí al menos mucho más divertidas y digestivas. A Augusto y a Aureliano les gustaba escuchar recitales de juglares («aretalogi») y a veces hacían comparecer a artistas callejeros para que distrajesen a sus invitados. En otras cenas hemos asistido a la actuación de ciertas artistas de variedades procedentes de la «licenciosa Cádiz», como la adjetivan los más severos censores de las modernas costumbres. Todo banquete de señoritos libertinos que se precie debe ir seguido de la actuación de algún grupo de «puellae gaditanae»: cuando bailan hacen gestos de increíble lubricidad, pero si se ponen a cantar, sus canciones son tan desvergonzadas que «no las osarán repetir ni las desnudas meretrices». Pero sosiéguese el lector: nuestro anfitrión de hoy es hombre tan circunspecto y serio como aquel que advertía en su invitación: «Quizá esperes que alguna gaditana salga a provocarnos con lascivas canciones… pero mi humilde casa no tolera ni se paga de semejantes frivolidades». Podemos imaginar que la actuación de las bailarinas gaditanas iría, en muchos casos, seguida de desenfrenada bacanal, pero esa tormentosa travesía no es apta para estas veteranas naves después de tan copiosa cena.
Está a punto de amanecer y ya ponemos fin al banquete. Hemos charlado, hemos cantado, los versos del anfitrión no nos han aburrido tanto como temíamos, hemos reído hasta llorar y nos lo hemos pasado muy bien. Pero la última gota de la copa del placer siempre es amarga. Ahora sentimos la cabeza cargada, el pulso débil y el estómago revuelto. Dejamos resbalar la acuosa mirada de nuestros irritados ojos (el inevitable humo de las lámparas) hasta el borde de la taraceada mesa que tenemos delante del diván y notamos, por vez primera, su curiosa decoración: hay un esqueleto de marfil y una inscripción: «Mirándolo bebe y diviértete porque en eso has de acabar». La filosofía del «carpe diem» ha cincelado calaveras y caninas en copas y bandejas. Ese recuerdo de la muerte es también parte del complejo ceremonial del banquete.
Partimos ya. Nuestro inseparable «puer ad pedes» nos ayuda a calzarnos y a vestir nuevamente la indócil toga.
Nos despedimos del anfitrión y de los compañeros de banquete y marchamos a casa precedidos de un esclavo que porta una lámpara en una mano y una estaca en la otra. Aún no existe alumbrado público, pero ya existe una cierta inseguridad ciudadana cuando, por acortar camino, se transita por solitarias callejas.
Una receta romana: marmita a las rosas
Se machacan rosas perfumadas en un mortero; luego se le añaden sesos de pájaro y de cerdo bien hervidos, a los que previamente hemos despojado de telillas y fibras. Agregamos yemas de huevo, aceite de oliva, un poco de «garum», pimienta molida y vino. Se pica todo y se mezcla bien y se pone al fuego vivo hasta que rompa a hervir.
(Según Ateneo en «El banquete de los sofistas»).
Tres menús romanos:
Del banquete de Léntulo:
Entremeses: Crustáceos, erizos de mar, ostras crudas.
Cena: Espetones de tordos. Gallinas con guarnición de espárragos. Almejas y ostras cocidas.
Filetes de corzo. Filetes de jabalí. Pasteles de ave. Vinos variados.
Del banquete de Lúculo:
Entremeses: Marisco variado.
Cena: Pajaritos en nidos de espárragos. Pastel de ostras.
Lechones asados. Pescados variados. Patos.
Liebres. Perdices de Frigia. Murena.
Esturiones de Rodas.
Queso y dulces. Vinos variados.
Del poeta Marcial:
«Si quieres hacer penitencia conmigo no te faltarán ligeras lechugas, pesados puerros, huevos partidos, col tierna y fresca, salchichas sobre blanquísimas gachas, y judías pintas con tocino magro. De postre se te servirán uvas, peras y castañas asadas. Todo ello acompañado de vino corriente. Si te apetece algo más tendrás aceitunas, cocido de garbanzos y altramuces calientes. La cena es corta, pero luego podrás descansar. No te importunará el anfitrión con la lectura de un grueso volumen, ni te afrentarán las bailarinas gaditanas con sus procacidades. Tan sólo arrullará tu descanso el sonido de una delicada flauta».
Tres despilfarradores
Apicio, nacido en el 25 a. de C., fue célebre por su imaginativa tendencia al derroche. Tres adjetivos lo definen: «prodigus, vorax et golosus».
Ya cincuentón, incurrió en la ligereza de echar cuentas para ver cuánto le quedaba de su antes incalculable fortuna. Descubrió, horrorizado, que sólo ascendía a unos seis millones de sestercios, cifra más que suficiente para vivir en la abundancia el resto de su vida, pero quizá no tanto para proseguir con sus extravagantes prodigalidades. No pudo soportar la idea y se suicidó.
A este gastrónomo debemos investigaciones de cierta importancia cuyos resultados vertió en el libro «Ars magirica». En él explicaba una serie de curiosas recetas (el foie-gras, las lenguas de papagayo con miel y vinagre…) y procedimientos de cría de carnes selectas por él experimentados.
Por ejemplo, el engorde de cerdos con higos secos y vino endulzado con miel.
La dulce y calórica dieta prestaba a las carnes del regalado cochino un sabor prodigioso con el que ni el mejor de nuestros pata negra de bellota se atrevería a competir.
Un poco anterior a Apicio fue Lucio Licinio Lúculo (117-57 a. de C.). Siendo general en Asia Menor amasó una inmensa fortuna metiendo mano en las arcas de las multas impuestas a las ciudades rebeldes.
Luego se retiró de la fatigosa milicia y se entregó a la buena vida. Repartía su ocio entre la lectura de los clásicos en su espléndida biblioteca, la composición de una «Historia de la guerra social», en griego, y la organización de memorables banquetes a los que invitaba a todos sus amigos (y es fácil imaginar que tendría muchos).
De sus tiempos militares le había quedado una inclinación a organizar escrupulosamente sus operaciones. En su mansión había una serie de comedores que recibían distintos nombres de acuerdo con las pinturas que los decoraban. A cada uno de ellos había asignado una diferente categoría de menú. Lúculo sólo tenía que indicar a su mayordomo: «Hoy cenaremos en la sala de Apolo» para que el criado entendiera que debía preparar un banquete de unos cincuenta mil dracmas.
Lúculo debió de ser, como tantos grandes gastrónomos, un punto melancólico. En una ocasión el mayordomo le preguntó: «¿Para cuántos la cena de esta noche?», y él respondió: «Esta noche Lúculo come con Lúculo. Para uno solo». Junto a estas palabras, un acto no menos memorable: la aclimatación en Europa del delicioso cerezo (de Ceraso, ciudad del Ponto). En 1937 Julio Camba recordó al personaje en el título de su precioso ensayo «La casa de Lúculo o el arte de bien comer».
El tercer fantasma aquí invocado es el de Vitelio, que en menos de un año despilfarró en banquetes casi mil millones de sestercios. Una flota entera se hacía a la mar para abastecer de pescados su mesa. Está en los escritos que llegaba a consumir mil doscientas ostras en una comida. Pero su plato favorito era el escudo de Minerva.
Aseo y vestido
L
os romanos no se asean mucho ni lavan la ropa tan a menudo como sería deseable, lo que se refleja en la atmósfera pestilente que se desprende de las aglomeraciones. Solamente las casas de los muy ricos disponen de algo parecido a un baño («lavatrina» o, si es mayor, «balnea»), aunque muchos otros poseen una bañera portátil que instalan casi siempre en la habitación contigua a la cocina para disponer del agua caliente con más comodidad. A falta de jabón, que todavía no se ha inventado, se utilizan aceites y compuestos de sosa («aphonitrum»), y en lugar de esponjas, placas arqueadas («strigili») con las que se raen la piel recogiendo el aceite y el sudor. Los juegos de toallas son enteramente modernos: de baño («sabana»), de rostro («faciales») y de pies («pedale»).
Un esclavo está ayudando a su señor a vestirse. La ropa interior no existe (aunque Augusto se inventó una especie de calzoncillos de algodón, pero fue por aliviar su lumbago), pero nuestro senador se coloca un sucinto taparrabos («subligar») que ya la presagia. Luego, laboriosamente, la toga, el digno traje nacional romano que los varones de la clase superior usan desde que cumplen los diecisiete años, excepto durante las desmadradas fiestas saturnales. La toga es un pesado tejido de lana blanca en forma de media luna. Mide cinco metros de largo por tres y medio de anchura máxima.
La toga normal es inmaculadamente blanca, pero los senadores lucen en el borde una franja púrpura («laticlavium»), que es más estrecha en las togas de los caballeros («angusticlavium»). Este aparatoso atuendo resulta poco práctico cuando hay que desempeñar alguna actividad física. En este caso se usa una «túnica», que es la prenda normal del pueblo, de las mujeres y de los niños.
En el siglo
III
el uso de la toga decae en favor de la mucho más cómoda túnica, con las diversas variantes que la moda va introduciendo: a la griega («pallium»), la clámide («lacerna») y el poncho («paenula») que, si es impermeable, de piel, se llama «scortea». Estas túnicas se siguen adornando con cenefa de púrpura para indicar pertenencia al orden senatorial o ecuestre y, si se trata de un general en triunfo, se adornan con palmas doradas («palmata»). Bajo la túnica se lleva, a veces, una especie de camiseta de lino («túnica interior»). Encima de la túnica, cuando hace frío, se puede llevar abrigo de fieltro («gausapina»), quizá provisto de capuchón («cucullus»).
Los pantalones comienzan a verse a partir del siglo
III
, traídos por los soldados de la Galia Braccata, en tierras cisalpinas. Al principio fueron rechazados por los romanos elegantes, que estaban acostumbrados a sentir sus partes en libertad, pero luego su uso se fue introduciendo paulatinamente.
El calzado que hace juego con la toga son los zapatos («calcei»), en sus variantes negro («senatorius») o de color («patricius»). En la intimidad se usan sandalias («soleae, sandalia») que no estropean el delicado pavimento de mosaico de la casa, pero sería imperdonable llevarlas cuando se aparece togado en público. Hay una variante militar de la sandalia («caligae») con la suela tachonada de clavos, muy práctica y flexible.
El vestido femenino es algo más elaborado que el del hombre. Se usa cumplido sostén («mamillare, fascia pectoralis») y camisa («túnica interior»), debajo de la «stola», túnica hasta los pies, ceñida por la cintura, que es el equivalente femenino de la toga. Si se sale a la calle, se pondrá, además, un manto («palla»).
Desde el siglo
III
la «stola» es arrinconada por la más vistosa «delmatica», vestido con mangas de diversos diseños y hechuras. Algunos complementos de las elegantes son el abanico («flabellum»), la sombrilla («umbella») y, muy raramente, una especie de bolso. Extrañamente no conocieron el sombrero ni el pañuelo de cabeza, aunque a veces se cubrían la cabeza con un extremo del manto.
En cuanto a los colores, la incipiente industria química sólo dominaba el pardo, el amarillo, el violeta y el rosado, casi siempre sobre variaciones de la púrpura, obtenida del jugo de un molusco. A veces se diluye en orines, lo que se manifiesta en el olor que despiden algunos tejidos así coloreados.
El cabello tiene gran importancia en Roma pues a menudo es vehículo de complejas simbologías sociales. El esclavo de lujo lleva los cabellos largos pero el común luce la cabeza rapada, lo que quizá determinó el horror que los romanos sienten por la calvicie. ¿Querrán creerme si les refiero que un templado padre de la patria, el senador Fido Cornelio, se echó a llorar en la cámara durante una sesión del Senado porque un adversario político lo llamó «avestruz pelado» («struthocamelus depilatus»)? Un calvo ilustre, Julio César, no se quitaba jamás la corona de laurel que la patria le había concedido. Otro calvo ilustre, Domiciano, escribe melancólicamente en su tratado «Sobre el cuidado del cabello» («De cura capillorum»): «Nada hay tan hermoso ni que dure tan poco».
Los crecepelos hacían furor. Una fórmula: se frota la calva con sosa y después se aplica una infusión de pino, azafrán, pimienta, vinagre, laserpicio y cagadas de ratón (hasta llegar al último ingrediente nos iba pareciendo una apetitosa ensalada). También daban resultado las friegas con manteca de oso, o la cocción de vino y aceite de semillas de apio y culantrillo. Si, a pesar de todo, el pelo se obstina en no salir, el desconsolado calvorota puede recurrir a diversos tipos de postizos y pelucas.
Pero, como todas las modas cambian, a partir del siglo
II
, en el que la tristeza y la mediocridad parecen invadir muchos dominios de la antes alegre Roma, se puso de moda llevar la cabeza afeitada.
El que tiene pelo que cuidar procura llevarlo corto, en casos extremos casi al rape. Los elegantes son a menudo censurados porque acuden al barbero para que se lo rice y perfume.
«El hombre lindo —leemos en un autor de la época— es aquel que se peina con arte los rizos de su cabellera, que huele a bálsamo y cinamomo, que canturrea canciones de Egipto o de Cádiz, que sabe mover con gracia los depilados brazos». Claro que tal tipo de pisaverdes le parecían a Séneca «necios, lujuriosos hijos de papá».
Las mujeres lucen los más imaginativos arreglos del cabello largo pero lo que predominan son las gruesas trenzas dispuestas sobre la coronilla en forma de moño o anudadas sobre la nuca. En la época Flavia se construyen altos, complicados y casi versallescos peinados que han dejado su curioso reflejo en la escultura. Es de suponer que gran parte del pelo exhibido fuese postizo, quizá rubio, importado de Germania o teñido a la moda del tiempo.
En nuestros paseos por la Roma imperial observamos que casi nadie gasta barba. Perdura la moda de afeitarse que se impuso en el siglo
III
a. de C. por influencia griega.
Algunos mozalbetes aguardan con impaciencia a que crezca en sus mejillas una pelusilla de melocotón. Entonces el padre los llevará al barbero para que los afeite por primera vez. Esta primera barba se ofrece a los dioses («depositio barbae») y simboliza el paso a la edad adulta. A partir de ahora se afeitará regularmente, excepto en caso de luto o de pleito en los tribunales o si pretende que lo tomen por filósofo.