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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (28 page)

—Dentro de poco te examinarán el brazo, amigo.

Él se estremece un poco cuando se lo digo. No es lo que yo esperaba. Es extraño que estar herido resulte embarazoso. Como si tú tuvieras la culpa de que no te funcione bien un ojo o una mano o un pie. Claro que estar herido no es ni la mitad de embarazoso que estar muerto.

Lo llevo al edificio en ruinas del otro lado de la calle. La mantis no supondrá ningún problema una vez que lleguemos dentro. La mayoría de mi gente está en los túneles del metro, con las entradas principales bloqueadas. Iremos de edificio en edificio hasta llegar a casa.

—¿Cómo te llamas, tío? —pregunto.

El chico no responde; se limita a agachar la cabeza.

—Vale. Sígueme.

Regreso a la seguridad del edificio desplomado. El chico sin nombre cojea detrás de mí. Atravesamos juntos edificios destruidos, gateando sobre montones de escombros dinamitados y arrastrándonos por debajo de paredes medio derruidas. Cuando llegamos suficientemente lejos, me dirijo a una calle bastante segura. El silencio entre nosotros aumenta cuanto más avanzamos.

Me entran escalofríos andando por esa calle vacía y me doy cuenta de que me dan miedo los ojos sin vida del chico que me sigue arrastrando los pies sin decir nada.

¿Cuántos cambios puede asimilar una persona antes de que todo pierda el sentido? Vivir por vivir no es vida. La gente necesita dar sentido a su vida tanto como el aire.

Gracias a Dios, yo todavía tengo a Dawn.

Me estoy imaginando sus ojos color avellana cuando me fijo en el poste de teléfono verde grisáceo inclinado al final de la calle. El poste se dobla por la mitad y se mueve, y me doy cuenta de que es una pata. Vamos a morir dentro de treinta segundos si no salimos de aquí.

—Entra —susurro, empujando al chico hacia una ventana rota.

Una mantis aparece corriendo, con sus cuatro patas flexionadas. Su cabeza sin rasgos distintivos con forma de bala gira rápidamente y se detiene. Las largas antenas vibran. La máquina salta hacia delante y empieza a galopar hacia nosotros, clavando sus patas puntiagudas en la basura y la calzada como un timón a través del agua. Las garras delanteras cuelgan de su barriga, levantadas y listas, con la luz reflejada en sus incontables ganchos.

El chico se queda mirando, inexpresivo.

Lo agarro y lo empujo a través de la ventana, y a continuación me lanzo detrás de él. Nos levantamos y nos apresuramos sobre la alfombra mohosa. Segundos más tarde, una sombra cae a través del rectángulo de luz detrás de nosotros. Un brazo con garras atraviesa el marco de la ventana a toda velocidad, desciende rápidamente y arranca parte de la pared. Le sigue otro brazo con garras. De un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a otro. Es como un tornado abatiéndose.

Por suerte para nosotros, es un edificio seguro. Lo sé porque ha sido vaciado muy bien. La fachada está demolida, pero por dentro es transitable. En Nueva York hacemos los deberes. Desvío al chico hacia un montón de ladrillos de hormigón y un agujero en la pared que da a un edificio contiguo.

—Aquí es donde vivimos —digo, señalando y empujando al chico hacia el agujero.

El muchacho avanza dando traspiés como un zombi.

Entonces oigo el ruido de la moqueta al desgarrarse y un crujido de muebles de madera. De algún modo, la mantis ha logrado entrar por la ventana. Agazapándose mucho, apretuja su masa gris a través del edificio, derribando los paneles del techo como confeti. La criatura avanza encorvada, toda garras relucientes y metal chirriante.

Corremos al agujero de la pared.

Me detengo y ayudo al chico a arrastrarse por encima del amasijo de barras de acero y hormigón. El pasadizo no es más que un hueco negro de escasos centímetros de anchura que atraviesa los cimientos de arenisca de los dos edificios. Rezo para que esto obligue al monstruo que nos persigue a ir más despacio.

El chico desaparece en el interior. Yo entro detrás de él. Está oscuro y es claustrofóbico. El muchacho se arrastra despacio, sin dejar de agarrarse el brazo herido. Cerca de la entrada sobresalen unas barras de acerco como puntas de lanzas oxidadas. Oigo a la mantis cerniéndose sobre nosotros, destruyendo todo lo que toca.

Entonces el sonido se interrumpe.

No tengo espacio para girar la cabeza y ver lo que está pasando detrás de mí. Solo veo las suelas de los zapatos del chico a medida que se arrastra. Inspiro, espiro. Me concentro. A juzgar por el sonido, algo choca lo bastante fuerte contra la boca del agujero para arrancar un pedazo de roca sólida. Le sigue otro golpe demoledor. La mantis está escarbando frenéticamente, atravesando la pared de hormigón y penetrando en la arenisca. El ruido es ensordecedor.

Todo a mi alrededor se convierte en gritos, oscuridad y polvo.

—¡Vamos, vamos, vamos! —chillo.

Un segundo más tarde, el chico desaparece; ha llegado al otro extremo del túnel. Conecto la electricidad sonriendo. Salgo del agujero moviéndome a toda velocidad, me caigo a pocos metros de altura y lanzo un grito de dolor y sorpresa.

Un trozo de una barra de refuerzo me ha atravesado la carne de la pantorrilla derecha.

Estoy tumbado boca arriba, apoyándome en los codos. Tengo la pierna atrapada en la boca del agujero. La barra sobresale como un diente torcido, clavada en mi pierna. El muchacho está más abajo, con esa expresión vaga todavía en la cara. Respiro estremeciéndome y lanzo otro grito de dolor animal.

El grito parece llamar la atención del chico.

—¡Sácame de aquí, joder! —chillo.

El chico me mira y parpadea. Sus ojos marrones sin vida recobran algo de brillo.

—Deprisa —digo—. La mantis se acerca.

Intento levantar el cuerpo, pero estoy demasiado débil y el dolor es muy intenso. Clavando los codos penosamente en la tierra, logro levantar la cabeza. Intento darle explicaciones al chico.

—Tienes que quitarme la barra de la pierna. O sacar la barra de la pared. Una de dos, tío. Pero hazlo rápido.

El chico se queda quieto, con el labio temblando. Parece a punto de echarse a llorar. Puta suerte, la mía.

Oigo el «toc, toc» que viene del túnel a medida que los golpes de la mantis desplazan más piedras. Una nube de polvo sale del agujero mientras se cae a pedazos. Cada impacto de la mantis provoca una vibración a través de la roca que llega hasta la barra que tengo ensartada en la pantorrilla.

—Vamos, tío, te necesito. Necesito que me ayudes.

Y por primera vez, el chico habla.

—Lo siento —me dice.

Joder. Se acabó. Quiero gritarle a ese muchacho, a ese cobarde. Quiero hacerle daño de alguna forma, pero estoy demasiado débil. De modo que me concentro en mantener la cara alzada hacia la suya. Los músculos de mi cuello se esfuerzan por mantener la cabeza levantada, temblando. Si ese chico me va a dejar morir, quiero que se acuerde de mi cara.

El chico levanta el brazo herido mirándome fijamente. Empieza a desenrollar la toalla que lo cubre.

—¿Qué estás…?

Me paro en seco. El chico no tiene la mano herida; no tiene mano.

La carne del antebrazo acaba en un amasijo de cables unido a un trozo de metal del que sobresalen dos hojas. Parecen unas tijeras de tamaño industrial. La herramienta está fundida directamente en su brazo. Mientras yo miro, un tendón del antebrazo se dobla y las hojas lubricadas empiezan a separarse.

—Soy un monstruo —dice—. Los robots me hicieron esto en los campos de trabajo.

No sé qué pensar. No me quedan más fuerzas. Agacho la cabeza y miro al techo.

Chas.

Mi pierna está libre. Tengo clavado un trozo de barra, cortado y reluciente en un extremo. Pero soy libre.

El chico me ayuda a levantarme. Me rodea con el brazo bueno. Nos alejamos cojeando sin volver la vista al agujero. Cinco minutos más tarde, encontramos la entrada camuflada a los túneles del metro. Y entonces desaparecemos, avanzando lo mejor que podemos por las vías abandonadas.

Dejamos atrás a la mantis.

—¿Cómo? —pregunto, señalando con la cabeza su brazo malo.

—En el campo de trabajo. La gente entra en el quirófano y sale cambiada. Yo fui uno de los primeros. Lo mío es sencillo. Solo el brazo. Pero otras personas vuelven del autodoctor todavía peor. Sin ojos. Sin piernas. Los robots juegan con tu piel, tus músculos, tu cerebro.

—¿Estás solo? —pregunto.

—Conocía a otras personas, pero no quisieron… —Mira su mano mutilada con expresión vacía—. Ahora soy como ellas.

Esa mano no le ha granjeado amigos. Me pregunto cuántas veces ha sido rechazado y cuánto tiempo lleva solo.

Ese chico está prácticamente acabado. Lo veo en sus hombros caídos. En el esfuerzo que le supone cada aliento. Lo he visto antes. Ese muchacho no está herido: está derrotado.

—Estar solo es duro —digo—. Empiezas a preguntarte qué sentido tiene, ¿sabes?

Él no dice nada.

—Pero aquí hay más gente. La resistencia. Ya no estás solo. Tienes un objetivo.

—¿Cuál es? —pregunta.

—Sobrevivir. Ayudar a la resistencia.

—Ni siquiera estoy…

Levanta el brazo. En sus ojos brillan lágrimas. Eso es lo importante. Tiene que pasar por esto. Si no, morirá.

Agarro al chico por los hombros y le digo mirándolo a la cara:

—Naciste siendo un ser humano y morirás siéndolo, no importa lo que te hayan hecho. O te hagan. ¿Entiendes?

Aquí, en los túneles, hay silencio. Y oscuridad. Uno se siente seguro.

—Sí —dice.

Rodeo la espalda del chico con el brazo y hago una mueca al notar dolor en la pierna.

—Bien —digo—. Y ahora vamos. Tenemos que llegar a casa y comer. No lo dirías viéndome, pero tengo una mujer preciosa. La mujer más guapa del mundo. Y si se lo pides con educación, te preparará un estofado increíble.

Creo que el muchacho se va a recuperar en cuanto conozca a los demás.

La gente necesita dar sentido a su vida tanto como el aire. Por suerte para nosotros, podemos animarnos unos a otros gratis. Simplemente estando vivos.

Durante los siguientes meses, empezaron a entrar en la ciudad humanos cada vez más modificados. Independientemente de lo que los robots les hubieran hecho, eran bien recibidos por la resistencia neoyorquina. Sin ese refugio y su falta de prejuicios, es poco probable que la resistencia humana, incluyendo el pelotón Chico Listo, hubiera podido aprovechar un arma secreta increíblemente potente: la niña de catorce años Mathilda Pérez
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

5. Garra metálica

¿Dónde está tu hermana, Nolan? ¿Dónde está Mathilda?

LAURA PEREZ

NUEVA GUERRA + 10 MESES

Mientras nuestro pelotón proseguía su viaje hacia el oeste hasta Gray Horse, conocimos a un soldado herido llamado Leonardo. Cuidamos de Leo hasta que se repuso, y nos habló de los campos de trabajos forzados construidos apresuradamente en las afueras de las ciudades más grandes. Al verse ampliamente superados en número, los robots recurrieron a la amenaza de muerte para convencer a un gran número de personas de que entraran en los campos y permanecieran allí
.

Sometida a una presión extrema, Laura Pérez, ex congresista, relató esta historia de su experiencia en uno de esos campos de trabajo. De los millones de personas encarceladas, unos pocos afortunados conseguirían escapar. Otros se vieron obligados a quedarse
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Me encuentro sola en un campo húmedo y lleno de barro.

No sé dónde estoy. No me acuerdo de cómo he llegado aquí. Tengo los brazos extremadamente delgados y cubiertos de cicatrices. Voy vestida con un mugriento mono azul prácticamente hecho harapos, raído y manchado.

Me envuelvo con los brazos, temblando. Me invade el pánico. Sé que se me olvida algo importante. He dejado atrás algo. No sé exactamente qué, pero me duele. Es como si tuviera un trozo de alambre de espino alrededor del corazón, apretándome.

Entonces me acuerdo.

—No —digo gimiendo.

Un grito brota de mi interior.

—¡No!

Grito a la hierba. Salpicaduras de saliva salen volando de mi boca y trazan un arco al sol de la mañana. Doy vueltas en círculo, pero estoy sola. Totalmente sola.

Mathilda y Nolan, mis pequeños, han desaparecido.

Algo brilla en la línea de vegetación. Me estremezco instintivamente. Entonces me doy cuenta de que solo es un espejo de mano. Un hombre vestido de camuflaje sale de detrás de un árbol y me hace una señal. Aturdida, avanzo dando traspiés hacia él a través del campo descuidado y me detengo a unos seis metros.

—Hola —dice—. ¿De dónde viene?

—No lo sé —contesto—. ¿Dónde estoy?

—En las afueras de la ciudad de Nueva York. ¿Qué recuerda?

—No lo sé.

—Mire si tiene bultos en el cuerpo.

—¿Qué?

—Que mire si tiene bultos en el cuerpo. Algo nuevo.

Confundida, me paso las manos por el cuerpo. Me sorprende el hecho de que pueda palparme todas las costillas. Nada tiene sentido. Me pregunto si estoy soñando o si estoy inconsciente o si estoy muerta. Entonces noto algo. Una protuberancia en la parte superior del muslo. Probablemente la única parte carnosa que me queda en el cuerpo.

—Tengo una protuberancia en la pierna —digo.

El hombre empieza a retroceder hacia el bosque.

—¿Qué significa? ¿Adónde va? —pregunto.

—Lo siento, señora. Los robots le han puesto un bicho. Hay un campo de trabajo a varios kilómetros de aquí. La están utilizando como cebo. No intente seguirme. Lo siento.

Desaparece entre las sombras del bosque. Me protejo la cara con una mano y lo busco.

—¡Espere, espere! ¿Dónde está el campo de trabajo? ¿Cómo puedo encontrarlo?

Una voz resuena débilmente desde el bosque.

—En Scarsdale. A ocho kilómetros al norte. Siga la carretera, con el sol a la derecha. Tenga cuidado.

El hombre ha desaparecido. Estoy otra vez sola.

Veo mis huellas en la hierba embarrada, procedentes del norte. Me doy cuenta de que el claro es en realidad una carretera cubierta de hierba que está siendo engullida por la naturaleza. Aún tengo los brazos alrededor del cuerpo. Me suelto. Estoy débil y dolorida. Mi cuerpo quiere temblar. Quiere caerse y rendirse.

Pero no voy a permitirlo.

Voy a volver a por mis pequeños.

El bulto se mueve cuando lo toco. Descubro un pequeño corte en la piel por donde deben de habérmelo introducido, pero la herida está mucho más arriba, cerca de la cadera. Creo que, sea lo que sea, se está moviendo. O que al menos puede moverse si lo desea.

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