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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (64 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Su primera reacción fue hacer caso omiso de aquellas preguntas e intentar llevar al grupo en otra dirección. Ésa habría sido la técnica apropiada. Al fin y al cabo, los miembros del grupo debían centrarse en ellos mismos, no en el líder. Pero al mismo tiempo lo invadió una insistente irritación que le decía que arrojase a un lado todas las preciadas normas de su profesión y se apoyara por un instante en la sagacidad de aquellos pacientes.

—¿Tan mala pinta tengo? —les preguntó.

Se hizo un momentáneo silencio. Aquella pregunta directa los sorprendió. Pasados unos instantes, rezongó Miller desde el fondo de la sala:

—Sí, está fatal. Como si tuviera algo en la cabeza…

Rió cruelmente.

—… Lo cual es un cambio, la verdad.

Una vez más se hizo el silencio entre los presentes, hasta que Wasserman farfulló:

—S-si no s-s-se s-s-siente con fuerzas, p-p-podemos volver mañana…

Jeffers negó con la cabeza.

—Estoy bien. Físicamente.

—¿Y qué le pasa, doctor? ¿Ha pillado una especie de gripe emocional?

Aquél era Senderling, y Bryan lo acompañó con una carcajada. Era un buen concepto: gripe emocional. Ya lo usaría en alguna ocasión, calculó Jeffers.

—Estoy preocupado por un amigo —dijo.

Hubo una pausa antes de que irrumpiera Miller:

—Usted está mucho más que simplemente preocupado —dijo—. Está hecho polvo. Mire, yo no soy médico, pero lo veo. Es mucho más, ¿a que sí? Más que una simple preocupación.

Jeffers no contestó. Recorrió las miradas de todos los pacientes del grupo, que estaban clavadas en él, y se le ocurrió que aquellos doce hombres eran como un maldito jurado que esperaba a que cometiera un error y se acusara él mismo con sus propias palabras. Posó los ojos en Miller.

—Dime —le dijo en tono autoritario—, cuéntame cómo empezaste.

—¿A qué se refiere? —replicó Miller, removiéndose en su asiento.

Al igual que todos los delincuentes sexuales, Miller odiaba las preguntas directas y prefería que lo interrogasen de forma oblicua para poder controlar por qué derroteros discurriría la conversación. Jeffers pensó que seguramente todos se habían quedado estupefactos ante semejante rudeza.

—Quiero saber cómo empezaste a hacer lo que haces.

—Se refiere a…, o sea…

—Exactamente. Lo que les haces a las mujeres. Cuéntame.

En la sala se había hecho un completo silencio. El vigor de la petición de Jeffers los había dejado a todos paralizados. El sabía que estaba infringiendo los procedimientos establecidos, pero de pronto se sintió cansado de las reglas, cansado de esperar, cansado de la pasividad.

—¡Dímelo!

Alzó la voz hasta un tono que jamás se había oído en los confines de aquella sala.

—Diablos, no sé…

—¡Sí que lo sabes! —Jeffers taladró con la mirada a todos los presentes—. Lo sabéis todos. ¡Pensad! La primera vez, ¿qué os pasó por la cabeza? ¿Qué fue lo que os estimuló?

Aguardó.

Pope rompió el silencio. Jeffers miró a aquel individuo de más edad, el cual le devolvió la mirada con evidente odio hacia cualquiera que sondeara su memoria.

—La oportunidad —contestó.

—Explícate, por favor —pidió Jeffers.

—Todos sabíamos quiénes éramos. Sólo que quizá no nos lo habíamos dicho a nosotros mismos. A lo mejor no se había formado en la cabeza la manera de expresarlo, pero aun así lo sabíamos, ¿comprende? De modo que todo se reducía a esperar la oportunidad adecuada. La exigencia ya estaba, doctor. Uno sabe que va a hacer algo, lo sabe. Va a ocurrir. Sólo hace falta que…, no sé cómo lo llama usted…, que se den las circunstancias adecuadas.

Vio cabezas que empezaban a asentir, a modo de confirmación.

—Hay ocasiones —era Knight el que había interrumpido— que una vez que ya has tomado la decisión de ser lo que eres, como que eso se apodera de ti. Y empiezas a buscar. A buscar, y a buscar. No va a ocurrir nada que cambie las cosas, porque ya está todo preparado. Ya estás buscando. Y cuando encuentras lo que buscabas…

—Y-y-o lo od-d-iaba de todas formas —irrumpió Wasserman.

—Yo también —apuntó Weingartcn—. Pero eso no significaba nada.

—Exacto. —Era otra vez Pope—. No significaba nada…

Y luego Parker:

—Porque una vez que empiezas, ya no paras, tío.

Y después Meriwether:

—Da casi igual que odies lo que haces, o que te odies a ti mismo, o que odies a la persona a la que se lo vas a hacer.

Martin Jeffers absorbía todo lo que decían los miembros del grupo.

—Pero la primera vez… —comenzó a decir, pero lo interrumpió Pope.

—¡No lo entiende! ¡La primera vez no es más que la primera vez que ocurre físicamente! ¡En tu cabeza, tío, dentro de tu cabeza lo has hecho un centenar de veces! ¡Un millón!

—¿A quién? —inquirió Jeffers.

—¡A todo el mundo!

Jeffers reflexionó profundamente.

Vio que los hombres se inclinaban hacia delante en sus asientos, sentados en el borde, previendo sus preguntas. Estaban alerta, interesados, emocionados, más implicados de lo que los había visto nunca. Percibió el brillo depredador de sus ojos y pensó en todas las personas que habrían visto aquella misma mirada dura antes de ser estranguladas, o asfixiadas y apaleadas y después violadas.

—Pero tuvo que haber algo —preguntó despacio—. Tuvo que haber un momento, una palabra, o tuvo que suceder algo que hizo que os convirtierais en lo que sois… —Los miró fijamente—. Algo que os impulsó. ¿Qué fue?

Silencio de nuevo. Todos estaban estudiando la pregunta.

Wasserman tartajeó:

—Y-yo r-r-recuerdo que mi m-m-adre m-m-e dijo que yo nunca sería el hombre que f-f-ue mi p-p-adre. Es-s-o no se m-m-e olvidó nunca, y c-c-uando lo hice por p-p-primera vez, no p-p-ude p-p-ensar en otra c-c-osa.

Recorrió la sala con la vista y de pronto su farfullo desapareció:

—¡Y ya lo creo que lo fui!

—Bueno, en mi caso no fue nada de eso —dijo Senderling—. Simplemente terminé cansándome de esperar. Quiero decir, había una chica en la oficina, una auténtica calientapollas, ya sabe, y en fin, supongo que todo el mundo se la beneficiaba, así que yo también quise un trozo del pastel.

Bryan lanzó un bufido.

—Querrás decir que no quiso salir contigo.

—No, no, no fue así la cosa.

Los demás empezaron a lanzar silbidos.

Bryan insistió:

—Te dio calabazas, así que tú la esperaste en el garaje del edificio de su apartamento. Tú mismo me lo has contado.

—Era una putona —dijo Senderling—. Se lo merecía.

—¿Sólo porque te dijo que no? —preguntó Jeffers.

—¡Sí!

—Pero ¿por qué decidiste hacerlo esa vez? Ya te habían dicho que no otras mujeres, ¿no es cierto? —preguntó Jeffers.

—Porque… porque… porque… en fin… —Aguardó—. Porque me sentía solo. Mi hermana y el idiota de mi cuñado se habían ido por fin de casa, y me libré de tener que seguir manteniendo a ese pedazo de vago, y también a ella, porque lo único que hacían era pasarse el puto día follando como conejos mientras yo hacía todo el trabajo y llevaba a casa el puto dinero para que por lo menos pudiéramos comer. Así que los puse de patitas en la calle. ¡Y va esa zorra y no quiere salir conmigo! Mira, se lo tuvo bien merecido.

—¿Así que te sentiste libre?

—¡Sí! Exacto. Libre. Libre para hacer lo que me apeteciera, joder.

Jeffers recorrió la sala con la vista una vez más.

—¿Hubo algo que os liberó a vosotros? —Vio varias cabezas que iban asintiendo lentamente—. Habladme de ello.

Vio vacilación.

En eso, Knight dijo:

—Es diferente en cada caso.

Weingarten añadió:

—Puede que sea algo grande, o algo pequeño, pero…

Knight repitió:

—Es diferente en cada caso.

Martin Jeffers hizo una aspiración profunda. «Todo está perdido», pensó. Y seguidamente preguntó:

—Supongamos que hubiera algo más. Más de lo que habéis hecho. Supongamos que hubierais dado un paso más.

Todos parecieron alterarse con aquella sugerencia.

—Sólo hay un paso más —dijo Pope—. Y usted ya sabe cuál es.

—¿Y por qué no lo diste?

—Puede que algunos de nosotros sí lo hayamos dado —dijo Meriwether—. No yo, no estoy admitiendo nada. Pero puede que algunos de nosotros sí lo hayan dado.

—¿Qué os impulsaría a hacerlo? Los pacientes no respondieron. Jeffers aguardó. Él tampoco dijo nada.

—¿Para qué quiere saberlo? —le preguntó Meriwether. Él dudó un momento, intentando escoger las palabras.

—Necesito encontrar a una persona.

—¿Una persona como nosotros? —lo interrogó Bryan.

—Una persona como vosotros.

—¿Peor que nosotros? —Aquél fue Senderling. Jeffers se alzó de hombros—. ¿Una persona a la que conoce bien? —probó Senderling de nuevo.

—Sí, una persona a la que conozco bien.

—Y cree que se ha largado a alguna parte y no sabe adónde, ¿es eso? —preguntó Parker.

—Más o menos.

—¿Es una persona muy cercana? —volvió a preguntar Senderling.

Jeffers lo perforó con la mirada y no respondió.

—¿Y piensa que nosotros podemos ayudarlo? —dijo Weingarten.

—Sí —repuso Jeffers. Weingarten rompió a reír.

—La verdad es que opino que tiene usted razón.

—Esa persona —interrogó Parker— ¿está haciéndolo en este momento?

—Sí.

—¿Y usted necesita obligarla a que deje de hacerlo?

—Sí.

—O si no…

—Exacto —afirmó Jeffers—. Que lo deje, o si no…

—¿Es imp-p-ortante de verdad? —intervino Wasserman.

—Sí.

Miller rompió a reír a carcajadas.

—Que le jodan, doctor. Esto lo cambia todo.

—Sí, así es —admitió Jeffers. Miró fijamente a Miller, el cual dejó de reír al instante.

—Bueno, cuéntenos algo más.

Jeffers pensó unos instantes.

—Creo —dijo despacio— que está visitando los lugares donde se han cometido crímenes.

Miller rió otra vez, pero con menos malicia.

—¿El criminal regresa a la escena del crimen?

—Supongo.

Miller sonrió de oreja a oreja.

—Tal vez sea un cliché, pero no es tan tonto. Los crímenes también se transforman en recuerdos, sabe. Y a todo el mundo le gusta visitar sus recuerdos agradables.

—¿Agradables? —inquirió Jeffers.

Los miembros del grupo rieron y resoplaron.

—¿Es que no ha aprendido nada aquí? —preguntó Miller. La voz del violador llevaba un tinte de sarcasmo. Jeffers ignoró la pregunta, y Miller prosiguió—: ¡Para hombres como nosotros todo es distinto! Nosotros amamos lo que odiamos. Odiamos lo que amamos. El dolor es placer. El amor es dolor. Todo está torcido a un lado y a otro, vuelto del revés. ¿Es que no lo ve? ¡Por Dios!

Y de pronto lo comprendió.

—Sigue.

—Así que —continuó Miller, y los demás se sumaron a él afirmando con la cabeza— busque un recuerdo que esté lleno de todo lo peor. Y ése será el mejor de todos.

Jeffers aspiró profundamente, asustado de los pensamientos que habían empezado a formarse y juntarse en su cabeza, semejantes a nubes de tormenta. Levantó la vista cuando Pope, medio canoso y tatuado, rebosante de rabia y de odio e irrevocable en su antipatía hacia el mundo, exclamó en un tono grave y contundente:

—Busque una muerte o una separación. Son la misma cosa. Eso es lo que lo libera a uno. Muere alguien, y uno se siente libre para ser él mismo. Es simple. Es de lo más simple. Busque una muerte.

La primera imagen que le vino a la cabeza fue la de la oscuridad atrapada en los árboles la noche en que fueron abandonados en New Hampshire,

«Yo he ido allí. He regresado a ese recuerdo, y no lo he encontrado a él. Era allí donde se suponía que debía estar, pero no estaba.»

Pero de pronto hubo otra imagen que se abrió paso hasta su cerebro.

Otra noche.

Y no era una separación, sino una muerte.

Hundió la cabeza entre las manos e hizo caso omiso del silencio que fue rodeándolo poco a poco.

«Ya lo sé.»

«Ya sé adónde se dirige mi hermano.» Jeffers levantó la vista hacia el techo, y la pintura blanca del mismo pareció girar a su alrededor, mareante, sólo por un instante.

«¿Cómo has podido no darte cuenta?, se increpó a sí mismo. Está muy claro. Es evidente. ¿Cómo has podido estar tan ciego?» Rabia, tristeza, esperanza y desesperación; todas aquellas emociones lo recorrieron de arriba abajo. Supo que tenía que ir allí, supo que tenía que marcharse inmediatamente. De pronto el tiempo comenzó a pesarle como una losa y se sintió atrapado en su tenaza. Expulsó el aire lentamente, para rehacerse. Miró a los miembros del grupo, que lo contemplaban con expresión viva, expectante.

—Gracias —dijo. Y se puso de pie—. No va a haber más sesiones. Durante unos días. En los tablones de anuncios encontraréis la fecha de reinicio. Gracias otra vez.

Vio elevarse una gran oleada de desilusión entre los miembros del grupo. Pensó que sentían curiosidad. Que les gustaba el chismorreo y estar al tanto de todo, como a todo el mundo. No quiso pedir disculpas, y en vez de eso ignoró los murmullos y los ruiditos de excitación del grupo y se lanzó de cabeza a la oscura noche de su memoria.

«Ya lo sé. Ya lo sé.»

En eso se acordó de la detective, que lo estaba esperando en su despacho.

«Estará vigilando. Estará alerta a cualquier cambio.»

Por un instante sintió una terrible tristeza.

Acto seguido dio la espalda a sus pacientes y salió despacio de la sala. Cuando cerraba la puerta oyó voces excitadas hablando todas a la vez. Pero las apartó de su mente y se concentró en la importancia de las próximas horas. Hizo acopio de fuerzas en su interior.

«Ten cuidado. Que no se te note nada. Nada de nada.»

Martin Jeffers se alejó rápidamente de la puerta, y las voces se perdieron a lo lejos. Apretó el paso mientras iba atravesando una sala tras otra hasta convertirlo en una marcha rápida y finalmente en un ligero trote que levantó un sonoro eco sobre el suelo de linóleo. No hizo caso de las miradas de sorpresa de los pacientes y el personal cuando empezó a correr en serio, jadeando, ajeno a todo excepto la revelación que vibraba en su cabeza.

—Ya lo sé —repitió una y otra vez—. Ya lo sé.

Aminoró el paso al entrar en el pasillo en que se encontraba su despacho. Aguardó un instante, recobrando el aliento y pensando de nuevo en la detective. Después, un poco más repuesto, recorrió los treinta últimos metros andando despacio y pensando cómo escaparse.

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