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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (59 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Aquéllos eran los tipos de crímenes a cuyo estudio un experto como él no precisaba dedicar más de un par de segundos.

Sacudió la cabeza negativamente. «En otra ocasión —se dijo—, lo habría hecho sin más.» Quizás una tienda de bebidas alcohólicas que hubiera permanecido abierta sólo hasta un poco más tarde de los horarios habituales. Se coge un pasamontañas y una pistola grande. Un momento verdaderamente norteamericano.

Soltó el aire en un silbido lento y prolongado.

«Ahora no, cuando estás tan cerca del final.»

«No la cagues.»

Deseó haber matado al joven guardia forestal, luego deseó haber matado a las dos chicas, pero sobre todo estaba furioso consigo mismo por no haber previsto todos los problemas que podía conllevar aquel crimen. Volvió a repasar mentalmente los detalles, se castigó amargamente a sí mismo. Siempre me he preparado como es debido para cualquier eventualidad, siempre he estudiado con antelación cualquier posible dilema. Debería haber descubierto un escondite mejor. Se reprendió a sí mismo por haber elegido aquel claro del bosque. Joder, me gustaba la luz y el entorno. Pensé como un fotógrafo, no como un asesino. De modo que todo aquel trabajo resultó inútil, ¡maldita sea!

Intentó apaciguar su furia pensando que la llegada del guardia forestal había sido casual, inesperada. Pero ese pensamiento se parecía bastante a una excusa, lo cual no le gustó nada.

Siempre consigo librarme. Siempre lo consigo.

Golpeó el volante con las manos y se removió con violencia en el asiento, manteniendo a duras penas el control del coche, incluso circulando a baja velocidad. Le entraron ganas de gritar, pero no pudo. Luego se acordó de Anne Hampton atada en la habitación del motel. «Que espere —pensó, furioso—. Que se preocupe. Que sufra.»

«Que se muera.»

Aspiró profundamente y contuvo un momento la respiración.

Lo sorprendió que aquellos pensamientos, tan duros, le causaran incomodidad, aunque leve.

Detuvo el coche en una calle desierta de un barrio industrial. Apoyó la cabeza en el reposacabezas y de pronto se sintió cansado.

«No ha sido culpa de ella. Ha sido culpa tuya. Ella ha hecho lo que le ordenaste.»

Cerró los ojos.

«Maldición. El plan era defectuoso.»

Lanzó un suspiro. «Bueno, queda demostrado que nadie es perfecto.» De pronto toda su ira lo abandonó, y bajó la ventanilla del coche para que saliera el aire viciado y se mezclara con el frescor nocturno.

Entonces lanzó una sonora carcajada. La carcajada se transformó en una risita infantil.

«Nadie es perfecto. Exacto.»

«Pero te has librado por los pelos.»

Recordó a las dos chicas desnudas, haciendo poses. «No tenías por qué matarlas; lo más probable es que mueran enseguida de aburrimiento, estupidez y rutina, una vida que no promete nada y que da aún menos. Lo que era de verdad para morirse de risa, imaginó en aquel instante, era que acababan de experimentar el momento más singular, excitante y peligroso que iban a vivir en toda su vida, con independencia de los muchos o pocos años que vivieran. En una tarde sublime habían entrado en contacto con un genio y habían logrado salir vivas de la experiencia. Y las muy cerdas no lo sabían.»

Rió de nuevo. El agotamiento empezaba a minarlo, y comprendió que era importante dormir un poco. «Bueno —pensó—, todo sigue estando en su sitio. Al día siguiente irían despacio y sin prisas a New Hampshire. Pensó en la posibilidad de llevar a Anne Hampton al monte Monadnock o al lago Winnipesaukee, o a algún otro sitio agradable, antes de prepararse para lo de la tarde. Algo apacible y relajado. Pensó en una ciudad que conocía en Vermont, un poco apartada pero muy bonita, y todavía a un breve trayecto en coche para acudir a la cita de New Hampshire. Luego tendría que ocuparse de unas cuantas cosas antes de dirigirse a Cape Cod.

De pronto el cerebro se le llenó de una música de sintetizador abrumadora, densa, electrónica, y también de una imagen del sonriente actor vestido con traje de paracaidista, casco negro, botas de saltar y una probóscide de pega. Un retazo de la ultraviolencia de antaño, se dijo. Una auténtica película de miedo.

Y luego la libertad.

Pensó de nuevo en Anne Hampton. «Lo más seguro es que Boswell esté muerta de miedo», se dijo. Se encogió de hombros.

Aquello no era terrible; era sensato hacerla sentirse todo el tiempo en la cuerda floja.

Pero aún experimentó una punzada de culpabilidad.

«Tendré que dejarla respirar —pensó—. Sigue siendo necesaria.»

Aquel pensamiento le devolvió una sensación de contar con un propósito, y miró en derredor para orientarse, dispuesto a regresar directamente al motel. Empezó a pensar cómo iba a pedirle disculpas. Cuando estaba a punto de meter la marcha y arrancar, descubrió la furgoneta aparcada doscientos metros calle abajo. Al instante supo qué era: un almacén. Fuera de las áreas normales en las que patrullaba la policía. Pasada la medianoche. Una furgoneta. Era una ecuación sencilla, la suma de todos los factores daba como resultado un allanamiento. Se le ocurrió una idea y sonrió.

No, pensó. Pero a continuación dijo:

—¿Por qué no?

Le entraron ganas de echarse a reír, pero se impuso prudencia. «Ten cuidado.»

No encendió las luces, y dejó caer el coche lo más silenciosamente que le fue posible en dirección a la furgoneta. Ésta era de color claro y aspecto anodino, y estaba adecuadamente plagada de golpes y arañazos. No vio movimiento alguno en el interior, pero mantuvo la pistola en la mano por si acaso. Cuando estuvo junto a ella, la luz de una farola distante arrojó el resplandor justo para poder leer el número de la matrícula. Se detuvo un momento y se fijó en que la jamba de la puerta del almacén parecía retorcida, aunque le costó trabajo distinguirlo sin apearse del coche. Tuvo la sensatez suficiente para no bajarse. No era que tuviera miedo de los individuos que pudiera haber dentro, pero es que entonces perdería el elemento sorpresa. Pasó junto a la furgoneta y no encendió las luces hasta que llegó a un punto situado a un par de manzanas de allí.

Se detuvo en la primera gasolinera en la que vio una cabina telefónica y marcó el 911.

—Policía de Bridgeport, bomberos —respondió la voz inexpresiva con su estudiada indiferencia a las emergencias.

—Quiero denunciar un allanamiento que está cometiéndose en este momento —dijo Douglas Jeffers.

—¿Está ocurriendo ahora mismo?

—Eso es lo que acabo de decirle —insistió Jeffers con el grado justo de indignación—. En este preciso momento.

Le dio al policía la dirección y una descripción de la furgoneta, junto con el número de la matrícula.

—Gracias. Enseguida vamos. ¿Puede darme su nombre, para el archivo?

—No —replicó Douglas Jeffers—. Ponga que ha sido un ciudadano preocupado.

Y colgó el teléfono. Un ciudadano preocupado. Eso le gustó mucho. Si ellos supieran. Se imaginó un par de ladrones vestidos con ropas oscuras, sorprendidos de repente por las luces de un vehículo de la policía. Se los imaginó maldiciendo su mala suerte, agitando las esposas con gesto de frustración mientras los agentes disfrutaban de aquellos breves momentos de éxito y felicitaciones que acompañan a un buen arresto. Si tuvieran la menor idea de quién era el que les había dado el chivatazo… O los malos o los buenos. Se imaginó la expresión de sus caras.

Y entonces se rió a carcajadas del escándalo que constituía todo aquello.

Anne Hampton oyó la llave en la puerta y se puso en tensión contra las cuerdas. Desde donde se encontraba tumbada no alcanzaba a ver la puerta, pero oyó cómo chirrió al abrirse. Emitió un sonido amortiguado a través de la mordaza cuando la puerta se cerró y las pisadas se acercaron a ella. Levantó la cabeza para poder mirar a los ojos a Douglas Jeffers. Se había concentrado mucho a fin de suprimir el débil pánico cerval que sentía en su interior y reemplazarlo por una mirada tenaz, desafiante, exigente. Ambos se sostuvieron la mirada, y Jeffers pareció sorprenderse.

—Vaya —comentó—, por lo visto Boswell está enfadada.

Se agachó y le arrancó la cinta adhesiva de la boca. El ruido que hizo ésta al despegarse le dio a Anne Hampton la misma sensación que si le estuvieran rajando las mejillas. Permaneció inmóvil mientras él le aflojaba la mordaza.

—¿Mejor? —preguntó Jeffers.

—Mucho. Gracias. —Mantuvo un tono de voz sereno y ligeramente airado. Douglas Jeffers rió.

—Así que Boswell está enfadada.

—No —repuso ella—. Sólo incómoda.

—Eso era de esperar. ¿Tienes alguna herida?

Ella negó con la cabeza.

—Estoy un poco entumecida.

—Bueno, eso podemos arreglarlo.

Douglas Jeffers sacó una navaja. Anne Hampton advirtió que la hoja reflejaba la luz de la lamparilla de noche. Respiró hondo. «Boswell, Boswell —pensó—, te ha llamado Boswell, no tienes nada que temer. Al menos por el momento.» Jeffers apoyó la hoja de la navaja contra la mejilla de ella.

—¿Te das cuenta de lo difícil que es distinguir si un cuchillo está caliente o frío? Depende de la clase de miedo que experimente uno. El contacto puede parecer el de un hierro candente o el de un témpano de hielo, igual que la sensación que se tiene en el estómago y alrededor del corazón.

Anne Hampton no se movió. Continuó con la mirada fija frente a sí.

Al cabo de un momento Jeffers apartó la navaja.

Comenzó a cortar la cuerda, y las manos quedaron libres.

—No debería haberte pegado —dijo en tono despreocupado—, no fue culpa tuya. —Ella no contestó—. Digamos que fue un momento de debilidad. Un momento poco común.

La ayudó a incorporarse.

—Gracias.

—Eso es. Se te ve un poco inestable, pero no estás tan mal. Usa el baño para lavarte.

Ella dio unos cuantos pasos inseguros sirviéndose de la pared para conservar el equilibrio. Una vez dentro del baño, vio que la sangre se le había coagulado alrededor de los labios y de la nariz, pero que desaparecía con sólo frotarse con un poco de energía. En aquel momento sintió que regresaba todo su agotamiento, y tuvo que aferrarse a los bordes del lavabo para no desplomarse.

Cuando salió, vio que Douglas Jeffers le había abierto la cama. Dejó caer los vaqueros al suelo y se metió en ella, agradecida. Él desapareció en el cuarto de baño, y se oyó correr el agua del grifo y luego la descarga de la cisterna. A continuación salió y se metió de un salto en la otra cama. Apagó la luz, y Anne Hampton sintió que la oscuridad la inundaba igual que una ola en la playa.

Jeffers guardó silencio durante unos momentos, y después habló:

—Boswell, ¿no has pensado nunca lo frágil que es la vida? —Ella no respondió—. No es sólo el hecho de vivir lo que resulta tan delicado, sino la totalidad de…, no sé, del equilibrio de la vida. Piensa en la madre que vuelve la espalda un instante y en ese momento su hijo cruza la carretera. O en el padre que, por una vez, no se toma la molestia de abrocharse el cinturón de seguridad de camino al trabajo en el coche de la familia. Accidentes. Enfermedades. Mala suerte. La muerte pone fin a la vida de algunas personas, en efecto. Pero, peor todavía, descoloca. Desequilibra el hecho de vivir, lo desbarata. Altera sus centros. Piensa en todas las personas que has conocido y que te han amado. Imagina por un instante lo que significará para ellos tu muerte…

Anne Hampton cerró los ojos, y de pronto todas sus intenciones de ser valiente se desvanecieron y sintió deseos de llorar.

—Todas las personas…

—… O de lo que significaría para ti la muerte de ellos. Un gran vacío. Un pequeño espacio desierto dentro de ti. Hay recuerdos que perduran. Tal vez un álbum de fotos que guardamos en alguna parte. Una lápida. Quizás una visita una vez al año. Todos estamos vinculados de muchas maneras, dependemos unos de otros para conservar nuestro equilibrio psicológico. Padres e hijos. Madres e hijas. Hermanos. Todo está unido por un tenue hilo. Hay demasiadas conexiones. Todo es completa, delicadamente frágil, como la porcelana. —Calló unos instantes y repitió la palabra—. Frágil. Frágil. Frágil. Eso es lo que más odio de todo —dijo. Su voz, teñida de amargura, contenía un levísimo control—. Odio que uno no escoja quién ser. Odio que no tengamos dónde elegir. Lo odio, lo odio, lo odio, lo odio…

Aun a oscuras, Anne Hampton alcanzó a ver que Douglas Jeffers estaba tendido de espaldas, pero que tenía ambos puños cerrados y suspendidos en el aire, frente a sí.

Jeffers dejó escapar el aire con fuerza en mitad de la noche.

—Todo el mundo es una víctima —dijo—. Excepto yo.

A continuación lo oyó girarse hacia un costado y entregarse al sueño.

Al día siguiente viajaron hacia el norte, buscaron en New Haven la carretera 91 y se dirigieron hacia Massachussets pasando de largo Hartford. Anne Hampton se dijo que Jeffers parecía estar actuando nuevamente de forma controlada; consultaba el reloj, calculaba las distancias, se preocupaba del tiempo que tardaba. Aquello la tranquilizó, de modo que se relajó a la espera de que sucediera algo nuevo.

Llegaron al sur de Vermont poco después del mediodía y continuaron hacia el norte a ritmo tranquilo. Anne Hampton se preguntó, casi de forma desganada, si no estarían yendo hacia Canadá. Intentó recordar algún crimen que se hubiera cometido en aquel país, pensando: «¿Qué puede haber allá arriba que quiere enseñarme?» No logró recordar ningún crimen, pero estuvo segura de que allí también se mataba la gente. «Allí hace frío, todo está oscuro y helado, y los largos inviernos deben de provocar que surja un horror u otro.»

Pero antes de que le viniera a la cabeza ningún otro pensamiento, Douglas Jeffers dijo:

—Hay por aquí cerca un pueblo que deberías ver…

No continuó describiendo la población de Woodstock, y prefirió conducir varias horas en silencio. «Ya lo verá por sí misma», pensó. Repasó mentalmente los elementos del plan que seguía en pie. Quería buscar en su maletín la carta del banco de New Hampshire, pero sabía que no era necesario. «No te esperan hasta mañana —se dijo—. Será rápido y preciso, tal como debe ser.»

Cuando salieron de la autopista para dirigirse al pueblo, dijo:

—¿Te has fijado en que casi todos estos viejos estados de Nueva Inglaterra tienen un Woodstock? Vermont, New Hampshire, Massachussets. Probablemente hasta Rhode Island, si le hace un poco de sitio. Rhode Island. Ellos pronuncian «Rowdilan». O «NeHampsha». Por supuesto, el Woodstock que importa es el del estado de Nueva York, y el festival que tuvo lugar allí. ¿Te acuerdas de él?

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