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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (17 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Procuró consolarse y se puso a tararear en voz baja una canción infantil que recordaba de su infancia. Se acordó de que se la cantaba a su hermano pequeño y éste se quedaba dormido. Sintió que le acudían lágrimas a los ojos. «Pero está muerto —pensó—. Oh, Dios, se murió.»

Apoyó la cabeza en la almohada y esperó a que regresara su captor. Intentó dejar la mente en blanco, pero los pensamientos y los miedos no dejaban de inmiscuirse en ella. Se dio cuenta de que ya no podía calcular el tiempo que iba fluyendo a su alrededor, como si aquel hombre de algún modo hubiera eliminado su capacidad para medir los momentos que pasaban. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? ¿Una hora? ¿Cinco minutos? La rodeaba un silencio absoluto, una oscuridad agresiva y amenazadora. Aguzó el oído pero no percibió ningún sonido reconocible. Levantó las manos hacia los ojos y cerró éstos con fuerza, pensando que por lo menos podría replegarse hacia su propia oscuridad y tal vez encontrar allí algo sólido a que aferrarse. Otra vez intentó pensar en algo pequeño, rutinario y común, en algún objeto reconocible que hablara de su existencia, algún recuerdo que le trajera a la memoria su pasado y le proporcionara algo concreto sobre lo que luchar por su futuro. Pensó en sus padres en casa, allá en Colorado, pero le parecieron espectros. Se obligó a concentrarse en el rostro de su madre; en su imaginación reconstruyó sus facciones igual que quien pinta un retrato. Fijó en su cerebro los ojos, la boca, la sonrisa que debería resultarle tan familiar. Y entonces se preguntó si aquel recuerdo no sería más que un sueño, y abrió lentamente los ojos.

Tuvo un sobresalto y dejó escapar una exclamación sofocada.

El hombre estaba de pie frente a ella.

—No lo he oído entrar —le dijo.

Advirtió que él tenía el semblante tenso. Se limitó a mirarla durante unos instantes sin pestañear.

—Bienvenida de nuevo a la realidad —dijo. Y a continuación la abofeteó con rabia—. Te lo crees, ¿verdad?

—Sí, sí…, por favor… —suplicó ella.

La abofeteó otra vez. Anne Hampton sintió que el cuerpo se le nublaba de dolor.

—¿Quieres vivir?

Otra bofetada. Ella asintió enérgicamente:

—Sí, sí, sí…

—No te creo —replicó él.

La abofeteó por cuarta vez.

—Sí, sí —suplicó ella.

Un quinto golpe le cruzó la cara.

Y después un sexto, un séptimo, un octavo, en rápida sucesión, hasta que le empezaron a llover golpes de seguido, con ambas manos, como si aquel hombre estuviera avivando el fuego de la histeria de Anne Hampton. Ella intentó sollozar «por favor» en los segundos de intervalo entre una bofetada y otra, pero finalmente, se rindió ante aquellos golpes que le venían de la oscuridad y levantó las manos atadas a modo de súplica, dejando que las lágrimas hablaran por ella. Él tan sólo se detuvo cuando se quedó sin resuello debido al esfuerzo.

Se sentó en el borde de la cama mientras ella lloraba en silencio. Al cabo de unos segundos habló con una voz que sonó distante, como si procediera de algún punto lejano, más allá del dolor y las lágrimas.

—Me decepcionas —dijo, y de pronto le bajó nuevamente los pantalones—. ¿Me estás escuchando?

—Sí, sí —contestó ella abriendo los ojos y mirándolo. Vio que tenía la pistola en la mano.

—Estás resultando un problema —dijo él con tono áspero—. Tenía esperanzas en ti, pero veo que no quieres aprender. Así que voy a joderte y matarte, que es lo que debería haber hecho al principio.

Aquellas palabras se abrieron paso entre el intenso dolor, arrancando a Anne de su aislamiento.

—Por favor, no, no, no… Haré lo que sea, deme una oportunidad, dígame qué es lo que quiere, lo que necesita, haré cualquier cosa, por favor, por favor, lo que quiera, lo que sea, por favor, no, no, no, por favor, deme otra oportunidad, seré buena, haré lo que sea, cualquier cosa, dígamelo, por favor, no me di cuenta, por favor, lo que sea, lo que sea…

Él se puso de pie y le apuntó con la pistola.

—¿Lo que sea?

—Oh, Dios, por favor, por favor… —sollozó ella. Quiso pensar en algo distinto, pasar sus últimos momentos de alguna otra forma, pero lo único que veía era el terrorífico cañón del arma. Gimió mientras transcurrían los segundos.

—¿Lo que sea? —preguntó otra vez él.

—Oh, sí, sí, sí, por favor, lo que sea…

—Muy bien —contestó—. Ya veremos. —Se marchó y regresó al cabo de unos segundos. Traía el aturdidor eléctrico. Se lo puso en la mano—. Hazte daño con esto —le ordenó, señalando su entrepierna—. Ahí.

De repente, a Anne le pareció que todos los dolores que había soportado hasta el momento eran insignificantes. El terror inundó su mente, sintió que la asfixiaba como si, finalmente, las cosas que le había hecho aquel hombre le cayeran encima todas juntas. Pero en medio de aquella confusión de sufrimientos tuvo un pensamiento claro: no debía titubear, por nada del mundo.

Entonces se apretó el aturdidor contra el cuerpo y en esa misma fracción de segundo intentó hacerse fuerte contra el dolor que sabía que iba a administrarse.

Pero no sintió nada.

Lo miró, perpleja.

—Está desconectado —dijo él. Le quitó el aturdidor de la mano y, entre risas, añadió—: Un indulto. Del zar.

Anne se echó a llorar de nuevo.

—¿Entonces…?

—Hay esperanza para ti —declaró él, y al cabo de un segundo, agregó—: Lo digo en sentido literal.

Acto seguido desapareció en las sombras y la dejó llorar a sus anchas.

El primer pensamiento que tuvo Anne Hampton cuando se le agotaron las lágrimas fue que algo había cambiado. No sabía con seguridad de qué se trataba, pero se sentía igual que un escalador que cae por una grieta pero se ve frenado de pronto por una cuerda de seguridad. Tenía la nítida sensación de estar girando como un yoyó en el extremo de un hilo, consciente de que corría peligro pero a salvo por el momento. Se permitió por primera vez pensar que tal vez obedeciendo tuviera una posibilidad de salir viva. Intentó imaginarse a sí misma, pero no pudo. Recordó haber tenido sueños y aspiraciones en otro tiempo, pero ya no se acordaba de lo que eran. Se permitió pensar que quizá pudiera recordarlos algún día, y en ese mismo pensamiento decidió hacer lo que fuera preciso para seguir con vida. Miró hacia arriba y vio al hombre, que le observaba fijamente el rostro y afirmaba con la cabeza como si quisiera certificar que ella le resultaba adecuada.

—No vamos a necesitar esto de momento, ¿verdad? —Desató las cuerdas que la sujetaban a la cama—. Quítate la ropa —ordenó. Ella obedeció. No sintió nada cuando él le recorrió el cuerpo con la mirada—. ¿Por qué no te das una ducha? Te sentirás mejor —le propuso.

Ella asintió y se encaminó con paso vacilante hacia el cuarto de baño. Cuando llegó a la puerta, se volvió para mirar al hombre, pero éste se hallaba sentado, absorto en la lectura de un mapa bajo la luz tenue.

Cayó sobre ella el agua caliente, y Anne Hampton no pensó en nada excepto en la sensación del jabón y el calor. No se había dado cuenta del frío que tenía. Por primera vez su mente parecía renovada, vacía y serena. Miró la ventana abierta, pero sólo vio la luminosidad gris del amanecer que iba cortando lentamente la oscuridad.

Experimentó una extraña tristeza al cerrar el grifo del agua, como si se hubiera desprendido de algo viejo y familiar. Se secó deprisa envolviéndose una toalla en la cabeza como un turbante y otra alrededor de la cintura. Procuró darse prisa, pero sintió un mareo y tuvo que agarrarse al marco de la puerta para conservar el equilibrio. Vio que el hombre alzaba la vista.

—Ve con cuidado —le dijo—. No te resbales. Tardarás un poco en recuperar las fuerzas.

Ella se sentó en la cama.

—Ya casi es de día —dijo—. ¿Desde cuándo estoy aquí?

—Desde siempre —respondió el hombre. Se puso de pie y se acercó a ella—. Tómate esto —le dijo tendiéndole una pastilla y un vaso de agua.

Ella hizo ademán de preguntar qué era, pero se contuvo y se tragó la pastilla de inmediato. Él sabía lo que estaba pensando.

—No es más que un analgésico. Codeína, para ser más precisos. Te ayudará a dormir.

—Gracias —contestó ella. Dirigió la mirada al mapa—. ¿Cuándo nos vamos?

Él sonrió.

—Esta noche. Es importante que yo también descanse un poco.

—Por supuesto —dijo ella, y se tendió en la cama.

El hurgó por unos instantes en el petate que contenía sus armas y extrajo unas esposas.

—Esto te resultará más cómodo que las cuerdas —dijo—. Siéntate.

Anne obedeció. Él le puso una esposa en una muñeca, la otra en la suya y ordenó:

—Túmbate.

Anne Hampton apoyó la cabeza, y él se tendió a su lado.

—Felices sueños —le dijo con naturalidad.

Y, como si fueran dos amantes extenuados, ambos se quedaron dormidos.

Anne Hampton despertó al oír el ruido de la ducha. Enseguida se dio cuenta de que nuevamente estaba esposada a la cama. Se hizo un ovillo lo mejor que pudo, adoptó la postura fetal y aguardó. La toalla que se había envuelto alrededor del cuerpo había desaparecido, y ahora estaba desnuda. Por un momento se preguntó si su captor la violaría cuando saliera del baño, pero aquella idea se desvaneció rápidamente, reemplazada por una lúgubre aceptación.

Oyó que la ducha se cerraba y momentos después apareció el hombre secándose. Estaba desnudo.

—Lo siento —dijo—. He tenido que coger tu toalla. Este lugar es barato, son muy tacaños con las toallas. No —añadió tras una pausa—. Es hora de irnos.

Anne Hampton asintió.

—Bueno.

—Bien —respondió él.

Lo observó ponerse la ropa interior, unos vaqueros y una sudadera. Se fijó distraídamente que se encontraba en una forma excelente. Después se peinó deprisa y se sentó en el borde de la cama para ponerse unos calcetines y unas zapatillas.

Mientras él recogía sus cosas, ella permaneció a la espera de una orden. Vio que guardaba el aturdidor y la pistola en una bolsa pequeña; a continuación sacó una maleta de debajo de la cama, y Anne Hampton alcanzó a ver brevemente la chaqueta de lino, doblada y guardada.

—Vuelvo enseguida —anunció él. Anne lo observó mientras salía por la puerta. Era de noche. Regresó al cabo de un momento, trayendo un petate de tamaño mediano y de color rojo que tenía varios compartimientos con cremallera—. Perdona —dijo a toda prisa—, es que he tenido que pensar el tamaño y el color. Pero normalmente se me dan bien estas cosas.

Le quitó las esposas y retrocedió unos pasos para mirarla bien.

El petate estaba lleno de ropa. Había pantalones militares, vaqueros, un pantalón corto, una cazadora, un jersey y una sudadera. También dos blusas de seda, una de ellas con un estampado de flores, y una falda a juego. En un compartimiento había una maraña de ropa interior, y en otro, medias y calcetines.

—Ponte los vaqueros —le dijo—. O los otros pantalones, si quieres. —Se volvió y le entregó dos cajas de zapatos. Anne Hampton no había visto dónde las tenía. Contenían unas sandalias de vestir y unas zapatillas—. Ponte las sandalias —ordenó. Luego la contempló mientras se vestía—. Estás muy guapa —agregó cuando ella hubo acabado.

—Gracias —contestó Anne Hampton. Le daba la sensación de que era otra persona la que hablaba. Por un instante de perplejidad se preguntó quién podría haberse unido a ellos, hasta que cayó en la cuenta de que era ella misma.

El hombre le entregó una bolsa de papel que llevaba impreso el nombre de una farmacia. Ella la abrió y descubrió un cepillo de dientes, dentífrico, maquillaje, unas gafas de sol y una caja de Tampax. Cogió la caja azul y la miró con extrañeza; un miedo inquietante, provocado por aquella caja, comenzó a invadirla lentamente.

—Pero si en este momento no tengo…

—Podrías tenerla antes de que terminemos —la interrumpió su captor.

A Anne le entraron ganas de llorar, pero se mordió el labio inferior.

—Arréglate y nos vamos —agregó él.

Anne entró en el baño con cautela y empezó a usar aquellos artículos de higiene. Primero se lavó los dientes. Después se maquilló un poco para intentar disimular los morados. Él permaneció en la puerta, observándola.

—Desaparecerán dentro de uno o dos días.

Ella no dijo nada.

—¿Lista? —Sí.

—Antes usa el retrete. Vamos a pasar bastante rato en la carretera.

A Anne Hampton le gustaría saber qué había sido de su pudor. Una vez más tuvo la sensación de que era otra persona la que estaba sentada en la taza del váter mientras aquel hombre la observaba, y no ella. Una niña, quizá.

—Llévate la bolsa —ordenó él.

Ella metió el cepillo de dientes y los demás artículos en uno de los compartimientos y a continuación levantó la bolsa. Tenía una correa para llevarla al hombro, y se la echó sobre el brazo.

—Puedo llevar algo más —ofreció.

—Toma —dijo él—. Pero ten cuidado. —Le entregó una manoseada bolsa de fotógrafo y le sostuvo la puerta abierta para que pasara.

Anne salió a la noche y se sintió engullida por el cálido aire de Florida, que pareció filtrarse en sus músculos y sus huesos. Se sintió mareada y titubeó. Él le puso una mano en el hombro y la guió hacia un Chevrolet Camaro azul oscuro aparcado enfrente del pequeño
bungalow
. Ella levantó la vista un momento y vio el cielo lleno de estrellas; descubrió la Osa Mayor y la Osa Menor, y también Orión. De pronto experimentó una sensación de calor, como si se encontrara en el centro de todas las luces del cielo y su propio brillo se confundiera con el de ellas. Reparó en una estrella en particular, una entre aquella masa incontable, suspendida en el oscuro vacío del espacio, y pensó para sus adentros que ella era aquella estrella y que aquella estrella era ella: sola, desconectada, flotando en la noche.

—Vamos —dijo el hombre. Había ido hasta un costado del coche y le sostenía la portezuela abierta.

Ella se acercó.

—Hace una noche preciosa —dijo.

—Hace una noche preciosa, Doug —la corrigió él. Al ver que ella lo miraba con expresión interrogante, le ordenó—. Dilo.

—Hace una noche preciosa, Doug.

—Bien. Llámame Doug.

—De acuerdo.

—Así es como me llamo. Douglas Jeffers.

—De acuerdo. De acuerdo, Doug. Douglas. Douglas.

Él sonrió.

—Eso me gusta. De hecho, prefiero Douglas a Doug, pero puedes llamarme como te resulte más cómodo.

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