Read Retrato del artista cachorro Online

Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (4 page)

—Anoche sopló mucho viento —y se sentó en un sillón junto al hogar, a hacer bolas de turba para el fuego. Más tarde me llevó a caminar por la aldea de Johnstown y los prados que dan al camino de Llanstephan.

Un hombre que llevaba un galgo dijo:

—Linda mañana, Mr. Thomas —y cuando se hubo alejado, flaco como un perro, metiéndose en el verde bosque cuya entrada vedaban los letreros, abuelo dijo:

—Bueno, bueno, ¿oíste cómo te llamó?
¡Míster!

Pasamos junto a pequeñas cabañas, y todos los hombres que se inclinaban sobre las verjas felicitaron al abuelo por la hermosa mañana. Atravesamos el bosque lleno de palomas, y sus alas quebraron las ramitas al volar hacia las copas de los árboles. Entre las voces dulces y satisfechas y el vuelo ruidoso y tímido, abuelo dijo como un hombre que quiere hacerse oír a través de un campo:

—¡Si oyeras esos pajarracos de noche, me despertarías para decirme que había caballos en los árboles!

Regresamos caminando lentamente, porque se había cansado, y el hombre flaco salió del bosque prohibido llevando sobre su brazo un conejo, tan dulcemente como si fuera la mano de una niña.

En el penúltimo día de mi visita me llevó a Llanstephan, en un coche de gobernanta tirado por un
poney
bajito y enclenque. Abuelo parecía conducir un bisonte: con tanta firmeza sostenía las riendas, con tal ferocidad hacía restallar el látigo, con tantas blasfemias advertía a los muchachos que jugaban en el camino, con tanta solidez se afirmaba en sus piernas con polainas maldiciendo la endemoniada fuerza y la terquedad de su vacilante
poney
.

—¡Cuidado, muchacho! —gritaba al llegar a cada esquina, y tiraba y tiraba, y se sacudía, y transpiraba, y esgrimía el látigo como si fuera un sable. Y cuando el
poney
, a duras penas, había doblado la esquina se volvía hacia mí con una sonrisa de triunfo.

—¡Ya pasamos ésa, muchacho!

Cuando llegamos a la aldea de Llanstephan, en lo alto de la colina, dejó el carricoche junto a la Hostería de Edwinsford, palmeó el hocico del
poney
y le dio azúcar, diciéndole:

—Eres demasiado débil,
Jim
, para mover hombres como nosotros.

Bebió cerveza fuerte, y yo limonada, y pagó a Mrs. Edwinsford con un soberano que extrajo de la bolsita tintineante; la mujer le preguntó por su salud, y él dijo que Llangadock era mejor para las venas. Fuimos a visitar el camposanto y el mar, nos sentamos en el bosque y nos detuvimos en el quiosco, en medio de los árboles, donde los excursionistas cantaban en las noches de verano y, año tras año, el tonto de la aldea era elegido alcalde. Abuelo se detuvo en el camposanto y me mostró, por encima de la verja, las cabezas angélicas y las pobres cruces de madera.

—No tiene sentido estar tirado ahí —dijo.

El viaje de regreso fue frenético: Jim volvía a ser un bisonte.

La última mañana me desperté tarde, tras sueños en los que el mar de Llanstephan contenía brillantes veleros, largos como transatlánticos; y coros celestiales, vestidos con túnicas de bardos y chalecos con botones de cobre, cantaban, en extraño galés, para los marineros que partían. Abuelo no estaba desayunándose; se había levantado más temprano. Caminé por el campo con mi honda nueva y les tiré a las gaviotas y a las cornejas de los árboles de la vicaría. Un viento tibio soplaba desde el cuadrante de verano; la niebla mañanera se alzaba del suelo y flotaba entre los árboles escondiendo los pájaros ruidosos; en la niebla y el viento mis piedras volaban como granizo en un mundo al revés. La mañana transcurrió sin que cayera un solo pájaro.

Rompí la honda y regresé para el almuerzo atravesando el huerto del párroco. Una vez —me había contado abuelo— el párroco había comprado tres patos en la feria de Carmarthen y había construido para ellos una pileta en medio del jardín; pero los patos se escapaban hacia la acequia por debajo de la desmoronada escalinata de la casa, y allí nadaban y graznaban. Cuando llegué al final del huerto, miré por un agujero del cerco y vi que el párroco había hecho un túnel a través de la pila de piedras que había entre la acequia y la pileta y había colocado un cartel con un letrero: «A LA PILETA».

Los patos seguían nadando bajo los escalones.

Abuelo no estaba en la casa. Salí al jardín, pero tampoco andaba contemplando los frutales. Pregunté a gritos a un hombre que se inclinaba sobre una pala, en el prado, del otro lado del cerco del jardín.

—¿No ha visto a mi abuelo esta mañana?

Sin dejar de cavar, contestó por encima del hombro:

—Lo vi con chaleco de fantasía.

Griff, el barbero, vivía en el
cottage
vecino. A través de su puerta abierta, pregunté:

—Mr. Griff, ¿no ha visto a mi abuelo?

El barbero salió en mangas de camisa.

—Se puso su mejor chaleco —le informé. No sabía si eso era importante; pero abuelo sólo usaba chaleco de noche.

—¿Tu abuelo estuvo en Llanstephan? —preguntó ansiosamente Mr. Griff.

—Fuimos ayer, en el carricoche —le dije.

El hombre entró corriendo y lo oí hablar en galés; luego volvió a salir con la chaqueta puesta y un bastón con rayas de color. A grandes zancadas echó por la calle de la aldea, y yo corrí a su lado.

Cuando nos detuvimos frente a la tienda del sastre, gritó:

—¡Dan! —y Dan Tailor se asomó por la ventana, junto a la cual se sentaba como un sacerdote hindú con sombrero hongo—. Dai Thomas ha salido con el chaleco puesto —dijo Mr. Griff— y ha estado en Llanstephan.

Mientras Dan Tailor buscaba su gabán, míster Griff prosiguió su camino.

—¡Will Evans! —llamó frente a la carpintería—. Dai Thomas ha estado en Llanstephan, y anda con el chaleco puesto.

—Iré a contárselo a Morgan —dijo la mujer del carpintero desde la oscuridad vibrante de la carpintería.

Visitamos la carnicería y la casa de Mr. Price, y Mr. Griff repitió su mensaje como un pregonero.

Finalmente nos reunimos todos en la plaza de Johns-town. Dan Tailor con su bicicleta, Mr. Price con su carricoche, Mr. Griff, el carnicero; Morgan Carpenter y yo trepamos al temblequeante carruaje y salimos al trote en dirección a Carmarthen. El sastre abría la marcha, haciendo sonar su timbre como si se tratara de un incendio o un robo; al final de la calle, una anciana se metió corriendo en su casa, como una gallina apedreada. Otra mujer nos saludó con un pañuelo chillón.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

Los vecinos de abuelo eran solemnes como esos viejos con levitones y sombreros negros que se ven en las ferias.

Mr. Griff sacudió la cabeza y se lamentó:

—No esperaba esto otra vez de Dai Thomas.

—Sobre todo después de la última vez —dijo tristemente Mr. Price.

Seguimos al trote, trepamos la colina de la Constitución, entramos chirriando por Lammas Street, y el sastre seguía haciendo sonar el timbre de su bicicleta, mientras un perro corría aullando, delante de sus ruedas. Cuando entramos —clop, clop— en la calle adoquinada que conducía al puente del Towy, recordé los ruidosos viajes nocturnos del abuelo, aquellos viajes que sacudían la cama y estremecían las paredes, y en una visión recordé su chaleco rojo y su cabeza como remendada sonriendo a la luz de la vela. Delante de nosotros el sastre se volvió sobre el sillín, y la bicicleta trastabilló, patinando.

—¡Allá lo veo! —gritó.

El carricoche se zarandeó sobre el puente, y alcancé a ver al abuelo: los botones del chaleco brillaban al sol; tenía puestos los ajustados pantalones negros de los domingos y un sombrero alto y polvoriento que yo había visto en un arcón del desván, y llevaba una venerable maleta.

—¡Buenos días, Mr. Price! —saludó—. Y míster Griff, y Mr. Morgan, y Mr. Evans —y dirigiéndose a mí—: Buenos días, muchacho.

Mr. Griff le apuntó con su bastón de colores.

—¿Qué se cree usted que está haciendo en el puente de Carmarthen, en pleno mediodía —preguntó gravemente—, con su mejor chaleco y ese sombrero viejo?

Abuelo no contestó, pero inclinó su rostro hacia el viento del río, de modo que sus barbas empezaron a bailar y a moverse como si hablara, y se puso a observar los boteros que se movían como tortugas en la costa.

Mr. Griff alzó su mutilado poste de barbero.

—¿Y adonde cree que va —dijo— con su vieja maleta negra?

Abuelo dijo:

—Voy a Llangadock a que me entierren. —Y miró los botes que se deslizaban en el agua, y escuchó a las gaviotas que se quejaban sobre el río lleno de peces tan amargamente como se quejaba Mr. Price:

—¡Pero todavía no ha muerto, Dai Thomas!

Abuelo reflexionó durante un momento:

—No tiene sentido estar muerto en Llanstephan —dijo después—. El suelo es más cómodo en Llangadock; uno puede estirar las piernas sin meterlas en el mar.

Los vecinos se acercaron más a él.

—Usted no ha muerto, Mr. Thomas —dijeron.

—¿Cómo van a enterrarlo, entonces?

—Nadie piensa enterrarlo en Llanstephan.

—¡Vamos a casa, Mr. Thomas!

—Hay cerveza fuerte esta tarde.

—¡Y tortas!

Pero abuelo permanecía firme en el puente, aferrando la maleta contra su costado, mirando fijamente el río y el cielo como un profeta que no tiene dudas.

Patricia, Edith y Arnold

El chiquillo, en su máquina invisible, el Expreso de Cwmdonkin, con las ruedas deslumbrantes chirriando por el jardincillo trasero sembrado de mendrugos para los pájaros y blanco aún con la nieve de la víspera, cuyo vapor se elevaba, tenue y pálido, como aliento en el frío de la tarde, pasó haciendo sonar el silbato bajo la cuerda de la ropa, volcó el plato del perro junto a la parada del lavadero y resopló, aminorando la marcha, mientras la muchacha bajaba el palo y descolgaba la ropa mostrando las manchas oscuras debajo de sus brazos. Le gritó, por encima de la pared:

—¡Edith! ¡Edith! Ven, quiero hablarte.

Edith trepó sobre dos bateas, al otro lado de la pared, y contestó:

—Aquí estoy, Patricia —asomando la cabeza por encima de los vidrios rotos.

El chico hizo retroceder al Galés Volante desde el lavadero hasta la puerta abierta de la carbonera, y tiró con fuerza del freno, que era un martillo que tenía en el bolsillo. Los asistentes uniformados corrieron a cargar combustible; conversó con un fogonero que se cuadró delante de él, y la máquina prosiguió su viaje, bufando alrededor de la Muralla China erizada de alambre de púas para que no entraran los gatos, a lo largo de los ríos helados del desagüe y dentro del túnel de la carbonera. Pero durante todo el tiempo escuchaba cuidadosamente, en medio de los chirridos y los silbatos, a Patricia y a la sirvienta de al lado, que trabajaba para Mrs. Lewis, conversando en lugar de trabajar, llamando mistress T. a su madre y hablando con rudeza de mistress L.

Oyó que Patricia decía:

—Mrs. T. no vuelve hasta las seis.

—La vieja L. fue a Neath a ver a Mr. Robert —contestó Edith desde la puerta de al lado.

—Mr. Robert anduvo de jarana otra vez —susurró Patricia.

—¡Jarana, parra, barra! —canturreó el chico saliendo de la carbonera.

—Si te ensucias la cara, te mato —le dijo distraídamente Patricia.

Pero no intentó impedir que trepara a la pila de carbón. El chico se detuvo en lo alto, el Rey del Castillo de Carbón, tocando el techo con la cabeza, y escuchó las voces preocupadas de las muchachas. Patricia casi lloraba, Edith sollozaba tambaleándose sobre las inestables bateas.

—Estoy parado encima del carbón —gritó, y esperó que se manifestara la ira de Patricia.

—No quiero ir a verlo —decía ésta—. Ve tú sola.

—Pero debemos ir juntas —contestó Edith—. Tengo que saberlo.

—Yo no lo quiero saber.

—No puedo soportarlo, Patricia; tienes que venir conmigo.

—Ve tú sola; te está esperando.

—¡Por favor, Patricia!

—Estoy echado de boca sobre el carbón —dijo el chico.

—No, hoy te toca a ti. No lo quiero saber. Sólo quiero pensar que me quiere.

—¡Oh, por favor, Patricia; hay que ser sensata! ¿Vienes o no? Tengo que oír lo que dice.

—Bueno; está bien. Dentro de media hora. Te llamaré por la pared.

—Es mejor que te apresures —dijo el chico—. Estoy sucio como el diablo.

Patricia corrió a la carbonera.

—¡Qué modo de hablar! ¡Sal de ahí en seguida! —gritó.

Las bateas comenzaron a moverse, y Edith desapareció.

—¡No vuelvas a usar ese lenguaje! ¡Oh, el traje! —Patricia lo llevó adentro, y le hizo cambiar la ropa delante de ella.

—De otro modo, no sé qué va a pasar.

El chico se quitó los pantalones y se puso a bailar alrededor de ella, gritando:

—¡Mírame, Patricia!

—No seas indecente, o no te llevo al parque.

—¿Entonces voy al parque?

—Sí, vamos al parque; tú, yo y Edith, la chica de al lado.

Se vistió cuidadosamente, para no enojarla, se escupió en las manos antes de peinarse. La muchacha pareció no notar su silencio y su prolijidad. Tenía las grandes manos entrelazadas y miraba fijamente el broche blanco de su pecho. Era una muchacha alta y sólida, con manos como pies y hombros anchos como los de un hombre.

—¿Estoy presentable? —preguntó el chico.

—¡Qué palabra más larga! —dijo ella, y lo miró con cariño. Luego lo alzó y lo sentó sobre la cómoda—. Ahora estás tan alto como yo.

—Pero no soy tan viejo.

El chico sabía que esa tarde podía suceder cualquier cosa; podía nevar lo suficiente como para deslizarse sobre una bandeja; podían llegar tíos de América —aunque él no tenía tíos—, con revólveres y perros de San Bernardo; podía incendiarse el negocio de Ferguson y desparramarse por la calle todos sus envoltorios. Por eso no se sorprendió cuando la muchacha apoyó su pesada cabeza de largos cabellos negros lacios sobre su hombro, y susurró en su cuello:

—Arnold; Arnold Matthews.

—Bueno, bueno —dijo el chico, y frotó la raya de sus cabellos con un dedo, se guiñó a sí mismo en el espejo, detrás de ella, y espió por la espalda de su vestido.

—¿Estás llorando?

—No.

—Sí que lloras. Me estás mojando.

La muchacha se secó los ojos con la manga.

—No vayas a contar que estuve llorando.

—Se lo voy a contar a todos. Se lo contaré a Mrs. T. y a Mrs. L. Se lo contaré al policía y a Edith, y a mi papá y a Mr. Chapman —Patricia lloró sobre mi hombro como una cabra, estuvo llorando dos horas, lloró como para llenar una olla—. No; en serio: no diré nada.

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