Retrato del artista cachorro
es la única colección de relatos que Dylan Thomas reunió como tal a lo largo de su vida. Basados en sus experiencias biográficas —aunque más que intentar arrojar luz sobre su vida, la transfigura y la convierte en material literario—, estos diez cuentos son posiblemente la cima de la narrativa de Thomas, el «Rimbaud de Cwmdonkin Drive», el hacedor de palabras y de emociones que supo extraer de sus raíces galesas la savia de la universalidad.
Dylan Thomas
Retrato del artista cachorro
ePUB v1.0
Trips12316.09.12
Título original:
Portrait of the artist as a young dog
Dylan Thomas, 1940.
Traducción: Juan Ángel Cotta
Editor original: Trips123 (v1.0 a v1.x)
Corrección de erratas: Trips123
ePub base v2.0
El carromato de color verde pasto, con las palabras «J. Jones, Gorsehill» pintadas temblorosamente sobre la madera, se detuvo en el pasaje empedrado, entre La Pata de Liebre y La Gota Pura. Eran las últimas horas de una tarde de abril. Tío Jim, con su negro traje de mercado, dura camisa blanca sin cuello y gorra a cuadros, bajó crujiendo del pescante.
De la pila de paja que se amontonaba en un rincón del carromato sacó a tirones una tosca canasta de mimbre y se la echó al hombro. Oí un chillido que salía de la canasta y vi asomar la punta rizada de una cola rosada, al tiempo que Tío Jim abría la puerta de La Gota Pura.
—Vuelvo en dos minutos —me dijo.
El bar estaba lleno; cerca de la puerta se hallaban sentadas dos mujeres obesas con vestidos chillones; una de ellas tenía un chiquillo moreno sobre las rodillas; al ver a Tío Jim se corrieron hacia un extremo del banco.
—Vuelvo en seguida —insistió él ferozmente, como si yo lo hubiera contradicho—. Tú te quedas ahí, quieto.
La mujer que estaba sin niño alzó las manos.
—¡Oh, Mr. Jones! —dijo con voz alta y risueña. Y se sacudió como una gelatina.
Después la puerta se cerró y las voces se apagaron.
Me quedé solo, sentado sobre la vara del carro, en el estrecho pasaje, mirando La Pata de Liebre a través de una de sus ventanas. Una cortina mugrienta la cerraba a medias. Alcancé a ver un cuarto privado, lleno de humo, donde cuatro hombres jugaban a las cartas. Uno era enorme y moreno, con bigotes como manubrios y un rizo sobre la frente; sentado a su lado había un viejo delgado, calvo y pálido, de mejillas chupadas; los rostros de los otros dos se perdían en la sombra. Los cuatro bebían en grandes tazones terrosos. No hablaban. Hacían chasquear las cartas al echarlas sobre la mesa, raspaban sus cajas de cerillas, chupaban sus pipas, bebían a grandes tragos con el rostro muy serio y, de vez en cuando, hacían sonar la campanilla de bronce y, haciendo señas con los dedos, pedían más cerveza a una mujer de aspecto agrio con blusa floreada y gorra de hombre.
Oscureció con demasiada rapidez; las paredes se acercaron, se agazaparon los techos. A mí, que espiaba tímidamente en aquel oscuro pasaje de un pueblo extraño, el hombre moreno me pareció de pronto un gigante enjaulado rodeado de nubes, y el viejecito calvo se marchitó convirtiéndose en una corcova negra con la cúspide blanca. Desde Union Street podía saltar sobre mí en cualquier momento un hombre sigiloso esgrimiendo un cuchillo de doble filo.
—Tío Jim, Tío Jim —susurré, tan suavemente que no podía escucharme.
Comencé a silbar suavemente, pero cuando dejé de hacerlo pareció que el silbido continuaba detrás de mí. Bajé de la vara y me acerqué unos pasos a la ventana medio cerrada; una mano subió arañando por el vidrio, buscando la borla de la cortina. No obstante la corta distancia que separaba de los jugadores el sitio en que yo estaba sobre las piedras, no pude advertir de qué lado del vidrio se movía la mano que tiraba de la borla.
Quedé aislado en la noche por un cuadrado mugriento. Una historia que yo había inventado en la cálida y segura isla de mi cama, mientras el adormilado Swansea de medianoche fluía afuera de la casa, volvió hacia mí repicando sobre las piedras. Recordé el demonio de la historia, con sus alas y los garfios con que se aferraba a mis cabellos como un murciélago, mientras yo batallaba por todo Gales en busca de una princesa alta, prudente y dorada del convento de Swansea. Traté de recordar su verdadero nombre, sus piernas púdicas, largas, cubiertas de medias negras, su risita, sus rulos de papel; pero las alas ganchudas se lanzaron hacia mí revoloteando, el color de su cabello y de sus ojos se desvaneció como el color verde pasto del carro, que era ahora una montaña oscura, gris, alzándose entre las paredes del pasaje.
Durante todo ese tiempo la vieja yegua, ancha, paciente, anónima, permanecía sin moverse, sin piafar una sola vez sobre las piedras, ni sacudir las riendas. Pensé en su bondad, y ya me erguía de puntillas para acariciar sus orejas cuando la puerta de La Gota Pura se abrió de golpe y la cálida luz del bar me deslumbró, haciendo cenizas mi cuento. Ya no me sentía asustado; sólo enojado y hambriento. Las dos mujeres obesas, junto a la puerta, dijeron entre risas, en medio del ruido y los olores reconfortantes:
—Buenas noches, Mr. Jones.
El chico dormía enroscado debajo del banco. Tío Jim besó a las dos mujeres en los labios.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Después el pasaje volvió a quedar oscuro.
Tío Jim hizo recular la yegua hacia Union Street, sobre su flanco, maldiciendo su pachorra y palmeándole el belfo; los dos trepamos al carromato.
—Hay demasiados gitanos borrachos —comentó mientras rodábamos rechinando entre las vacilantes luces del pueblo.
Durante todo el camino a Gorsehill cantó himnos con su afectada voz de bajo, marcando el compás con el látigo. No necesitaba tocar las riendas. Una vez en el camino, entre los setos que estiraban sus ramas tratando de enganchar a la yegua de la brida y pincharnos las gorras, detuvo al animal con un ¡Eeeh!, para encender la pipa. La oscuridad se incendió alrededor, mostrándome su rostro de zorro largo, rojizo, ebrio, con las patillas erizadas y la nariz húmeda y sensitiva. Una casa blanca, con luz en la ventana de un dormitorio, brillaba en el campo sobre una breve colina, al otro lado del camino.
—Quieta, quieta, nena—susurró Tío a la yegua, aunque ésta no se movía; y agregó de pronto, dirigiéndose a mí sobre su hombro, con voz fuerte—: Allá vivió un verdugo.
Dio un puntapié a la vara y seguimos rechinando en medio del viento cortante. Tío se estremeció y se encasquetó la gorra para cubrirse las orejas. La yegua parecía que trotaba torpemente, y todos los demonios de mis cuentos, corriendo a su lado, rodeándola, burlándose de ella, no eran capaces de hacerle sacudir la cabeza o correr.
—Ojalá hubiera colgado a Mrs. Jesús —dijo Tío.
Entre himno e himno, maldijo en galés a la yegua. La casa blanca quedó atrás y fueron tragadas luz y colina.
—Nadie vive ahí ahora —agregó.
Entramos en el patio de la granja de Gorsehill; resonaron los adoquines y los establos negros y vacíos recogieron el sonido ahuecándolo, de modo tal que hicimos alto en un vacío círculo de oscuridad; y la yegua fue entonces un animal hueco, y me pareció que nadie vivía en la casa hueca, al final del patio, salvo dos palos con rostros tallados como nabos.
—Corre a ver a Annie —dijo Tío—. Debe de haber caldo caliente y patatas.
Condujo la yegua hueca hacia el establo; clop, clop, clop, a la ratonera. Mientras corría hacia la puerta de la granja oí rechinar los candados.
El frente de la casa era el costado de una concha oscura y la puerta de arco un oído que escuchaba. Empujé la puerta y salí del viento, entrando en el pasillo. Era como si después de haber estado caminando por la noche hueca y al viento, atravesara una alta concha vertical, hacia la costa de un mar interior. Al final del pasillo se abrió una puerta; vi los platos en los anaqueles, la lámpara encendida sobre la mesa larga cubierta de hule: «Prepárate a reunirte con tu Dios» bordado sobre la chimenea, los sonrientes perros de porcelana, el castaño ennegrecido, el reloj vertical, y entré corriendo en la cocina y me eché en los brazos de Annie.
Y entonces fue la bienvenida. El reloj empezó a dar las doce cuando ella me besó, y yo, en medio de las luces y los tañidos, me erguí como un príncipe en el momento de quitarse el disfraz. Durante un minuto me había sentido pequeño y tembloroso de frío, deslizándome muerto de miedo por un pasillo negro, con mi molesta ropa nueva, el estómago hueco y el corazón como una bomba de tiempo, aferrando mi gorrita de escolar, desconocido para mí mismo; un minúsculo narrador de cuentos perdido en sus propias imaginaciones y ansiando estar en su casa. Y al minuto siguiente era el sobrino principesco, vestido con finas ropas de ciudad, abrazado y bien recibido, irguiéndose, satisfecho, en el centro de sus propias historias y escuchando el reloj que lo anunciaba.
Annie me llevó corriendo al banco que había al lado de la cavernosa chimenea y me quitó los zapatos. Las lámparas brillantes y los gongs ceremoniales ardían y tañían para mí.
Hizo un baño de mostaza, preparó té fuerte y me indicó que me pusiera un par de medias de mi primo Gwilym y una vieja chaqueta de Tío que olía a conejo y a tabaco. Se agitaba de un lado a otro, cloqueaba, me hacía señas con la cabeza, contándome, mientras preparaba pan con manteca, que Gwilym todavía estudiaba para eclesiástico y que Tía Rach Morgan, que tenía noventa años, se había caído de bruces sobre una guadaña.
Después entró Tío Jim, con la cara roja, la nariz húmeda y las manos peludas y temblorosas, como un demonio. Su andar era torpe. Tropezó con el aparador haciendo temblar los platos de la Coronación, y un gato flaco salió disparado desde el escaño del rincón. Parecía dos veces más alto que Annie. Podía llevarla escondida y sacarla de pronto: era una mujercita gibosa, morena, desdentada, con una cascada vocecita cantarina.
—No debiste tenerlo fuera tanto tiempo —dijo ella, enojada y tímida.
Tío se sentó en su silla especial, el desvencijado trono de un bardo en bancarrota, encendió la pipa, estiró las piernas y comenzó a echar nubes hacia el cielo raso.
—Podía morirse de un enfriamiento —dijo ella.
Hablaba dirigiéndose a la nuca de Tío, mientras éste se envolvía en nubes. El gato se deslizó de regreso. Yo estaba sentado a la mesa frente a mi cena concluida; en los bolsillos encontré una botellita vacía y un globo blanco.
—Corre a la cama, sé bueno —susurró Annie.
—¿Puedo ir a ver los cerdos?
—Por la mañana, querido.
De modo que dije buenas noches a Tío Jim —que se volvió hacia mí, sonrió y me guiñó a través del humo—, besé a Annie y encendí mi vela.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Subí la escalera; cada peldaño tenía una voz diferente. La casa olía a madera podrida, a humedad, a animales. Me pareció que me había pasado la vida caminando por pasillos largos y húmedos, y trepando escaleras en la oscuridad, solo. Me detuve frente a la puerta de Gwilym, en el desolado descanso.
—Buenas noches.
La llama de la vela saltó hacia mi dormitorio, donde ardía muy baja una lámpara y se agitaban las cortinas; al cerrar la puerta me pareció que se movía el agua contenida en un vaso, sobre una mesa redonda. Bajo la ventana corría un arroyo; me pareció oírlo lamer las paredes toda la noche, hasta que me dormí.