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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Rescate en el tiempo (29 page)

Vio desaparecer al muchacho tras el ángulo del despeñadero. Chris continuó adelante. El ángulo era muy pronunciado, y justo allí se había desprendido un fragmento de cornisa, dejando una brecha abierta. Chris tuvo que salvar la distancia con cautela, pero en cuanto dobló el ángulo, lanzó un suspiro de alivio.

Unos metros más allá, el precipicio no era ya una pared vertical, sino una pendiente larga y verde de terreno boscoso que descendía hasta la orilla del río. El muchacho le hacía señas para que se apresurara. Chris fue a reunirse con él.

—A partir de aquí es más fácil —anunció el muchacho, y comenzó a bajar.

Chris siguió sus pasos, y casi de inmediato se dio cuenta de que la pendiente no era tan suave como parecía. La oscura sombra de los árboles ocultaba una ladera abrupta y lodosa. Tras un resbalón, el muchacho empezó a deslizarse sin control pendiente abajo y desapareció entre el follaje. Chris siguió descendiendo lentamente, buscando sujeción en las ramas. Poco después también él perdió el equilibrio, cayó de espaldas en el barro y se precipitó por el declive. Por alguna razón, pensó: Soy un estudiante de postgrado de la Universidad de Yale. Soy un historiador especializado en la historia de la tecnología. Parecía tratar de aferrarse a una identidad que se desvanecía rápidamente en su conciencia, como un sueño escurridizo del que acabara de despertar y quisiera conservar en su memoria.

Deslizándose cabeza abajo por el barro, Chris chocaba contra los troncos, notaba en la cara los arañazos de las ramas, pero no podía hacer nada para aminorar la velocidad del descenso. Siguió bajando y bajando.

Marek se irguió con un suspiro. Gómez no llevaba encima un segundo marcador de navegación. Tras un minucioso registro, estaba seguro de ello. Junto a él, Kate se mordía los labios.

—Ha dicho que había un marcador de reserva, lo recuerdo claramente.

—No sé dónde pueda estar —dijo Marek.

Inconscientemente, Kate se rascó la cabeza, acordándose de pronto de la peluca y el dolor de la herida.

—Esta condenada peluca… —Se interrumpió y miró fijamente a Marek. A continuación se acercó a los árboles que crecían al borde del camino—. ¿Adónde ha ido a parar?

—¿Qué?

—La cabeza de Gómez.

La encontró al cabo de un momento, sorprendiéndose de lo pequeña que parecía. Una cabeza separada del tronco no era muy grande. Procuró no fijarse en el muñón del cuello.

Con un esfuerzo por vencer la repugnancia, se agachó y le dio la vuelta a la cabeza, revelando el rostro ceniciento y los ojos sin vida. Tenía la mandíbula caída y la lengua parcialmente asomada. Las moscas bullían dentro de la boca.

Cogió la peluca y al instante vio la oblea de cerámica, adherida a la malla interna con cinta adhesiva. La despegó.

—Lo tengo —anunció.

Kate examinó el marcador y descubrió el botón lateral, donde brillaba una débil luz. Era tan pequeño y estrecho que sólo podía pulsarse con la uña.

Era sin duda el marcador de reserva. Por fin lo habían encontrado.

Marek se aproximó y observó la oblea de cerámica.

—Eso parece —convino.

—Así pues, podemos volver cuando queramos —dijo Kate.

—¿Quieres volver? —preguntó Marek. Kate pensó por un momento.

—Hemos venido a buscar al profesor —respondió finalmente—. Y creo que eso debemos hacer.

Marek sonrió.

Entonces oyeron el ruido atronador de unos cascos de caballo y se ocultaron apresuradamente en la maleza segundos antes de que los seis caballeros pasaran a galope tendido camino abajo, en dirección al río.

Tambaleándose, Chris avanzó por la orilla del río, hundido en el cieno hasta las rodillas. Tenía el rostro, el cabello y la ropa embadurnados de barro. Tan rebozado iba que notaba el peso del barro sobre el cuerpo. Poco más allá vio al muchacho, chapoteando ya en el agua, lavándose.

Chris se abrió paso a través de la enmarañada vegetación que crecía junto al cauce y se metió en el río. El agua estaba fría como el hielo, pero no le importó. Hundió la cabeza, se peinó el pelo con los dedos y se restregó la cara, intentando desprender el barro.

El muchacho se encontraba ya en la margen opuesta, sentado al sol en una afloración de roca. Dijo algo que Chris no oyó, pero el auricular tradujo igualmente:

—¿No os despojáis de la ropa para bañaros?

—¿Por qué? Tú no lo has hecho.

El muchacho se encogió de hombros.

—Pero vos podéis hacerlo si lo deseáis.

Chris nadó hasta la orilla y salió del río. Su ropa seguía sucia de barro, y fuera del agua empezó a quedarse aterido. Se lo quitó todo salvo el calzón de hilo y la correa. Enjuagó las prendas una por una y las tendió a secar sobre las rocas. Tenía el cuerpo salpicado de rasguños, ampollas y moretones, pero notaba el sol tibio en la piel, ya casi seca. Volvió la cara hacia el cielo y cerró los ojos. Oyó cantar a unas mujeres en los campos. Oyó los trinos de los pájaros. Oyó el susurro del agua que lamía las orillas. Y por un momento lo invadió una sensación de paz más profunda y completa que cualquier otra experiencia de su vida.

Se tumbó en una roca, y debió de dormirse por unos minutos, pues al despertar oyó:


Çertas sodes hibernés, ca desta guisa fablades con el vuestro compaño e tales paños vestides. ¿Es asy commo yo digo?

Era el muchacho quien le hablaba. Al cabo de un instante, la vocecilla tradujo en su oído: «Sin duda sois irlandés por la manera en que habláis con vuestro amigo y por cómo vestís. ¿Es así?».

Chris asintió lentamente con la cabeza, pensando a la vez en sus palabras. Por lo visto, el muchacho lo había oído hablar con Marek en el camino, llegando a la conclusión de que eran irlandeses. No veía inconveniente en dejarlo creer que así era.

—Ya —contestó Chris.


¿Ia?
—repitió el muchacho. Formó la sílaba despacio, tensando los labios y mostrando los dientes—.
¿Ia?
—Al parecer, la palabra le resultaba extraña.

No entiende el sentido de «ya», pensó Chris, y decidió probar otra cosa.


Oui?
—dijo.


Oui…, oui…
—También esta palabra parecía confundirlo. De pronto se iluminó su semblante—.
¿Fuyr? ¿Queredes dezir «fuyr»?

Y la correspondiente traducción fue: «¿Huir? ¿Queréis decir “huir”?». Chris negó con la cabeza.

—Quiero decir «sí».

La confusión aumentaba por momentos.


¿Sy?
—repitió el muchacho, dando a la «S» una pronunciación sibilante.

—Sí —contestó Chris, moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Ah, hibernés.

Y de inmediato siguió la traducción: «Ah, irlandés».

—Sí.


Nos dezimos eso mesmo: «Sy». O sy non: «Verdat es».


Verdat es
—dijo Chris, imitando al muchacho, y el auricular tradujo sus propias palabras: «Es verdad».

El muchacho asintió, satisfecho con la respuesta. Permanecieron en silencio durante un rato.

—Sois gentil, pues —aventuró por fin el muchacho, examinando a Chris de arriba abajo.

¿Gentil? Chris se encogió de hombros. Claro que era gentil. Desde luego no era un guerrero.


Verdat es
—contestó.

El muchacho asintió, dando a entender que eso corroboraba sus suposiciones.

—Lo imaginaba. Os delatan vuestros modales, pese a que ese atuendo no sea muy acorde con vuestro rango.

Chris calló. No entendía exactamente el sentido de ese comentario.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el muchacho.

—Christopher Hughes.

—Ah, Christopher de Hewes —dijo el muchacho, hablando despacio, como si evaluara el nombre de algún modo que escapaba a la comprensión de Chris—. ¿Dónde está Hewes? ¿En tierras de Irlanda?


Verdat es.

Se produjo otro breve silencio mientras permanecían sentados al sol.

—¿Sois caballero? —preguntó después el muchacho.

—No.

—Sois escudero, pues —dedujo el muchacho, hablando casi para sí—. Eso servirá. —Se volvió hacia Chris—. ¿Y cuál es vuestra edad? ¿Veintiún años?

—Algo más: veinticuatro.

Al oírlo, el muchacho lo miró con expresión de asombro. ¿Qué tiene de malo haber cumplido ya los veinticuatro?, pensó Chris.

—En tal caso, buen escudero, os doy gracias por vuestra ayuda, salvándome de sir Guy y su banda. —Señaló hacia la otra orilla del río, donde seis caballeros de indumentaria oscura los observaban. Dejaban abrevar a sus monturas, pero mantenían la mirada fija en Chris y el muchacho.

—Pero yo no te he salvado —repuso Chris—. Tú me has salvado a mí.

—Buen escudero, pecáis de modesto —dijo el muchacho—. Os debo la vida, y será para mí un placer atender vuestras necesidades en cuanto lleguemos al castillo.

—¿Al castillo? —repitió Chris.

Con precaución, Kate y Marek salieron del bosque y se dirigieron al monasterio. No vieron indicio alguno de los caballeros que habían descendido al galope por el camino. La escena parecía un remanso de paz. Justo frente a ellos se hallaban los huertos del monasterio, demarcados por tapias bajas de piedra. En la esquina de una de las parcelas se alzaba un monumento hexagonal, labrado con la misma elaboración que el chapitel de una catedral gótica.

—¿Eso es un
montjoie
? —preguntó Kate.

—Muy bien —contestó Marek—. Sí. Es un mojón o hito. Los hay por todas partes.

Pasando entre los huertos, se encaminaron hacia el muro de tres metros de altura que circundaba el recinto monástico. Los campesinos que trabajaban los campos no les prestaron atención. En el río, una barcaza flotaba aguas abajo arrastrada por la corriente. Llevaba la carga distribuida en fardos. Un barquero cantaba alegremente en la popa.

Cerca del muro del monasterio se arracimaban las chozas de los campesinos. Detrás de las chozas, vieron una pequeña puerta en el muro. El monasterio abarcaba tal superficie que tenía puertas en los cuatro costados. Aquélla no era la entrada principal, pero Marek consideró que les convenía más intentar acceder por allí primero.

Al cruzar entre las chozas, Marek oyó el resoplido de un caballo y el susurro tranquilizador de un mozo de cuadra. Marek levantó la mano, indicando a Kate que se detuviera.

—¿Qué ocurre? —musitó ella.

Marek señaló con el dedo. A unos veinte metros, medio ocultos tras una de las chozas, había cinco caballos al cuidado de un mozo de cuadra. Los caballos iban suntuosamente enjaezados, con gualdrapas rojas jironadas y sillas forradas de terciopelo azul y ribeteadas de plata.

—Ésos no son animales de labranza —dijo Marek. Pero no veía a los jinetes.

—¿Qué hacemos?

Chris Hughes seguía al muchacho en dirección al pueblo de Castelgard cuando de pronto su auricular empezó a crepitar. A continuación oyó decir a Kate:

—¿Qué hacemos?

—No estoy seguro —respondió Marek.

—¿Habéis encontrado al profesor? —preguntó Chris.

El muchacho se volvió y lo miró.

—¿Me habláis a mí, escudero?

—No, muchacho —contestó Chris—. Hablo solo.

A través del auricular, Marek dijo:

—¿Dónde demonios estás, Chris?

—Camino del castillo, en este día encantador. —Miró al cielo, haciendo como si hablara consigo mismo.

—¿Por qué vas al castillo? —preguntó Marek—. ¿Estás aún con el muchacho?

—Sí, realmente encantador.

El muchacho volvió de nuevo la cabeza y observó a Chris con semblante preocupado.

—¿Habláis al aire? ¿Estáis en vuestro sano juicio?

—Sí —contestó Chris—. Estoy en mi sano juicio. Es sólo que desearía que mis compañeros se reunieran conmigo en el castillo.

—¿Por qué? —dijo Marek por el auricular.

—Estoy seguro de que se reunirán con vos a su debido tiempo —comentó el muchacho—. Habladme de vuestros compañeros. ¿Son también irlandeses? ¿Son gentiles como vos?

—¿Por qué le has dicho que eres gentil? —protestó Marek en el oído de Chris.

—Porque me define bien.

—Chris, «gentil» significa que perteneces a la nobleza —explicó Marek—. Gentil hombre, gentil hembra. Significa que eres de noble cuna. Llamarás la atención, y la gente te hará preguntas embarazosas a las que no podrás responder.

—Ah —dijo Chris.

—Sin duda os define bien —afirmó el muchacho—. ¿Y a vuestros compañeros? ¿Son ellos gentiles?

—Verdad es —contestó Chris—. Sí, mis compañeros son también gentiles.

—¡Maldita sea, Chris! —exclamó Marek—. No juegues con cosas que no entiendes. Estás buscando problemas, y si continúas con esa actitud, los encontrarás.

De pie junto a las chozas de los campesinos, Marek oyó decir a Chris:

—Vosotros encontrad al profesor, ¿de acuerdo?

A continuación el muchacho hizo otra pregunta a Chris, pero una ráfaga de estática impidió a Marek oír sus palabras.

Marek se volvió y miró hacia Castelgard, en la otra margen del río. Vio al muchacho, caminando unos pasos por delante de Chris.

—Chris, estoy viéndote —informó Marek—. Da media vuelta y regresa. Reúnete aquí con nosotros. Tenemos que permanecer juntos.

—Difícil será.

—¿Por qué? —preguntó Marek con desesperación.

Chris no contestó de manera directa.

—¿Y quiénes son aquellos caballeros de la otra orilla? —En apariencia, hablaba con el muchacho.

Buscando con la mirada, Marek advirtió junto al río la presencia de varios caballeros que observaban alejarse a Chris y al muchacho mientras abrevaban a sus monturas.

—Ese es sir Guy de Malegant, llamado Guy Tête Noire. Está al servicio de mi señor Oliver. Sir Guy es un caballero de gran renombre… por sus muchos crímenes e infamias.

Escuchando, Kate dijo:

—No puede volver con nosotros a causa de esos hombres a caballo.

—Verdat es —confirmó Chris.

Marek movió la cabeza en un gesto de irritación.

—Para empezar, no debería haberse separado de nosotros.

Marek se volvió al oír un chirrido a sus espaldas y, por la puerta lateral del muro del monasterio, vio aparecer bajo el sol la familiar figura del profesor Edward Johnston. Estaba solo.

35.31.11

Edward Johnston vestía jubón azul oscuro y calzas negras. Era un atuendo sencillo, sin adornos ni bordados, y le confería el sobrio aspecto de un hombre instruido. Podía sin duda pasar por un funcionario londinense en peregrinación, pensó Marek. Probablemente ésa era poco más o menos la indumentaria de Geoffrey Chaucer, otro funcionario de la época, en su propia peregrinación.

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