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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Rescate en el tiempo (13 page)

Ya en el coche, emprendió el camino de regreso con una sensación de alivio.

¡Nigel!, pensó. ¿Qué clase de idiota podía llamarse así?

Capítulo 11

A la mañana siguiente Kate se hallaba nuevamente suspendida del techo de la capilla de Castelgard cuando su radio crepitó y una voz anunció:

—¡Tamales calientes! ¡Tamales calientes! Parrilla cuatro. Ven a por ellos. La comida está servida.

Ésa era la señal acordada por el equipo para avisar de un nuevo hallazgo. Utilizaban mensajes en clave para todas las transmisiones importantes, porque sabían que los funcionarios locales a veces los controlaban. En otros yacimientos. En otros yacimientos el gobierno había enviado en alguna ocasión agentes para confiscar descubrimientos casi de inmediato, sin dar oportunidad a los investigadores de documentarlos y evaluarlos. Si bien el gobierno francés mantenía una política racional respecto a las antigüedades —en muchos sentidos mejor que la estadounidense—, ciertos inspectores de campo en particular divergían de la pauta general.

La parrilla cuatro, como Kate sabía, era un sector del monasterio. Dudó si quedarse en la capilla o trasladarse hasta allí, pero finalmente decidió ir. En realidad, la mayor parte del trabajo cotidiano de los miembros del equipo era rutinario y monótono. Todos necesitaban el renovado entusiasmo que se derivaba de cualquier descubrimiento.

Atravesó las ruinas del pueblo de Castelgard. A diferencia de muchos arqueólogos, Kate era capaz de reconstruir mentalmente las ruinas y ver el pueblo en conjunto. Le gustaba Castelgard; era una plaza fuerte en el sentido más real del término, concebida y edificada en tiempo de guerra. Poseía la contundente autenticidad que tanto había echado de menos en la facultad de arquitectura.

Notó el calor del sol en el cuello y las piernas y pensó por enésima vez en lo mucho que se alegraba de estar en Francia y no en New Haven, sentada en su reducida área de trabajo de la sexta planta del edificio de Arte y Arquitectura, ante las enormes ventanas panorámicas con vistas al Davenport College, de estilo seudocolonial, y al pabellón polideportivo Payne Whitney, de estilo seudogótico. Kate encontraba deprimente la facultad de arquitectura, encontraba
muy
deprimente el edificio de Arte y Arquitectura, y nunca se había arrepentido de cambiar a historia.

Desde luego, la oportunidad de pasar un verano en el sur de Francia no admitía objeción alguna. Se había integrado bien en el equipo del proyecto Dordogne. Hasta el momento había sido un verano agradable.

Inevitablemente, había tenido que zafarse de algunos hombres. Marek se le había insinuado al poco de su llegada, y luego Rick Chang, y pronto tendría que lidiar también con Chris Hughes. Chris se había tomado mal el rechazo de la chica inglesa —al parecer, él era la única persona del Périgord que no lo veía venir— y ahora se comportaba como un cachorrillo herido. La noche anterior, durante la cena, no dejaba de mirarla. Por lo visto, los hombres no se daban cuenta de que buscar consuelo en otra mujer por puro despecho resultaba un tanto ofensivo.

Absorta en sus pensamientos, bajó hacia el río, donde el equipo tenía un pequeño bote de remos para cruzar a la otra orilla.

Y allí esperándola, sonriente, estaba Chris Hughes.

—Remaré yo —se ofreció Chris cuando subían al bote.

Kate accedió, y él empezó a cruzar el río con paladas regulares, sin esfuerzo. Ella guardó silencio y, cerrando los ojos, volvió la cara al sol, cálido y relajante.

—Hace buen día —comentó Chris.

—Sí, un día magnífico.

—¿Sabes, Kate? Anoche lo pasé muy bien en la cena. Pensaba que quizá…

—Me siento muy halagada, Chris —atajó Kate—. Pero debo ser sincera contigo.

—¿Ah, sí? ¿Respecto a qué?

—Acabo de romper con un hombre.

—Ah, ya…

—Y necesito un tiempo antes de iniciar otra relación —añadió Kate.

—Sí, claro, lo entiendo. Aun así, quizá podríamos…

Kate lo obsequió con su más encantadora sonrisa y dijo:

—No lo creo.

—Ya, de acuerdo —cedió Chris. Kate vio asomar un mohín en sus labios—. Me parece que tienes toda la razón, ¿sabes? Opino francamente que lo mejor será que sigamos siendo sólo colegas.

—Colegas —repitió Kate, estrechándole la mano.

El bote varó en la otra orilla.

En el monasterio, un nutrido grupo de gente se había congregado en torno al pozo abierto en el cuadrante cuatro.

La boca de la excavación formaba un preciso cuadrado de seis metros de lado y el pozo descendía a una profundidad de tres metros. En los lados norte y este se habían dejado al descubierto las lisas superficies laterales de unos arcos, lo cual indicaba que se había alcanzado la estructura de las catacumbas, bajo el antiguo monasterio. Una masa compacta de tierra cegaba los vanos de los arcos. La semana anterior habían cavado una zanja a través del arco norte, pero no parecía llevar a ninguna parte. Tras apuntalarla con tablones, la habían abandonado por completo.

En ese momento el interés se centraba en el lado este, donde en los últimos días habían abierto otra zanja bajo el arco. Los trabajos se habían desarrollado con lentitud a causa de los continuos hallazgos de restos humanos, que Rick Chang había identificado como cadáveres de soldados.

Echando una ojeada al interior, Kate advirtió que se habían desmoronado las dos paredes de la zanja, como si se hubiera producido un corrimiento, y un enorme montón de tierra obstruía el paso. Con el desprendimiento, había quedado a la vista una gran cantidad de huesos largos y cráneos parduzcos.

Abajo vio a Rick Chang, a Marek, y también a Elsie, que por una vez había salido de su cubil. Elsie tenía su cámara digital montada en un trípode y tomaba fotografías sucesivas. Éstas se unirían después mediante el ordenador para crear panorámicas de trescientos sesenta grados. La operación se repetiría a intervalos de una hora para registrar todas las fases de la excavación.

Marek alzó la vista y vio a Kate al borde del pozo.

—Eh, estaba buscándote —dijo—. Baja aquí.

Kate descendió por la escalerilla al lecho de tierra del pozo. Bajo el intenso sol del mediodía, percibió olor a polvo y descomposición orgánica. Uno de los cráneos se desprendió y rodó hasta sus pies. Sin embargo no lo tocó; sabía que los restos debían permanecer donde los encontraban hasta que Chang los retirara.

—Puede que aquí hubiera una galería de las catacumbas —comentó Kate—, pero estos huesos no estaban depositados en nichos. ¿Hubo aquí alguna batalla?

—Hubo batallas en todas partes —respondió Marek, encogiéndose de hombros—. Pero es eso lo que más me interesa. —Señaló el arco, que era de medio punto y no tenía ornamentación alguna.

—Cisterciense —observó Kate—. Podría datar incluso del siglo
XII
.

—Sí, claro. Pero ¿qué me dices de eso?

Justo debajo del intradós del arco, en el centro, el desmoronamiento de la zanja había dejado una abertura negra de un metro de anchura poco más o menos.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Kate.

—Pienso que mejor será que entremos ahí. Inmediatamente.

—¿Por qué? ¿A qué viene tanta prisa?

—Da la impresión de que hay un espacio más allá de esa abertura —explicó Chang—. Una cámara, quizá varias.

—¿Y? —dijo Kate.

—Ahora ese espacio está expuesto al aire. Puede que por primera vez en seiscientos años.

—Y el aire contiene oxígeno —añadió Marek.

—¿Creéis que hay artefactos ahí dentro?

—No lo sé —contestó Marek—. Pero en cuestión de horas podría producirse un deterioro considerable. —Se volvió hacia Chang—. ¿Tenemos la serpiente?

—No, la mandamos a Toulouse para repararla.

La serpiente era un cable de fibra óptica que podía conectarse a una cámara.

—¿Y por qué no bombeáis nitrógeno al interior? —sugirió Kate. El nitrógeno era un gas inerte, más pesado que el aire. Si lo bombeaban a través de la abertura, llenaría completamente el espacio, como si se tratara de agua, y protegería cualquier artefacto de los efectos corrosivos del oxígeno.

—Lo haríamos si tuviéramos gas suficiente —respondió Marek—. La bombona más grande es de cincuenta litros.

Con eso no bastaba.

Kate señaló los cráneos.

—Sí, pero si hacéis algo ahora mismo, alteraréis…

—Yo no me preocuparía por esos esqueletos —la interrumpió Chang—. Ya no están en su posición original. Además, parece una fosa común para los muertos de alguna batalla. No van a proporcionarnos mucha información. —Alzó la vista—. Chris, ¿quién tiene los reflectores?

—Yo no —contestó Chris desde arriba—. Creía que se usaron aquí la última vez.

—No, están en el cuadrante tres —dijo uno de los estudiantes.

—Id a buscar uno. Elsie, ¿te falta mucho para acabar con las fotografías?

—Eh, sin agobiar.

—¿Te falta mucho o no?

—Sólo un minuto más.

Arriba, al oír a Chang, cuatro estudiantes habían corrido entusiasmados en busca de los reflectores. Entretanto Marek decía a los otros:

—Eh, vosotros, necesito linternas, mochilas de excavación, bombonas de oxígeno portátiles, mascarillas filtradoras, cuerdas, etcétera. Ahora.

En medio de aquel revuelo, Kate seguía atenta a la abertura. El arco le parecía poco firme, con las dovelas medio sueltas. Normalmente, un arco se mantenía en pie por el peso de las paredes circundantes, que descargaban su presión en la piedra central o clave del arco. Pero allí la curva superior de la abertura podía desplomarse en cualquier momento, y la tierra amontonada bajo la abertura por el reciente desprendimiento carecía de consistencia. Aquí y allá, rodaban aún guijarros pendiente abajo. En su opinión, aquello no ofrecía la menor seguridad.

—André, me parece peligroso trepar hasta allí…

—¿Quién ha hablado de trepar? Te descolgaremos desde arriba.

—¿A mí?

—Sí. Descenderás desde encima del arco y entrarás. —Marek debió de percibir inquietud en la expresión de Kate, porque esbozó una irónica sonrisa—. No te preocupes, yo bajaré contigo.

—No sé si te das cuenta de que al mínimo error… —Dejó la frase incompleta, pero pensaba: podríamos quedar enterrados vivos.

—¿Qué pasa? —repuso Marek—. ¿No te atreves?

Eso era todo lo que tenía que decir.

Diez minutos después Kate flotaba en el aire por encima del arco. Cargaba a la espalda la mochila de excavación, equipada con una bombona de oxígeno y, colgando de las correas de la cintura como granadas de mano, dos linternas. Se había ceñido la mascarilla filtradora a la cabeza, pero la llevaba aún sobre la frente. Unos cables conectaban la radio a una pila de reserva que se había metido en el bolsillo. Con todo aquel material a cuestas, se sentía torpe e incómoda. Marek, de pie al borde del pozo, sujetaba la cuerda de seguridad. Abajo, Rick y sus ayudantes la observaban en vilo.

Kate alzó la vista y miró a Marek.

—Suelta uno y medio.

Marek dejó ir un metro y medio de cuerda, y Kate descendió suavemente hasta rozar el montículo con los pies. La tierra se disgregó bajo ella, resbalando en regueros hacia el fondo del pozo. Se inclinó con sumo cuidado.

—Uno más —indicó.

Apoyando manos y rodillas en la tierra, descargó todo su peso en el montículo. Éste resistió. Pero Kate contempló el arco con incertidumbre. La clave tenía los cantos quebradizos.

—¿Todo bien? —preguntó Marek.

—Sí, voy a entrar —respondió ella. Gateó hacia el orificio abierto bajo el arco. Miró a Marek y desenganchó de la correa una de las linternas—. No sé si es muy aconsejable que bajes, André. Puede que el montículo no soporte tu peso.

—Muy graciosa, pero no voy a dejarte ahí sola, Kate.

—Está bien, pero al menos espera a que entre.

Encendió la linterna, conectó la radio, se colocó la mascarilla para respirar a través de los filtros y, a gatas, penetró en la negra abertura.

En el interior, el aire era sorprendentemente fresco. El haz amarillo de la linterna recorrió un suelo de piedra y unas paredes desnudas también de piedra. Chang tenía razón: había un espacio abierto bajo el monasterio. Y parecía extenderse hasta un pasadizo obstruido por la tierra y los escombros. Por algún motivo aquella cámara no se había llenado de tierra como las otras. Enfocó el techo con la linterna para ver en qué estado se hallaba. Era difícil saberlo, pero parecía más bien precario.

Avanzó de rodillas y poco después empezó a descender, resbalando por la pendiente de tierra hasta el suelo. Al cabo de un momento, estaba de pie en las catacumbas.

—Ya estoy dentro.

La oscuridad era total y el ambiente húmedo. Pese a los filtros de la mascarilla, percibía un desagradable olor a moho. Los filtros impedían el paso de virus y bacterias. En la mayoría de las excavaciones, nadie se molestaba en ponerse mascarilla, pero allí era de uso obligado, ya que la peste había azotado Europa en varias ocasiones a lo largo del siglo
XIV
, segando la vida de un tercio de la población. Aunque en una de sus formas la epidemia se transmitía inicialmente por mediación de ratas contagiadas, otro tipo de peste se propagaba por el aire, a través de la tos y los estornudos, y por tanto cualquiera que entrara en un espacio herméticamente cerrado durante siglos como aquél debía tomar precauciones para…

Oyó ruido a sus espaldas. Al volverse, vio a Marek atravesar el orificio. Empezó a resbalar por la pendiente y, antes de perder el equilibrio, saltó al suelo. En el silencio posterior, oyeron caer por el montículo tierra y guijarros.

—Ten en cuenta que podríamos acabar enterrados vivos aquí dentro —advirtió Kate.

—Procura ver siempre el lado bueno —dijo Marek. Avanzó unos pasos alzando un enorme reflector fluorescente. Iluminó toda una sección de la cámara.

Al verla claramente, descubrieron decepcionados que era un austero espacio desprovisto de todo adorno. A la izquierda había un sarcófago de un caballero, y la figura de éste se hallaba esculpida en relieve en la tapa de piedra, que había sido retirada. Al mirar dentro del sarcófago, lo encontraron vacío. Adosada contra una pared, había una tosca y desnuda mesa de madera. A la izquierda, un pasadizo iba a dar a una escalera de piedra que ascendía hasta desaparecer en un montículo de tierra. A la derecha, la tierra obstruía también el arco de acceso a otro pasadizo.

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