Pero Kate seguía sin localizar el pasadizo más importante. Según Froissart, un cronista del siglo
XIV
, el castillo de La Roque nunca sucumbió a un asedio porque los atacantes no podían descubrir el pasadizo secreto que permitía abastecer de comida y agua a los habitantes. Se rumoreaba que dicho pasadizo estaba comunicado con la red de túneles y cuevas que existía en el peñasco de piedra caliza donde se asentaba el castillo; se decía asimismo que su longitud era considerable y terminaba en una abertura oculta del despeñadero.
En alguna parte.
Actualmente la manera más fácil de encontrarlo sería buscar la entrada del pasadizo en el interior del castillo y seguirlo hasta el extremo opuesto. Pero para ello Kate necesitaría ayuda técnica. Probablemente convenía usar un radar terrestre. Pero eso sólo podía hacerse con el castillo vacío. Se cerraba al público los lunes; quizá fuera posible intentarlo el lunes siguiente si…
Oyó un ruido de interferencia estática en su radio.
—¿Kate?
Era Marek.
Se acercó la radio al oído y pulsó el botón.
—Sí, aquí Kate.
—Vuelve a la granja ahora mismo. Es una emergencia —ordenó Marek, y cortó.
Sumergido en el agua a tres metros de profundidad, Chris Hughes oía el gorgoteo del regulador mientras ajustaba la soga que impedía que lo arrastrara la corriente del Dordogne. Ese día el agua estaba relativamente clara en el fondo, a unos cuatro metros de la superficie, y Chris veía en toda su amplitud el enorme pilar más cercano a la orilla. En la base del pilar, nacía una hilera de grandes bloques de piedra que cruzaba perpendicularmente el lecho del río. Esos bloques eran los restos del arco del antiguo puente.
Chris siguió la hilera, examinando lentamente los bloques. Buscaba surcos o muescas que le permitieran determinar la disposición de los puntales del armazón. De vez en cuando intentaba mover un bloque, pero bajo el agua, sin un punto de apoyo, resultaba muy difícil.
Sobre él, flotaba una boya de plástico con un banderín de listas rojas y blancas, indicando la presencia de un buceador. Su misión era protegerlo de los kayaks de los veraneantes. Al menos, en teoría.
Chris notó un brusco tirón desde arriba. Al asomar a la superficie, dio de cabeza contra el casco amarillo de un kayak. El tripulante había cogido la boya y vociferaba en algo que sonaba a alemán.
Chris se quitó la boquilla y dijo:
—Oiga, suelte eso, ¿quiere?
El tripulante del kayak le contestó en un rápido alemán, señalando hacia la orilla con manifiesta irritación.
—Mire, no sé quién es…
El hombre continuó vociferando y apuntando el dedo con insistencia en dirección a la orilla.
Chris volvió la cabeza.
En la margen del río se hallaba uno de los universitarios, con una radio en la mano. Le hablaba a gritos. Chris tardó unos instantes en comprenderlo.
—Marek quiere que vuelvas a la granja. Inmediatamente.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Chris—. ¿No podría ser dentro de media hora, cuando acabe…?
—Ahora mismo, dice Marek.
Negros nubarrones flotaban sobre las lejanas mesetas, y parecía que amenazaba lluvia. En su despacho, Doniger colgó el auricular del teléfono y anunció:
—Han accedido a venir.
—Magnífico —respondió Diane Kramer. Se hallaba de pie ante él, de espaldas a la ventana—. Necesitamos su ayuda.
—Por desgracia, sí —convino Doniger, abandonando la butaca de su escritorio y empezando a pasearse de un lado a otro. Cuando se concentraba en algo, era incapaz de quedarse quieto.
—Para empezar, no entiendo cómo perdimos al profesor —dijo Kramer—. Debió de entrar en el mundo. Le insististe en que no lo hiciera. Más aún, le aconsejaste de buen principio que no fuera. Y a pesar de todo debió de entrar en el mundo.
—No sabemos qué pasó —contestó Doniger—. No tenemos la menor idea.
—Salvo que escribió un mensaje.
—Sí, según esa Kastner. ¿Cuándo hablaste con ella?
—Anoche —respondió Kramer—. Me avisó en cuanto se enteró. Hasta el momento Kastner ha sido un contacto muy fiable para nosotros, y sostiene…
—Eso da igual —atajó Doniger con un gesto airado—. No es el núcleo. —Ésa era la expresión que empleaba siempre cuando algo le parecía intrascendente.
—¿Cuál es el núcleo? —preguntó Kramer.
—Traer de regreso a ese hombre. Es vital que vuelva. Eso es el núcleo.
—Sin duda. Vital.
—Personalmente, opino que ese viejo de mierda es un gilipollas —dijo Doniger—. Pero si no conseguimos traerlo, la publicidad adversa será una pesadilla.
—Sí, una pesadilla.
—Pero puedo hacer frente a eso —afirmó Doniger.
—Puedes hacerle frente, no lo dudo.
Con el tiempo, Kramer había contraído el hábito de repetir todo lo que Doniger decía cuando éste iniciaba sus paseos arriba y abajo. Desde fuera, esa actitud podía interpretarse como servilismo, pero Doniger la encontraba útil. A menudo, cuando Kramer repetía sus palabras, él discrepaba. Ella era consciente de que en esos momentos se convertía en una simple espectadora. Podía parecer una conversación entre dos personas, pero no lo era. En realidad, Doniger hablaba consigo mismo.
—El problema —prosiguió Doniger— es que aumenta el número de personas externas que conocen nuestra tecnología, y sin embargo no obtenemos una compensación acorde. Por lo que sabemos, esos estudiantes tampoco conseguirán traerlo.
—Tienen más probabilidades.
—Eso es una suposición. —Doniger siguió paseándose—. Poco sólida.
—Estoy de acuerdo, Bob. Poco sólida.
—¿Y el equipo de búsqueda que enviaste? ¿Quiénes lo formaban?
—Gómez y Baretto —contestó Kramer—. No vieron al profesor por ninguna parte.
—¿Cuánto tiempo estuvieron allí?
—Alrededor de una hora, creo.
—¿No entraron en el mundo?
Kramer negó con la cabeza.
—¿Para qué correr riesgos? No hubiera servido de nada. Son ex marines, Bob. No sabrían dónde buscar aunque lo tuvieran delante de sus mismas caras. Ni siquiera sabrían contra qué prevenirse. Aquello es un mundo totalmente distinto.
—Esos estudiantes de postgrado, en cambio, quizá sepan dónde buscar.
—Ésa es la idea —confirmó Kramer.
Un trueno resonó a lo lejos. Gruesas gotas empezaron a salpicar los cristales. Doniger contempló la lluvia.
—¿Y si perdemos también a esos estudiantes? —preguntó.
—La publicidad adversa será una pesadilla.
—Quizá sí —dijo Doniger—. Pero debemos prepararnos para esa posibilidad.
El Gulfstream V rodaba por la pista hacia ellos en medio del zumbido de los motores de reacción. En la cola llevaba las siglas ITC en letras plateadas. En cuanto se detuvo, bajó la escalerilla, y una auxiliar de vuelo extendió al pie de ésta una alfombra roja.
Los estudiantes de postgrado observaban con asombro.
—Increíble —comentó Chris Hughes—. Realmente han puesto una alfombra roja.
—Vamos —dijo Marek. Cargándose a los hombros la mochila, se encaminó hacia el avión.
Pretextando ignorancia, Marek se había negado a contestar a las preguntas del grupo. Les informó del resultado de la datación por carbono, añadiendo que no encontraba explicación. Les dijo que la ITC quería que acudieran a ayudar al profesor, y que era urgente. No dio más detalles, y notó que Stern también guardaba silencio.
Dentro del avión todo era de colores gris y plata. La auxiliar de vuelo les preguntó qué deseaban tomar. Aquel lujo contrastaba con el aspecto austero del hombre de cabello corto y canoso que se acercó a recibirlos. Aunque vestía traje, Marek percibió en él un porte militar mientras les estrechaba la mano.
—Me llamo Gordon —se presentó—. Soy vicepresidente de la ITC. Bienvenidos a bordo. El vuelo a Nuevo México dura nueve horas, cuarenta minutos. Mejor será que se abrochen los cinturones.
Mientras ocupaban sus asientos, notaron que el avión empezaba ya a moverse por la pista. Instantes después se oyó el rugido de los motores, y Marek, mirando por la ventanilla, vio alejarse la campiña francesa bajo ellos.
Podría ser peor, pensó Gordon, contemplando al grupo desde un asiento de cola. Era evidente que pertenecían al mundo académico. Se les veía un poco aturdidos. Y entre ellos no existía coordinación, espíritu de equipo.
Por otra parte, sin embargo, todos parecían en aceptable forma física, especialmente el extranjero, Marek. Tenía una complexión robusta. Y la mujer tampoco se quedaba atrás. Buen tono muscular en los brazos, manos encallecidas. Actitud competente. Probablemente resistiría bien bajo presión, pensó Gordon.
Pero el muchacho de aspecto agraciado no sería de gran utilidad. Gordon lanzó un suspiro mientras Chris Hughes, viendo su propio reflejo en el cristal de la ventanilla, se apartaba el pelo de la frente con la mano.
Respecto al cuarto, el chico de apariencia anodina, Gordon no sabía qué pensar. Saltaba a la vista que había pasado mucho tiempo al aire libre; tenía la ropa descolorida y las gafas rayadas. Pero Gordon reconoció en él a un típico técnico, esa clase de gente que lo sabía todo sobre equipo y circuitos, y nada acerca del mundo. Era difícil imaginar cómo reaccionaría si las cosas se complicaban.
El de mayor estatura, Marek, preguntó:
—¿Va a explicarnos qué está pasando?
—Creo que ya lo sabe, señor Marek —respondió Gordon—. ¿No es verdad?
—Tengo un pergamino de hace seiscientos años escrito de puño y letra del profesor. Con tinta de seiscientos años de antigüedad.
—Sí, así es.
Marek movió la cabeza en un gesto de negación.
—Pero me cuesta creerlo —añadió.
—En estos momentos es sencillamente una realidad tecnológica —dijo Gordon—. Es real. Puede hacerse. —Abandonó su asiento y fue a ocupar otro junto al grupo.
—¿Se refiere a viajar en el tiempo?
—No —contestó Gordon—. No me refiero a eso ni mucho menos. Viajar en el tiempo es imposible. Eso lo sabe todo el mundo.
—El concepto mismo de viaje en el tiempo carece de sentido, ya que el tiempo no fluye. El hecho de que pensemos que el tiempo pasa no es más que un accidente de nuestro sistema nervioso, del modo en que percibimos las cosas. En realidad, el tiempo no pasa; pasamos nosotros. El tiempo en sí es invariable. Simplemente está. Por lo tanto, el pasado y el futuro no son lugares distintos, tal como lo son, por ejemplo, Nueva York y París. Y puesto que el pasado no es un lugar, no es posible viajar allí.
Los demás permanecieron callados, sus miradas fijas en él.
—Es importante dejar bien claro este punto —prosiguió Gordon—. La tecnología de la ITC no tiene nada que ver con viajar en el tiempo, o al menos no de manera directa. Lo que hemos desarrollado es una forma de viajar en el espacio. Para ser exactos, utilizamos la tecnología cuántica para producir un cambio de coordenadas en el multiverso ortogonal.
Lo miraron con cara de incomprensión.
—Eso significa —explicó Gordon— que viajamos a otro lugar en el multiverso.
—¿Y qué es el multiverso? —preguntó Kate.
—El multiverso es el mundo tal como lo define la mecánica cuántica. Significa…
—¿Mecánica cuántica? —repitió Chris—. ¿Qué es la mecánica cuántica?
Gordon guardó silencio por un instante.
—No es fácil responder a eso —dijo por fin—. Pero como son ustedes historiadores, intentaré explicarlo desde un punto de vista histórico.
—Hace cien años —continuó Gordon— los físicos llegaron a la conclusión de que la energía, del mismo modo que la luz, el magnetismo o la electricidad, adoptaba la forma de ondas en continuo movimiento. Todavía hoy hablamos de «ondas de radio» y «ondas lumínicas». De hecho, el descubrimiento de que todas las formas de energía tenían en común ese carácter ondulatorio fue uno de los grandes avances de la física del siglo
XIX
.
»Pero existía un pequeño problema. Resultaba que si se dirigía un haz de luz hacia una lámina metálica, se obtenía una corriente eléctrica. El físico Max Planck estudió la relación entre la cantidad de luz proyectada sobre la lámina y la cantidad de electricidad generada, y estableció que la energía no era una onda continua. Por lo visto, la energía estaba compuesta de unidades discretas, que Planck llamó «cuantos». El descubrimiento de que la energía se dividía en cuantos fue el origen de la física cuántica.
»Unos años después —prosiguió Gordon—, Einstein demostró que podía explicarse el efecto fotoeléctrico partiendo de la hipótesis de que la luz se componía de partículas, a las que llamó «fotones». Estos fotones de luz incidían en la lámina metálica y desprendían electrones, produciendo electricidad. Matemáticamente, las ecuaciones daban un resultado válido. Confirmaban el supuesto de que la luz se componía de partículas. ¿Queda todo claro hasta aquí?
—Sí…
—Y pronto los físicos empezaron a comprender que no sólo la luz, sino toda energía, estaba formada por partículas. De hecho, toda la materia del universo se constituía de partículas. Los átomos se componían de partículas pesadas en el núcleo y de electrones ligeros que se movían a gran velocidad alrededor de éste. Así pues, según la nueva concepción, todo son partículas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo…
—Las partículas son unidades discretas o cuantos. Y la teoría que describe el comportamiento de estas partículas es la teoría cuántica, un hallazgo crucial de la física del siglo
XX
.
Todos asintieron con la cabeza.
—Los físicos siguieron estudiando estas partículas, y no tardaron en advertir que son entidades muy extrañas. No es posible saber con certeza dónde están; no es posible medirlas con exactitud, y no es posible predecir qué harán. Unas veces se comportan como partículas, otras como ondas. A veces dos partículas interactúan pese a hallarse a un millón de kilómetros de distancia una de otra y no existir relación alguna entre ellas. Y así sucesivamente. La teoría empieza a parecer en extremo misteriosa.
»Ahora bien, con la teoría cuántica se dan dos circunstancias. En primer lugar, se ve confirmada una y otra vez. Es la teoría más comprobada de la historia de la ciencia. Los escáneres de supermercado, el láser y los chips de ordenador se basan sin excepción en la mecánica cuántica. Por lo tanto, no existe la menor duda de que la teoría cuántica es la descripción matemática correcta del universo.