Read Raistlin, mago guerrero Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (30 page)

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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Mientras los dos amigos observaban, un hombre alto salió del primer campamento y cruzó hacia el segundo.

—¡Reynard! —llamó a gritos, en Común—. ¡Tengo que hablar contigo!

Un enano se levantó de donde estaba sentado cerca de la hoguera y salió al encuentro del humano.

—¿Has decidido ya pagarme el precio que te pedí?

—Mira, Reynard, sabes que no tengo tanto acero en mi bolsillo.

—Vaya, entonces, ¿con qué te paga el barón, con madera?

—Tengo que comprar provisiones —argüyó el humano, quejumbroso—. Hay un largo camino hasta Southlund.

—Y se te hará más largo cabalgando a pelo. Ya sabes mi precio. ¡Lo tomas o lo dejas! —replicó Reynard, malhumorado, y empezó a alejarse.

—¿Seguro que no podemos llegar a un arreglo? —inquirió el humano, haciendo que el enano se detuviera—. ¡Podrías hacer una para mí! No me importa esperar.

—Pero a mí sí —repuso el enano—. No puedo pasarme diez días haciendo el gandul por aquí y perdiendo dinero sólo para hacerte una silla, y tú no quieres pagar el precio que te pido por la que tengo hecha. No. Vuelve cuando tengas una oferta seria que hacerme. —E l enano regresó a la hoguera y a su jarra de cerveza, con sus compañero s.

Caramon bajó la vista a la silla de montar que estaba a sus pies.

—¿No estarás pensando…?

—La masa empieza a fermentar, amigo mío —susurró Cambalache—. Sí, empieza a fermentar. Adelante.

—¿Quién va? —Un hombre los observaba desde lo alto de una carreta.

—Amigos —respondió Cambalache.

—Son un tipo grande y otro bajito —informó el observador—. Y el tipo grande va cargado con una silla de montar. A lo mejor esto le interesa al jefe.

—¡Una silla de montar! —Un hombre de mediana edad, con el cabello y la barba canosos, se incorporó de un salto y los miró con desconfianza—. Es chocante que alguien venga al campamento con una silla de montar a estas horas de la noche. ¿Qué queréis?

—Nos hemos enterado a través de unos amigos nuestros que estabais buscando una buena silla de montar, señor —respondió cortésmente Cambalache—. También oímos que andáis un poco corto de acero en este momento. Tenemos una silla, una pieza estupenda, como podéis ver. Caramon, pon la silla aquí, a la luz de la hoguera, para que estos caballeros puedan verla bien. Y ahora, estamos dispuestos a negociar. ¿Qué tenéis para darme a cambio de esta excelente silla?

—Lo siento —dijo el hombre—. El jefe es quien la necesita, y no está en su carreta. Regresad mañana.

—Lástima. —Cambalache sacudió tristemente la cabeza—. Nos gustaría hacerlo, señor, de verdad, pero mañana tenemos que salir de patrulla todo el día. Estamos en el ejército del barón, ¿comprendéis? Caramon, coge la silla. Supongo que nuestros amigos estaban equivocados. Os deseo buenas noches, caballeros.

Caramon se agachó, recogió la silla de montar y volvió a cargársela sobre la cabeza.

—¡Un momento! —Un hombre alto, el mismo que habían visto antes hablando con el enano, bajó de un salto de una de las carretas—. He oído por casualidad lo que hablabas con Smitfee. Déjame echar un vistazo a esa silla.

—Caramon, deja la silla en el suelo —dijo Cambalache.

El guerrero suspiró. Ignoraba que comerciar fuera tan agotador; era mucho menos complicado trabajar para ganarse la vida. Volvió a soltar la silla en el suelo.

El humano la examinó, pasó la mano sobre el cuero, observó detenidamente las costuras.

—Está un poco desgastada —comentó un tanto desdeñoso—. ¿Cuánto pides por ella?

El tono del hombre era frío y brusco, pero Caramon había visto el modo en que su mano se demoraba sobre el buen cuero, y estaba seguro de que el avispado Cambalache también se había dado cuenta. La silla de montar del capitán era buena, la mejor de la compañía, y sólo la superaba la del propio barón.

—Bueno, veamos —dijo Cambalache mientras se rascaba la cabeza—. ¿Qué transportáis en las carretas?

—Carne de vaca —respondió, sorprendido, el hombre.

—¿Lleváis mucha?

—Montones de barriles.

Cambalache reflexionó un momento.

—D e acuerdo, acepto la carne de vaca a cambio de la silla.

La expresión del hombre se tornó cautelosa. Aquello le parecía demasiado fácil.

—¿Cuánta carne quieres?

—Toda —contestó Cambalache.

—¡Tengo setecientos kilos de carne de vaca de primera calidad! —rió el hombre—. Al barón le he vendido únicamente un par de barriles. Ninguna silla de montar vale ese precio.

—Sois un buen negociador, señor. Sabéis regatear —Cambalache parecía desconsolado—. De acuerdo, mi amigo y yo aceptamos cincuenta kilos. Pero tienen que ser de los trozos más selectos. Os mostraré los que queremos.

El hombre lo pensó un momento y después asintió y le tendió la mano.

—¡Trato hecho! ¡Smitfee, dales su carne!

—Pero, Cambalache —susurró Caramon, preocupado, en un tono no demasiado bajo—. ¡La silla del capitán! Se va a poner hecho…

—¡Chitón! —Cambalache le dio un codazo—. Sé lo que estoy haciendo.

Caramon sacudió la cabeza. Acababa de presenciar cómo su amigo cambiaba la silla del capitán, la silla que en tal alta estima tenía, por un barril de carne de vaca. Le dolían el brazo y el trasero, y estaba convencido de que la silla le había arrancado la mayor parte del pelo desde la frente hasta la coronilla. Por si eso fuera poco, entre hablar sobre masa de pan y carne de vaca, su estómago estaba haciendo unos ruidos que nada tenían que envidiar a los de un tambor. Caramon tenía la acuciante sensación de que debía parar ese trato de inmediato, coger la silla y emprender el camino de vuelta al campamento. No lo hizo por dos razones: la primera, que al actuar así demostraría deslealtad hacia su amigo; la segunda, que no tenía ni pizca de ganas de cargar otra vez con aquella condenada silla.

El ayudante canoso los condujo hasta una de las carretas que estaban más alejadas. Allí cogió un barril y lo bajó a pulso al suelo.

—Aquí tenéis, caballeros —dijo—. Cincuenta kilos de carne de vaca de primera calidad. No encontraréis nada mejor de aquí a las Khalkhist.

Cambalache inspeccionó atentamente el barril, inclinándose para atisbar entre las tablillas de la tapa. Luego se enderezó, se puso en jarras, frunció los labios y recorrió con la mirada los otros barriles que había en la carreta.

—No, ésta no vale. Quiero aquel barril —señaló—, el que está cerca de la parte delantera. El que tiene la marca blanca en el costado.

Smitfee dirigió la mirada hacia el jefe de la caravana, que estaba plantado con un pie a cada lado de la silla en ademán protector, por si acaso los dos negociantes albergaban la idea de intentar alguna argucia. El jefe de la caravana hizo un gesto de asentimiento, y Smitfee bajó el otro barril.

—Es todo vuestro, chicos. —Smitfee se alejó tras esbozar una sonrisa.

Caramon tuvo el terrible presentimiento de que sabía lo que venía a continuación, pero hizo un intento con la esperanza de evitarlo.

—Supongo que lo dejaremos aquí para que los hombres del barón lo recojan mañana con la carreta.

Cambalache le dedicó una sonrisa obsequiosa y sacudió la cabeza.

—No —dijo—, tenemos que llevarlo al campamento de los enanos.

—¿Y qué interés tienen los enanos en cincuenta kilos de carne de vaca?

—Ninguno, de momento —contestó Cambalache—. Creo que podrías hacer rodar el barril —añadió—. No es necesario que cargues con él.

Caramon se acercó al barril, lo tumbó de lado y empezó a empujarlo para que rodara sobre el irregular suelo. No era una tarea tan fácil como podría pensarse. El barril se mecía y brincaba, desviándose en cualquier dirección cuando menos se esperaba. Cambalache corría junto a él, guiándolo lo mejor que podía. Estuvieron a punto de perderlo en una ocasión, cuando el barril empezó a rodar con demasiada velocidad por la ladera de un pequeño cerro. A Caramon el corazón se le puso en un puño al ver que Cambalache se lanzaba sobre el barril para detenerlo. Cuando finalmente llegaron al campamento de los enanos, los dos amigos estaban sudorosos y exhaustos.

Condujeron el barril, rodándolo, hacia el campamento enano, y asustaron a uno de los ponis, que lanzó un agudo relincho. De golpe aparecieron enanos por todas partes. Uno de ellos, habría jurado Caramon, surgió de repente ante sus narices como si saliera de la tierra y le dio tal susto que lo sobresaltó tanto o más que el poni.

—Buenas noches, caballeros —saludó alegremente Cambalache a la par que les hacía una reverencia. Plantó la mano sobre el barril, que Caramon sujetaba con el pie para que no se moviera.

—¿Qué hay en ese barril? —preguntó uno de los enanos con aire desconfiado.

—¡Exactamente lo que andáis buscando, señor! —contestó Cambalache mientras palmeaba las duelas.

—¿Y qué se supone que es? —inquirió el enano. A juzgar por la longitud de sus patillas, debía de ser el jefe de la caravana—. ¿Cerveza, tal vez? —Sus ojos relucieron.

—No, señor —dijo Cambalache en tono desdeñoso—. Carne de grifo.

—¡Carne de grifo! —El enano estaba estupefacto.

Y también lo estaba Caramon, que abrió la boca, pero enseguida la cerró cuando Cambalache le atizó un pisotón.

—Cincuenta kilos de la mejor carne de grifo que un mortal podría esperar ver asándose, jugosa y tierna, sobre las brasas de una lumbre. ¿Habéis probado alguna vez la carne de grifo, señor? Algunos dicen que sabe como el pollo, pero se equivocan. Deliciosa. Es el único modo de describirla.

—Me quedo con cinco kilos. —El enano llevó la mano a la bolsa del dinero—. ¿Qué te debo?

—Lo siento, señor, pero no puedo dividir el lote. —Cambalache habló en tono de disculpa.

—¿Y qué voy a hacer con cincuenta kilos de cualquier tipo de carne, ni que sea de grifo ni que no? —El enano resopló. Mis muchachos y yo hacemos comidas sencillas durante el viaje. No tengo espacio en las carretas para desperdiciarlo en transportar caprichos tontos.

—¿Ni siquiera para celebrar la Fiesta del Arbol de la Vida la semana próxima? —Cambalache parecía escandalizado—. ¿La festividad enana más sagrada? ¿El día dedicado a honrar a Reorx?

—¿Qué? —Las espesas cejas del enano se enarcaron—. ¿Qué fiesta es ésa?

—Pues la mayor celebración anual de Thorbardin, naturalmente. ¡Oh! —Un aparente apuro se reflejó en el rostro de Cambalache—. Claro, supongo que vosotros, al ser Enanos de las Colinas, no sabéis nada de eso.

—¿Y quién dice que no? —demandó, muy indignado, el enano—. Yo… Me lié un poco con las fechas, ¿sabes? Es por lo de este viaje. Uno pierde la noción del tiempo. Así que la semana próxima se celebra la Fiesta de… La Fiesta de…

—Del Arbol de la Vida —repitió Cambalache con ánimo de ayudar.

—¡Ya lo sé, no hace falta que me lo digas! —gruñó malhumorado el enano. Su expresión se tornó astuta—. Sé cómo celebramos nosotros, los Enanos de las Colinas, esa festividad, ojo, pero ignoro lo que hacen esos estirados patanes de Thorbardin. Tampoco es que me importe —añadió con aparente indiferencia—. Sólo es curiosidad.

—Bueno, pues allí se baila, se bebe —empezó Cambalache. Los enanos asintieron; eso era habitual en cualquier fiesta—. Abren un barril nuevo de aguardiente… —continuó. Los enanos empezaban a traslucir aburrimiento—. Pero la parte más importante de toda la fiesta es el Banquete de Grifo. Es bien sabido que el propio Reorx era un gran aficionado a la carne de grifo.

—¡Oh, sí, lo sabe todo el mundo! —convinieron solemnemente los enanos, aunque se miraron de reojo unos a otros.

—Se cuenta que una vez se zampó un costillar entero de una sentada, con guarnición y todo, y que después pidió el postre —prosiguió Cambalache.

Los enanos pusieron la mano derecha sobre el corazón e inclinaron la cabeza en actitud respetuosa.

—De modo que, en honor a Reorx, todos los enanos deben comer tanta carne de grifo como sean capaces de ingerir. Lo que sobra —agregó Cambalache con aire piadoso—, se da a los pobres en nombre de Reorx.

Uno de los enanos se enjugó una lágrima con la punta de la barba.

—En fin, muchacho —dijo el jefe con voz ronca—, ya que nos has recordado esa fecha señalada, vamos a quedarnos con el barril de carne de grifo. Ahora mismo ando un poco corto de dinero. ¿Qué aceptarías a cambio?

Cambalache se quedó pensativo unos segundos.

—¿Qué tenéis que sea excepcional, algo de lo que sólo tengáis un ejemplar?

—Bueno —empezó el enano, cogido por sorpresa—, tenemos…

El jefe de la caravana ofreció uno de sus productos.—No —rehusó de plano Cambalache—. Eso es inaceptable.

—¿Y qué tal…? —El enano hizo otra oferta.

—Me temo que no sirve —dijo Cambalache al tiempo que sacudía la cabeza.

—Eres un negociador muy duro, muchacho —manifestó el enano, ceñudo—. Está bien, me has puesto entre la espada y la pared. —Miró en derredor para asegurarse de que nadie estaba pendiente de lo que hablaban—. Una armadura completa que se manufacturó en Pax Tharkas por los mejores forjadores enanos para sir Jeffrey de Palanthas.

El jefe de la caravana enlazó las manos sobre el vientre y miró a los dos amigos, esperando verlos impresionados.

—¿Y no creéis que sir Jeffrey podría necesitar su armadura? —preguntó Cambalache, enarcando las cejas.

—N o adonde va, me temo. —El enano señaló al cielo—. Sufrió un trágico accidente. Resbaló en las letrinas.

—Supongo que la armadura incluye el escudo y la silla de montar —insinuó Cambalache tras pensarlo un momento.

Caramon contuvo la respiración.

—El escudo, sí. La silla de montar, no.

Caramon se quedó desinflado.

—La silla ya está comprometida —aclaró el enano.

Cambalache reflexionó sobre el asunto un minuto largo antes de contestar.

—De acuerdo, aceptamos la armadura y el escudo.

Tendió la mano al enano, que hizo lo propio, y se las estrecharon para cerrar el trato, justo encima del barril que contenía la carne sagrada del grifo.

El jefe de la caravana se dirigió hacia una carreta y regresó arrastrando un cajón de buen tamaño. Encima del cajón había un escudo con el emblema del martín pescador repujado en la bruñida superficie. Jadeando, el enano soltó la enorme caja a los pies de Cambalache.

—Aquí tienes, muchacho. No sabes cómo te lo agradezco, porque así habrá sitio para cargar la carne.

El semikender le dio las gracias a su vez y miró a Caramon, que se agachó y, en medio de gruñidos y resoplidos, se echó el cajón al hombro.

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