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Authors: Gesualdo Bufalino

Qui Pro Quo (8 page)

En medio de tanta pasión, sólo dos en el ambiente se mantenían tranquilos: yo por compostura congénita, aunque alterada internamente por la suerte del desaparecido y turbada por sus póstumas acusaciones; el comisario por astucia profesional y máscara de jugador de póquer ante una mano tan singular. Tan engolosinado por la historia como un niño por una granada, no por ello disminuía la neutralidad de su voz, y no dejó entrever ningún temblor cuando, alzando los ojos de los papeles y girándolos a su alrededor, preguntó:

—¿Comentarios?

La pregunta no iba dirigida a nadie en particular, pero evidentemente esperaba respuesta en primer lugar de Ghigo y, acto seguido, de la viuda.

Como éstos se quedaron callados, tanto si les frenaba la indignación como un extravío culpable, le correspondió a Lidia Orioli, prolijamente, abrir las hostilidades.

—¡Sólo me faltaba ver esto! Un querido difunto que lleva a baquetazo limpio las investigaciones, que se constituye en detective y ve, prevé, procede. Incluso, poco o mucho, se excede. Yo le he amado, todos lo saben, pero en su última ocurrencia final sólo percibo una extravagante manía, sin una sombra de auténtica prueba.

Curro pareció aprobar con la barbilla, animándola; y ella, con la cara encendida y mirándole sólo a él, quizá también con una pizca de interés femenino, dio libre desahogo a sus talentos de parlanchina matriculada:

—En parte por mi profesión y mucho por gusto, yo soy experta en charadas criminales. Charadas que no sólo se encuentran en los libros, sino que se pueden leer en todas partes, como fragmentos divulgativos del misterio más excelso encerrado en la naturaleza del universo y del hombre....

Bastó este exordio para que Curro abandonara de repente la cortesía respetuosa con que hasta entonces la había gratificado. Por el contrario, con visibles contracciones del rostro:

—Disculpe, no he entendido el concepto. Y ni siquiera su nombre.

Preséntese, por favor.

—Lidia Orioli —contestó Lidia, y parpadeó orgullosamente—. Dirijo la colección de novela policíaca de la casa, vivo de los homicidios.

—Entre en materia, se lo ruego —le cortó una vez más Curro.

—Dios me guarde, señor comisario, de querer robarle el oficio ...

Hizo una pausa. Volvió, era su vicio, a divagar:

—... sin embargo, en un caso como el presente, me gustaría a mí, como a todos, distinguir entre las mil pistas la única justa, desentrañar la trama de azar y necesidad de la que cualquier crimen es el fruto ... Por otra parte, ¿qué hacemos los hombres a lo largo de toda nuestra vida sino responder balbuceando a una esfinge?

Era demasiado y Curro se enfadó de veras.

—Yo soy un policía de barrio y no sé nada de esfinges. Si usted tiene cosas serias que decir, dígalas. En caso contrario, póngase a la cola.

A Lidia se le subieron los colores a la cara, pero no por ello se rindió:

—Estaba a punto de llegar a ellas, sólo quería justificar mi petulancia investigadora. Salto pues a las conclusiones, que son éstas: me fastidia que en esta muerte con muchas preguntas quien ofrezca las respuestas sea el propio cadáver. Alguien que no es capaz de hacer frente a ninguna objeción o mentís o conclusión inesperada; y por ello permanece bloqueado para siempre en el prejuicio de sus argumentos. Nadie puede ser a la vez víctima, testigo e investigador, y menos que nadie Medardo, que según opinión general ha sido, desde su nacimiento, un fantasioso y un teatrero. Entonces yo digo: pongámosles de momento el bozal, sin preocuparnos de sus delirios de venganza, a sus hipótesis bífidas: si, si y luego si ... Procedamos en cambio de manera escolástica, con las preguntas rituales: ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿por qué?

El comisario resopló, se levantó a cerrar la puerta acristalada del quiosco.

Una impetuosa ráfaga marina curvó, casi apagó, las llamitas de las lámparas de gas.

—Les agradecería que nadie fumara —exclamó, y volvió a sentarse. Después, al cabo de un silencio durante el cual pareció engullir un enorme bocado, que eran las últimas palabras de Lidia Orioli—: Le tomo la palabra —atacó-o. Y

repito con usted, partiendo de cero: ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿por qué? Ya puede imaginarse que me han enseñado lo mismo en la academia de policía.

Comencemos pues con el qué, o sea con el suceso mortal que es la única realidad indiscutible de esta historia. Tenemos una víctima, no nos la quita nadie. Conocemos también su nombre, que es Medardo Aquila, cincuenta y dos años, editor. Cómo ha muerto sería, a decir verdad, competencia del médico forense, que sin embargo, aislados como nos encontramos, quién sabe cuándo llega. No es difícil, no obstante, certificar desde ahora un choque violento entre una masa contundente y una frágil cavidad craneal.

Restan dos incógnitas: quién lo ha hecho y por qué. Y no tardarían en resolverse, si creyéramos en la desgracia. Como es natural, un caso fortuito no necesita responsables ni móviles. Sólo que aquí existe la prueba de que no ha sido desgracia sino acción delictiva. Esquilo no se ha caído por sí solo, dado que el muerto ha podido prever su caída con tanta exactitud. Entonces yo vuelvo a las acusaciones que el memorial nos pone delante y que son increíbles, sí, pero evidentes. El exacto engranaje del artefacto, manipulado por el sol, no es una patraña: me ha hablado la señorita Scamporrino de unas manchas de humedad en la balaustrada que ella no se explicaba pero cuyo origen me parece ahora claro: un trozo de hielo se ha disuelto realmente allá arriba, empapando la arenisca de debajo ...

Se interrumpió: tras él surgió el cabo primera Casabene, que se le acercó al oído y murmuró unas pocas palabras. Curro asintió, reanudó el discurso: —Acabo de saber que, merodeando por habitaciones y lugares, mi ayudante ha encontrado en el coche del doctor Maymone, ocultos en el maletero y envueltos en un periódico, detritus de tierra y entre ellos un punzón. Una prueba que resultaría decisiva si no fuera demasiado descarada, pero que sin duda no dejará indiferente al jurado ...

Aquí calló y recomenzó la barahúnda. Todos hablaban a la vez, nadie escuchaba a nadie. Una vez más, el comisario dijo casi gritando:

—¡Calma, calma! Es un extraño embrollo, pero intentaremos resolverlo. La carta que hemos oído acusa a una persona. Y sé muy bien que tendría que atenerme a procedimientos precisos, interrogarla en presencia de un abogado, de un alguacil o qué sé yo. Pero ya he dicho que yo soy un policía a la antigua. Y mientras me reservo para más tarde el hacer las cosas de acuerdo con las normas, les pido a todos sin ceremonias que me ayuden a ver la luz. Salvando el daño de acciones futuras, ¿por qué, por ejemplo, el señor Ghigo no nos dice inmediatamente si se reconoce culpable de la muerte de su cuñado? ¿Por qué no contesta a la acusación?

Ghigo dio un puñetazo en la mesa.

—¡¿Yo, esa lombriz?! —exclamó-o. Claro que me habría gustado matarla, pero con mis manos, o con un cuchillo untado de ajo o con una maza de carnicero... Pero ¿me imagináis removiendo pedruscos, calculando efectos solares?

¿Me imagináis con un lingote debajo del brazo, o mejor aún en una carretilla, paseándolo por escaleras y senderos ... ? Por Dios, si alguien lo ha hecho, seguro que no soy yo. Pienso más bien que ha sido un accidente; y hay que decir que un bendito y providencial accidente.

Curro torció la boca.

—El accidente ya ha sido eliminado. Según el examen que he realizado en lo alto del belvedere, la erosión del pedestal no parece debida al azar sino a la mano del hombre. En cuanto al lingote, de acuerdo. Pero puede haberse tratado de una bandeja de hielos, cubitos o algo asÍ, sacada simplemente de un
freezer
.

—Tonterías —insistió Ghigo.

—No exactamente. —Curro hablaba lentamente,

con cierta viciosa dulzura —. Queda siempre esa prueba reina, la profecía de Medardo. Explíqueme un poco, señor Ghigo, ¿cómo habrá conseguido Medardo adivinar tan concretamente su manera de morir? Yo le hablo, claro está, de manera informal, sin el más mínimo apriorismo. Pero, si estuviera en su piel, me sentiría mal.

Ghigo pareció encajar el golpe. Estaba pálido, sudaba, no conseguía formular una sílaba, y con mirada fugitiva buscaba alrededor de la mesa una difícil solidaridad.

Fue en ese momento cuando el escultor levantó tímidamente una mano.

—Señor comisario —dijo—, yo también tengo que mostrarle algo: un pliego que el difunto me entregó el día antes de que la muerte le cayera, no se puede decir de otra manera, entre la cabeza y el cuello. El compromiso que me pidió fue el de hacerla público después de su muerte, pero sólo después de que otro escrito suyo hubiera aparecido a la luz. No entendí muy bien el sentido de la pretensión, me pareció que tenía que tratarse de una broma, algo semejante a una cadena de san Antonio. Ahora bien, después de lo que ha ocurrido, me he convencido de que tengo en las manos el segundo episodio de algo, sea testamento o declaración. Habiéndose por otra parte cumplido mientras tanto las condiciones exigidas por mi amigo, aquí me tienen dispuesto a exhibir la carta cubierta. No sé si es morralla o triunfo, si absuelve o condena a alguien. Da igual: tengo la obligación de jugada y la juego.

Sensación en la sala, con movimientos confusos de aprensión y esperanza ...

¿Así que Paganini vuelve a tocar? -ironizó Lidia Orioli, pero el escultor ya había tocado la campanilla que habitualmente, allí en la mesa, servía para llamar a Haile.

El negus apareció
ex machina
, debía de haberse quedado cerca a la espera.

El tiempo, para Soddu, de dad e la llave de su
cottage
susurrándole al oído unas palabras; y, para nosotros, de espiarnos mutuamente en la expresión sospechas, dudas, certidumbres. Qué caterva de caras pálidas y rojas, qué museo de figuras de cera engalladas ... Y cómo me gustó visitado figura a figura, fijando en la mente su ubicación para copiada después fielmente en mi cuaderno ...

No sé si he tenido ocasión de deciros que en las Villas el mobiliario era por lo menos tan extravagante como la planimetría. Así pues, la mesa alrededor de la cual nos sentábamos tenía forma de triángulo equilátero, con Curro en el vértice y yo a la mitad justa del cateto de la base. De modo que la bisectriz unía mis ojos con los suyos, como el esbozo que incluyo— os hará entender mejor (no es que sirva de nada,' en el caso actual, pero es para darme aires de escritora de novelas policíacas clásicas. Por otra parte, en mi circo de tres pistas, por no decir en mi cocina, todo sirve).

Era así, pues: (véase la figura anterior)

Una distribución casi por parejas, como se ve, a excepción de Lietta y Giuliano, que estaban desaparejados por iniciativa del comisario, quien temía que se distrajeran si estaban demasiado cerca. Así que me había correspondido a mí, como si lo hubiera pedido, disponerme a hacer de muro entre los dos: él, por una vez, desarmado de periódicos y, en aquella circunstancia, verosímilmente reticente a las habituales efervescencias; ella, más parecida que nunca a una joven actriz francesa que, si no me equivoco, se llama Miou-Miou. No 'había tenido tiempo de envidiarle en la oscura mejilla un rizo más oscuro en forma de interrogante, cuando ya el negus, de vuelta, ofrecía a Soddu una carpeta exactamente igual a la exhibida por el abogado; salvo que ésta no llevaba sellos sino que la ataban dos cordeles cruzados.

Curro aparecía repentinamente envejecido y cansado.

—Déjeme ver.

Su voz sonó áspera, cuartelera. Evidentemente las dos cuerdas, la humana y la autoritaria, vibraban en él con singular alternancia.

Así que de las manos del escultor, pasando a través de las de Ghigo y Cipriana, el nuevo testimonio llegó a él, no sé describir la excitación y la espera de todos durante el veloz relevo.

Una vez soltados los nudos sin dificultad alguna, el comisario lo abrió, sacando de él un sobre, esta vez sellado a fuego con los habituales lacres.

Curro lo hizo bailar en la palma de la mano.

—Curiosa confección —observó-o. Completamente al revés que la primera: allí un contenedor hermético y un contenido accesible. Aquí un contenedor accesible y un contenido hermético. Algo querrá decir.

Después, cruelmente:

—Me lo quedo yo y, por ahora, lo mantengo cerrado.

Protestamos, contestó:

—Primero: se impone una pausa a todos. A ustedes para recuperar la serenidad; a mí para digerir el golpe de frío y poder reflexionar un poco, sin obedecer cadavéricamente a los ritmos que pretende el cadáver. Segundo: yo todavía debo cerciorarme de si la víctima es aliada o enemiga, de si juega contra mí o a mi favor. .. Tercero ... en el interés de todos.

Miró a Belmondo.

—Abogado, usted es del oficio, me entenderá. Una iniciativa mía en ausencia del magistrado no sé hasta qué punto sería legal. Especialmente si, como parece, se trata de un testamento ...

Después se dirigió a Cipriana y con deferencia le pidió, para sí mismo y para Casabene, un alojamiento nocturno. Finalmente concluyó:

—Ha terminado la sesión. Nos veremos mañana.

Era casi la medianoche de la interminable jornada y nos dispersamos para cenar, cada cual por su cuenta, con provisiones de emergencia, luces de emergencia. El temporal lo había estropeado todo un poco, convirtiendo en pantano viscoso la pista de aterrizaje sobre la explanada. Por otra parte, muerto Aquila, que lo pilotaba personalmente, el helicóptero no podía sino permanecer inerte dentro del hangar de cañas que lo custodiaba. Por mucho que Curro pidió ayuda por teléfono, seguiríamos aislados por lo menos hasta el día siguiente y había que apañarse. Le invité a comer un par de huevos en mi habitación. Mientras los preparaba, le hablé de la apuesta abortada, de las notas que había tomado acerca de la utilización del tiempo de cada uno de ellos la mañana del delito.

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