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Authors: Gesualdo Bufalino

Qui Pro Quo (4 page)

—A propósito, hace rato que ha pasado mediodía y aquí sólo comemos palabras.

Ni en el mar olvidaba Cipriana que era la señora de la casa. Indicó a Haile que sirviera y el negus metió la mano en la bolsa de los víveres, se paseó tambaleándose un poco y repartiendo bolsitas y bebidas, en una pausa de la conversación. Pero Belmondo aprovechó el impulso:

—Estoy dispuesto a apostar, sin embargo, que, en caso de vida o muerte, cualquiera de nosotros sabría repescar en la mente las más minuciosas reminiscenCIas ...

Un murmullo de voces con la boca llena le dio la razón.

—¡Apuesto a que no! —replicó el editor-o. Lo que nos reiríamos si tuviéramos que explicar al día siguiente todos nuestros comportamientos del día anterior.

Pareció complacerse con su idea.

—Podría ser un juego a patentar. Podría llamarse:
¿Dónde estabas ayer a las
cuatro diecisiete?,
o bien
La coartada de papel mojado ...

Pidió a Salassie una servilleta de papel para anotar en ella a lápiz, en la medida que lo permitía el vaivén de la barca, los términos del compromiso y me nombró secretaria, cajera y juez de él.

—Todos los días son buenos a partir de éste. Os desafío, pillados de improviso, a que recordéis vuestros movimientos, horas y minutos de cada día ...

Ya estábamos de vuelta y el deslumbramiento del sol hacía que todos los rostros y todos los cuerpos semejaran un ídolo dorado. Nos tumbamos de nuevo, yaciendo en silencio. Pero, deslizándose a mi lado, el editor, con inexplicable obstinación, insistió en la apuesta.

—Mañana mismo —me susurró— procura anotar en una hoja todo lo que observes de todos nosotros, vestuario, idas y venidas, horas y minutos de aparición y desaparición. En su momento les pediremos cuenta de todo ello. ¡Verás qué divertido! —repitió, pero sus palabras sonaban a falso.

Lidia Orioli se levantó y vino a unírsenos.

—De acuerdo —dijo—, pero si, como dices, la vida entera es un misterio de habitación cerrada al que se adecua la literatura entera; si, parodiando un poco al admirable Stefano,
tout au monde éxiste pour aboutir á un polar,
¿no convendría pasar nuestra colección de popular a Biblioteca de los Clásicos, a una especie de
Pléiade
policíaca?

—¡No! —gritó casi Medardo, e inmediatamente comprendimos que había aguardado aquel momento para permitirse un golpe de efecto, tal era el triunfo que le brillaba en los ojos. Hasta el negus, que había comenzado a servir los refrescos, se quedó tieso, como un criado negro de la Princesa del bosque-o. ¡No! —repitió Aquila—. Si las cosas son así, si cada uno de nuestros gestos mima las peripecias de una investigación, ¿de qué sirve inventar otras inexistentes? Basta la vida, el arte es superfluo, probablemente nocivo. En dos palabras, de ahora en adelante, manifiesto que ya no creo más en ello y cierro la tienda. El próximo volumen, ya en la imprenta, los tres capítulos recuperados hace poco del
Zafarrancho,
será el último que saldrá, para acabar en apoteosis ...

Adoptó, para corroborar sus palabras, un aire inspirado:

—Será —declamó— como la misa suprema celebrada por un antipapa, antes de arrojarse por una ventana del Vaticano ...

Ay, fue mi primer pensamiento egoísta, vaya golpe para mi pobre
Qui pro
qua.
Justo ahora que me había decidido a entregárselo a escondidas en medio de la correspondencia del día, como hace una madre soltera con el fruto de la culpa en el torno del monasterio ... Pero más me impresionó a mi lado el bajo continuo de Lidia Orioli a medias entre el gemido y el aullido.

—¡¿Cómo?! —soltó finalmente, rompiendo entre los dedos morenos y secos un palote-o. ¡Yo tengo un contrato! —ululó, derramando sobre un muslo el vaso semilleno—. ¡Esto no acaba así!

Mientras, Ghigo, que también se había levantado, balbuceaba:

—¿No veis que nos engaña? Yo que soy el socio minoritario estoy
in albis ...

Ya estábamos a punto de atracar y el editor opuso el silencio a las lamentaciones habituales. Sólo al descender en primer lugar de la barca a la orilla, con una parsimonia que descubrió su repentino cansancio y le hizo asemejarse una vez más a un oso bamboleante, dijo, dirigiéndose a los demás:

—La apuesta sigue en pie. Y, claro está, la hospitalidad.

III. AVISOS DE SEÍSMO INMINENTE

La verdad es que me había aficionado al sueñecito de después de comer.

Pero mi habitación no tardó en convertirse en un puerto de mar, los tenía a todos en fila pidiéndome indiscreciones, sabiéndome el brazo derecho e izquierdo del jefe. En busca de confirmaciones, pero mucho más de desmentidos; y yo oponiendo inútilmente la verdad: que no estaba al corriente de nada, que estaba más bien alarmada por mi puesto. Fingían creerme y a continuación, después de una mirada rencorosa, se iban.

Tan indiferentes hasta entonces respecto a mí, las que más asomaban furtivamente la cabeza detrás de los cristales de la ventana, espiando en el interior como podían, eran las dos Belmondo. Me levanté a abrir, las vi inmediatamente inquietas, ávidas, pero sobre todo las olí perfumadas con un nuevo, idéntico y feroz perfume que a mí me recordaba más que otra cosa un hedor de chinches muertos o de nenúfares putrefactos.

Bellísimas ambas, no lo niego: la hija con el hoyuelo en la barbilla y la nube de cabellos colgando detrás de la nuca como un trofeo vacilante; la madre recién salida de una metopa de Selinunte, y empuñando el abanico como un cetro. Ahora bien yo, aunque muy poco propensa al placer (como me aseguran las frustrantes manipulaciones a las que me abandono en solitario, a veces), abrigo por la belleza —no importa si de hombres o mujeres— una pasión sin reservas. Así que las miraba a las dos, siendo la primera vez que se dignaban tratarme tan de cerca, con la voracidad de una campesina delante de su primer escaparate urbano ... Pero no sin que me asombrara, en aquella misión de espionaje, la presencia de la más. joven, tan ajena en apariencia a semejantes curiosidades.

Se quedaron poco tiempo.

—¿Es verdad —preguntó la madre— que no se trata de cerrar únicamente «El gato y el canario» y que Medardo lo liquida todo? ¿Es verdad que está a punto de quebrar? No creerás en la fábula que nos ha soltado esta mañana...

—¡Demasiado fea para ser verdadera! —exclamó Lietta, por una vez bastante adecuadamente, ella que poseía el tic de corromper ese modo comparativo en forma de obviedades demenciales, como les gusta hacer a los estudiantes: «Demasiado calvo para ser rubio», «Demasiado lobo para ser cordero» ... , y así sucesivamente.

¿Qué podía responder? Callé, hasta que la madre, irritada, se largó. Se quedó atrás Lietta, y parecía a punto de irse cuando, retrocediendo rápidamente, me preguntó en voz baja, dejándome estupefacta:

—¿No tendrías un poco de caballo?

-¿No tendrías un poco de caballo?

(
Eugène Grasset
- La morfinómana)

Después, cansada de esperar respuesta, se alejó como una sonámbula. «Caramba con la curación», pensé para mis adentras, mientras casi sin intervalo otro visitante, el más imprevisto, llegaba. Éste, más para desahogarse que para preguntar, porque era Ghigo Maymone, amansado por la inquietud. Un monólogo, el suyo, que por lo menos sirvió para tranquilizarme en alguna medida sobre mi futuro:

—Primero: sin mi consentimiento no puede vender.

Segundo: aunque vendiera su participación mayor, yo permaneceré en la sociedad con suficiente poder para asegurarte ...

Le sentía, por una vez, humano. ¡Aunque tan poco convencido de lo que decía ¡ Más aún, cuando le oí murmurar:

—No hay catástrofe que pueda conmigo.

No mentía y eran testigos de ello una nota de desolación definitiva en la voz; y las bolsas debajo de los ojos; y la barba que, sin afeitar o mal afeitada por la mañana, comenzaba a esparcirle las primeras sombras azules por las mejillas.

El discurso del cura fue ingenuamente colérico:

—¿Y mis
royalties?
¿Me los congela? Yo le mato. Yo tengo que casarme, yo ...

Pero si aquí todo se va a freír espárragos...

¿Casarse... ? Vaya ... Así que no eran meramente samaritanos o pedagógicos los coloquios nocturnos, arriba en la rotonda o en la Punta di Mezzo, con la descarriada Lietta... Descarriada y redimida, pero, como ahora tenía claro, no tan redimida ... Y si finalmente, como sostiene, ha colgado los hábitos, ¿por qué él, el Giuliano apóstata, insiste en llevarlos? A menos que la holgada sotana le sirva de coraza, de escondite ... Como le sirve un apagavelas a una llama ...

Asaltada por esta sospecha bastante indecente, «Avergüénzate, Esterina», me dije, y me sustraje a sus proposiciones con la fuga.

Mientras subía por la escalera, me tropecé con los dos artistas compañeros, encaminados, me dijeron, a buscar panoramas que dibujar.

Me alegraba cada vez que los veía por lo diferentes que eran. Y me divertía imaginándomelos héroes de mis tebeos mentales: dos cazadores dominicales de mariposas, extraviados en plena sabana; una sufragista del brazo de un sargento de la legión extranjera; Popeye el marino con su,

¿cómo se llama?, Oliva ...

Finalmente, gracias a Dios, pude alejarme a solas.

Para escapar al asedio, pero sobre todo para recoger en mi interior las sumas del pandemónium del que era espectadora incluso demasiado remunerada. ¿Hasta cuándo?, pensé, dejándome turbar también yo por las perspectivas de desastre que amenazaban la empresa, de las que no había tenido hasta entonces el menor aviso a no ser a través de alguna frase interrumpida o duplicado de acoso bancario, llegado a mis ojos o a mis oídos casualmente. Nunca, sin embargo, hasta el punto de dudar de que la máquina no gozara de buena, de buenísima salud. Y además, si bien yo, y el socio Ghigo, y la Orioli dirigente, y don Cesare autor, podíamos legítimamente temer el desmantelamiento debido a nuestros contratos pendientes, ¿qué les importaba a los demás, por qué se lamentaban tanto?

Basta, dejé que el tiempo viniera a curar mis dudas y me entregué al paseo.

No se veía un alma, todos se habían encerrado a incubar las novedades. Yo iba por los senderos y atajos que unían los miembros accesorios de la residencia; de espaldas al mar casi siempre, pero parándome a veces a contemplar desde arriba su indiferente fulgor bajo la fuerza de la tarde. Una vela en el horizonte, cada vez más vaga y lejana; y abajo en la playa el revoloteo de una toalla anaranjada, abandonada en una tumbona, con la que jugaba la brisa ... Eran las dos únicas excepciones a la inercia universal. Si no se cuenta mi corazón, que había acelerado los latidos ante la idea de que las vacaciones terminaban y ya no podría volver a vivir otras iguales; que las hogueras sobre la playa del agosto de 1990 no volverían a arder jamás ...

Así vagando llegué a la cabaña o leñera o almacén o como quiera llamársele, que era mi parada predilecta en todas mis exploraciones: el más exótico refugio de caravanas que se pueda imaginar. Y donde en la entrada sorprendí, alejándose con una estúpida mueca en los labios, al jovencito Gianni (?) Orioli, algo entre el efebo de Mozia y una acelga. Alguien que amaba los lugares más solitarios (y también los vicios, insinuaba Medardo, acusando sus ojeras) y que me había acostumbrado a ver asomar por el bosque detrás de cada árbol, haciéndome "bum» con los labios y apuntándome con el hocico oscuro de una pistola de juguete. No me dijo nada, ni yo le dije nada, sino que me metí en el fresco interior del almacén, donde alrededor de la chatarra de una cama de campaña se amontonaban desechos de remotos bailes de disfraces, un viejo gramófono de bocina, sombrereras y cajas de zapatos vacías, junto a una estufa oxidada, dos o tres fajos de viejos
Domeniche del Corriere,
un busto del filósofo Tales, para el cual tal vez no se había previsto sitio en el parapeto de la rotonda ...

Yo lo observaba perpleja cuando de repente me distrajo, apoyado en la pared, un fantoche de tamaño natural, un espantapájaros quizá, quizá un maniquí de sastrería. Curiosa presencia: artificialmente desventrado y fláccido, casi sin estopa, y sosteniendo a duras penas sobre el cuello, gracias a un mero alambre, el informe amasijo de la cabeza. Tuve tiempo de asombrarme de las pajas y porquerías húmedas que llevaba encima, antes de que Medardo apareciera de repente delante de mí, quién sabe dónde se había ocultado antes.

—Hola, vestal —me saludó, como solía interpelarme cuando estaba de buen humor-o. ¿Qué haces aquí?

y como me leía en los labios la misma curiosidad, la eludió, fingiendo leer otra, y respondió a ésta:

—Lo dejo todo, mando a todos al diablo.

Me posó paternalmente la mano en el hombro. —A ti no. Tú, si no fuera por la caligrafía, serías un ángel de cabo a rabo.

—Malogrado —objeté-o. Pero mi .madre lo intentó. Aquila se puso serio.

—Después de las vacaciones probablemente cambiará todo. Pero disfrutemos ahora de estos fuegos finales.

Se quedó un poco pensativo, y añadió:

—Vaya, me olvidaba.

Le asomó entre las manos un pequeño paquete, cerrado por dos gomas cruzadas.

—Son documentos de la empresa, importantes.

Guárdalos tú. Para meter en la caja fuerte en cuanto regreses a la ciudad. Si, como me temo, en esas fechas estoy de viaje, podrás examinados y ocuparte de ellos en mi lugar.

Se fue, gritando:

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