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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Puro (21 page)

Pressia

Sarcófago

P
ressia corre todo lo rápido que puede. Bradwell va en cabeza, con la camisa agitada por las alas, y Perdiz esprinta a su altura, con el abrigo ondeando al viento. Se da cuenta de que el puro puede correr más rápido —por el entrenamiento especial de la academia, pese a no ser un «espécimen maduro»—, pero entiende como una buena señal que se quede a su lado; a lo mejor ha comprendido lo mucho que la necesita. Los cánticos resuenan, se oyen bramidos por los callejones y, a veces, disparos seguidos de gritos agudos.

—¿Volvemos abajo? —le grita Pressia a Bradwell.

—No. También van por los túneles.

Pressia mira hacia atrás y ve al cabecilla del equipo. Va descamisado y lleva los brazos y el pecho manchados de rojo sangre sobre metal. Tiene la piel de la cara fruncida y reluciente. Mantiene uno de los brazos como aovillado contra el pecho, arrugado allí; pero el otro, en cambio, es bien musculoso. Se ha pegado con cinta trozos de cristal a los nudillos. Aunque fuese un soldado de la ORS de los que suele ver patrullando, de esa guisa no lo reconocería.

Va a la cabeza de la formación en cuña; los demás lo siguen en tumulto. Al fondo hay un árbitro que decide cuándo se dispersa la base de la cuña y forma un círculo cerrado en torno a una víctima. Una vez Pressia vio, desde su escondite en un viejo buzón tirado, cómo atacaban a una mujer y a su hijo en una muertería. Recuerda ahora que, después de matarla a golpes, levantaron el cuerpo de la madre por encima de sus cabezas y lanzaron al bebé por los aires como si fuese un balón.

Pressia se tropieza con un bordillo, cae con todo su peso al suelo y derrapa por el cemento. Le quema la palma de la mano y le duele la cabeza de muñeca. Ve que las botas de Perdiz se detienen ante ella y los bajos mojados de su pantalón se vuelven. Intenta ponerse en pie pero comete el error de volver la vista atrás una vez más: los cuerpos rojo sangre y relucientes de la muertería la paralizan y tropieza una vez más.

—¡Por aquí! —chilla Bradwell por delante. No sabe que Pressia está en el suelo. Se sube de un salto a un muro de piedra bajo que hay junto al campanario caído.

La chica ve cómo se acercan cada vez más y que el cabecilla tiene los ojos clavados en ella.

Y en ese momento alzan su cuerpo y siente el viento en la cara. El calcetín que lleva en el puño de cabeza de muñeca se engancha con algo en el suelo y se le cae. Se desplaza por el aire, con la muñeca a la vista, y oye que Perdiz le dice:

—No pasa nada, estamos al lado. Casi hemos llegado.

No quiere que la rescate ningún puro.

—No. Estoy bien. ¡Suéltame! —se resiste Pressia.

El chico no responde, se limita a apretarla con más fuerza, y aunque ella sabe que si la soltase la muertería se la llevaría por delante, le da puñetazos en las costillas a Perdiz con la cabeza de muñeca.

—Te lo digo en serio. ¡Que me bajes!

En medio del pánico su visión capta a Bradwell levantando un trozo de verja de forja que han puesto sobre una apertura que conduce a un tramo de escaleras. Cierra los ojos cuando Perdiz la agarra con fuerza y salta hasta los escalones.

En cuanto pisa el suelo, ella lo empuja y él la baja. Sin el calcetín para esconder el puño de muñeca se siente desnuda. Se tira de la manga del jersey todo lo que puede y se sienta. Con las rodillas pegadas al pecho, esconde la cabeza de muñeca en el regazo. Está tan oscuro que no ve casi nada.

—Perdona —se excusa Perdiz—. Es que tenía que cogerte; si no…

—No te disculpes —le dice Pressia frotándose las costillas por donde el puro la ha agarrado con tanta fuerza—. Me has salvado la vida. No me hagas creer que tengo que perdonarte por eso. —Es lo más que puede decirle.

Están todos sentados en el suelo, Pressia entre ambos chicos, con las espaldas pegadas al muro helado. Se han acurrucado en una esquina apartada de las escaleras y no se mueven de ahí. No puede creer que Perdiz la haya cogido así. ¿Cuándo fue la última vez que la llevaron en brazos? Se acuerda de su padre envolviéndola en un abrigo y llevándola en volandas. Lo echa de menos, a él y la sensación de estar segura y caliente.

La estancia es pequeña y húmeda. Sus ojos se van acostumbrando poco a poco a la oscuridad y descubre entonces que no están solos. Excavada en la pared de enfrente hay una figura de piedra: la estatua de una niña sobre la tapa de una caja de cemento larga y estrecha, como un ataúd, en una pared de plexiglás, algo quebrada pero todavía de una pieza. En la pared hay una placa grabada pero está demasiado lejos y no puede leerla. La estatua tiene el pelo largo y suelto, salvo en la cara, donde lo tiene recogido tras las orejas, y lleva un vestido liso hasta los pies. Las manos, muy delicadas, están unidas sobre el regazo. Parece sola, aislada del mundo. Tiene una profunda tristeza en los ojos, como si hubiese perdido a gente a la que quiere pero, a la vez, siguiese expectante, aguantando la respiración, a la espera.

Los cánticos se oyen cada vez más cerca, al igual que el estrépito de los pies. Pressia se tira aún más de la manga del jersey y Perdiz la ve. Puede que quiera saber qué es lo que está ocultando, pero no es momento de hacer preguntas. Tienen la muertería justo encima. Los pies pisan con tanta fuerza por encima de sus cabezas que se cae un trozo de techo.

Aquí es donde la gente viene a rezar. Bradwell tenía razón. En el borde de la caja de cemento, junto al plexiglás, Pressia distingue la cera acumulada de las velas, las gotas que se han derretido y han caído desde la pared a las baldosas del suelo. Vuelve a mirar la estatua de la chica, que tiene su propio ataúd, una caja alargada que le recuerda el armario donde duerme…, o donde dormía. Pressia se pregunta si alguna vez volverá a la trastienda de la barbería con el abuelo. ¿Seguirá esperándola con el ladrillo en el regazo?

Las pisadas son ya atronadoras y el suelo retiembla. Caen trozos de yeso, piedras sueltas y una nube de polvo. De pronto Pressia teme que el techo se les venga encima. Los tres se echan las manos a la cabeza para cubrirse. Perdiz ha metido la fotografía en su funda de plástico, la ha guardado en la mochila y está echado sobre ella para protegerla.

—¡Nos van a enterrar vivos aquí! —grita Pressia.

—Pues ya sería irónico que nos enterrasen vivos en una cripta… —comenta Bradwell.

—No tiene gracia —le recrimina Pressia.

—No era mi intención.

—Yo preferiría no morir —interviene Perdiz—. Sobre todo ahora que sé que mi madre ha sobrevivido…

Pressia lo mira a través de la lluvia de polvo. ¿Eso piensa? ¿Cómo está tan seguro? La anciana lo único que les ha dicho es que alguien le había roto el corazón a su madre. Para Pressia eso no significa nada. Aguanta por un momento la respiración, con el deseo de que pare el traqueteo de pies, pero no hay manera. Se abraza las rodillas con fuerza y aprieta los ojos.

Una muchedumbre empieza a corear entre chillidos desorbitados y gritos de guerra.

—Han cogido a alguien —dice Pressia.

—Bien. Eso los calmará un poco —explica Bradwell—. Ahora se irán antes para llevarse el cuerpo al campo.

—¿Bien? —pregunta Perdiz—. ¿Qué tiene de bueno?

—«Bien» no quiere decir lo que tú te crees —le responde el otro chico. Los cánticos empiezan a alejarse.

Pressia se queda mirando el ataúd de piedra.

—¿Ahí dentro hay alguien muerto? —pregunta.

—Es un sarcófago —dice Bradwell.

—¿Un qué? —se extraña Perdiz.

—Un sarcófago —repite—. En otras palabras, sí: hay alguien muerto o parte de alguien.

—Entonces ¿estamos en una tumba? —indaga Perdiz. Bradwell asiente.

—En una cripta.

El puro sigue con la fotografía en la funda de plástico en la mano. Pressia alarga la mano y le pregunta:

—¿Puedo verla?

El chico se la da.

—¿Cómo? ¿Yo no puedo verla pero ella sí? —refunfuña Bradwell.

Perdiz sonríe y se encoge de hombros. Es una foto de un niño pequeño de unos ocho años en una playa: Perdiz. En una mano lleva un cubo y con la otra coge la de su madre. Hace viento y el mar ha dejado espuma alrededor de sus tobillos. La mujer es guapa, es la madre del puro, algo pecosa y con una sonrisa arrebatadora… Y la anciana tenía razón: Perdiz se le parece, tienen la misma luz en la cara. «Las madres —se dice Pressia— siempre serán extranjeras, una tierra que nunca veré.»

—¿Cómo se llama?

—Aribelle Willux…, bueno, de soltera Cording.

Pressia le devuelve la funda pero Perdiz sacude la cabeza y dice:

—Deja que Bradwell la vea.

—¿Yo? Pensaba que no era digno.

—A lo mejor tú te fijas en algo que yo no he visto.

—¿Como qué?

—Alguna pista o algo.

Pressia le pasa la fotografía a Bradwell, que se la estudia con detenimiento.

—Recuerdo ese viaje —comenta Perdiz—. Fuimos los dos solos. Mi madre había heredado de mi abuela una casa cerca de la playa. Hacía un poco de frío, y al final nos pusimos los dos malos, con un virus estomacal. Ella hacía té y yo vomitaba en una papelera junto a mi cama. —Rebusca en la mochila y saca el sobre con las cosas de su madre—. Ten. Lo mismo si ves estas cosas te viene alguna idea. No sé… Puedes leer la tarjeta de cumpleaños, si quieres. Hay también una caja de música y un colgante.

Bradwell le devuelve la fotografía, coge el sobre y mira en su interior. A continuación saca la caja de música, la abre y al instante suena una melodía.

—Esta canción no la conozco —reconoce Bradwell.

—Es raro pero, sinceramente, yo creo que se la inventó ella. Pero entonces, ¿cómo encontró una caja de música con la canción que se inventó?

—Parece hecha a mano —observa Pressia. Es sencilla y lisa. La coge—. Déjame verla. —Cuando Bradwell se la da, la inspecciona por dentro y ve los pequeños dedos de metal que golpean las pestañas de un carrete de metal que gira—. Yo podría hacer algo parecido si tuviese buenas herramientas. —Cierra la caja, la abre y vuelve a taparla para probar el mecanismo de parada.

Bradwell alza la cadena dorada y deja que se le enrolle en los dedos. El cisne gira. El cuerpo debe de ser de oro macizo, se dice Pressia. Tiene el cuello muy largo y un ojo de piedra más grande de lo normal, con una gema azul brillante del tamaño de una canica que se ve por ambos lados. Está perfecto, no tiene ni un arañazo, ni una tara… es puro. No puede apartar los ojos de él. En realidad nunca ha visto nada que haya sobrevivido a las Detonaciones, aparte de al propio Perdiz. El ojo azul es hipnótico.

Bradwell devuelve el colgante al sobre y se queda mirando a Pressia. Se le suaviza el rostro por un instante, como si quisiera decirle algo, pero luego vuelve a ponerse tenso.

—Ya os he traído hasta la calle Lombard. Eso es lo que os prometí. —Se levanta, aunque no del todo porque es demasiado alto para un techo tan bajo—. A la gente le parece alucinante que haya podido sobrevivir por mi cuenta desde los nueve años. Pero si lo he hecho ha sido precisamente porque he estado solo desde entonces. En cuanto empiezas a atarte a gente, se convierten en un lastre que te pesa. Tendréis que apañároslas por vuestra cuenta.

—Bonita forma de pensar —dice Pressia—. Muy generoso y caritativo por tu parte.

—Si fueses lista, tú también te irías. La generosidad y la caridad pueden hacer que te maten.

—Oye, por mí bien. No necesito que nadie me lleve de la manita —replica Perdiz.

Pressia sabe que tiene las horas contadas si se queda solo. Y él también tiene que saberlo. Pero ¿ahora qué? El aire de la cripta cambia, parece que pasa más ceniza iluminada por el sol. Se cuela por la abertura sobre sus cabezas y se cierne sobre ellos. Es de día y ya hay luz suficiente para leer parte del nombre de la placa, «Santa Wi», pero el resto ya no está, la placa se ha partido y las letras han desaparecido. Debajo logra distinguir algunas palabras sin importancia: «Nacida en… su padre era… santa patrona de… abadesa… niños… tres milagros… tuberculosis…» Eso es todo. Los padres de Pressia se casaron en una iglesia y el banquete se hizo fuera bajo unas carpas blancas. Se fija en que hay una florecilla seca, arrugada por el tiempo, en el borde lleno de cera. ¿Una pequeña ofrenda?

—Supongo que hemos llegado a un callejón sin salida —dice Pressia.

—En realidad no. Mi madre sobrevivió a las Detonaciones —repone Perdiz—. Para mí es mucho.

—¿Cómo sabes que sobrevivió? —le pregunta Pressia.

—Lo ha dicho la anciana. Tú estabas allí.

—Yo lo que creo que ha dicho es que él le rompió el corazón. Y eso no me dice gran cosa.

—Y es que es verdad: él le rompió el corazón y la dejó aquí. Si hubiese muerto en las Detonaciones no habría tenido tiempo de que le rompiesen el corazón. Pero así fue: él le rompió el corazón, y la mujer lo sabía, sabía que la dejaron atrás y que mi padre se nos llevó a mi hermano y a mí. Eso es lo que ha querido decir cuando ha dicho que le rompió el corazón. Puede que fuese una santa, pero no murió como tal.

Perdiz vuelve a meter la fotografía en la funda, que guarda a su vez en el sobre y luego en el bolsillo interior de la mochila.

—Pero, aunque sobreviviese a la explosión (lo que ya sería mucho elucubrar) —interviene Bradwell—, puede que no superase lo que vino después. No mucha gente lo ha logrado.

—Mira, puede que os parezca una tontería, pero yo creo que está viva.

—O sea, ¿tu padre os salvó a ti y a tu hermano pero a ella no? —le pregunta Bradwell.

El puro asiente.

—Le rompió el corazón a mi madre, y a mí también.

—La confesión se queda flotando en el aire tan solo un instante, hasta que Perdiz la aparta—. Quiero volver donde la anciana. Sabe más de lo que nos ha contado.

—Pero ahora es de día —le advierte Pressia—. Tenemos que andarnos con cuidado. Déjame que vaya yo antes a inspeccionar la zona.

—No, voy yo —dice Perdiz.

—No, yo —se ofrece Bradwell—. De paso veré qué daños ha causado la muertería.

—He dicho que voy yo —insiste Pressia, que se levanta y se sacude el polvo de la cabeza y la ropa. Quiere asegurarse de que Perdiz la sigue viendo útil. No se ha rendido.

—Es demasiado arriesgado —le dice Perdiz, al tiempo que alarga la mano para retenerla. Cuando le agarra la muñeca el jersey se levanta y deja al descubierto la cabeza de muñeca. Aunque lo sorprende, no la suelta. En lugar de eso la mira a los ojos.

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