Read Puro Online

Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Puro (20 page)

La gallina y los huevos semejan un extraño milagro, y se acuerda de cuando desenterró la tubería, como el que extrae un largo hueso blanco del suelo, y de cómo la tierra todavía estaba suelta, suave y tierna al tacto. Encontró un trozo de su vieja sierra de mano, le quitó el barro y serró los extremos. Todo salió rodado… salvo porque tenía a su hermano fusionado a la espalda. Helmud no iba a morir, no. Sería un peso que Il Capitano tendría que acarrear para siempre.

A veces, sin embargo, se acuerda del sonido de las armas deslizándose por el interior del tubo de PVC, el peso de las bolsas de poliéster, los sonoros chasquidos al montar los rifles, uno tras otro… y quiere a Helmud tanto como lo odia. Tiene la impresión de que no lo habría conseguido sin él. El peso de su hermano lo ha hecho más fuerte.

El murmullo regresa e Il Capitano se agacha todo lo que puede, hasta quedarse tendido en la maleza. Le parece oír a su hermano lloriqueando en voz baja. A veces a Helmud le da por llorar sin razón alguna.

—Calla —le susurra Il Capitano—. Calla, Helmud. No pasa nada. Cállate.

Ahora los ve: son unos seres extraños, medio humanos medio no se sabe qué, que van sorteando los árboles.

Perdiz

Canto

Y
a en la calle, Bradwell va en cabeza con sus rápidas zancadas. Lo sigue Pressia y luego Perdiz. El primero no mira en ningún momento hacia atrás para ver al puro, pero la chica sí lo hace y Perdiz se pregunta qué pensará de él. ¿Es solo una prenda que puede cambiar? ¿Quiere salir de la lista de la ORS —sea lo que sea eso— y conseguir ayuda para su abuelo, como ha dicho? Si es así, le parece justo: ella lo ayuda y, si puede, él hará lo propio. Además, ya le ha demostrado que tiene buen corazón; le salvó la vida antes de saber quién era o qué podía hacer por ella. Confía en la chica, y no hay más que hablar.

Y sabe también que Bradwell lo odia, que le exaspera la vida privilegiada de Perdiz en la Cúpula, pero ¿quién puede culparlo? Lo único que debe esperar es que no lo odie tanto como para dejar que un amasoide le aplaste la crisma, como ha dicho antes Bradwell. Podría haber tenido su gracia si no fuese porque es una posibilidad demasiado real.

El otro chico se detiene para escrutar un callejón y ver si está despejado.

El viento es ahora más frío y Perdiz se pega el abrigo al pecho.

—Así es el invierno, ¿no? —le pregunta a Pressia.

—No. En invierno hace frío.

—Pero ahora hace.

—No hace un frío de invierno.

—Me encantaría verlo todo cubierto de nieve.

—Para cuando toca el suelo la nieve es oscura, ya se ha manchado.

Bradwell vuelve sobre sus pasos y les dice:

—Están demasiado cerca. —Perdiz no sabe de quiénes habla—. Tendremos que ir bajo tierra. Por aquí.

—¿Bajo tierra? —pregunta Perdiz, a quien la idea no hace gracia.

Hasta en el sótano de la biblioteca de la academia se desorienta con facilidad, al no tener ningún referente, ni sol ni luna ni estrellas. Aquí, en cambio, uno de esos hitos fijos es la propia Cúpula, que es lo más brillante que hay en el horizonte, con su resplandeciente cruz apuntando directamente al cielo; aunque, al igual que Pressia, no está seguro de en qué cree.

—Si él dice que la mejor forma de ir es por abajo, será verdad —le asegura Pressia.

Bradwell señala un hueco cuadrado cerca de una alcantarilla. La rejilla de metal hace tiempo que desapareció, seguramente la robó alguien. Desliza primero las piernas y luego se deja caer. Cuando Pressia lo imita, sus zapatos resuenan con fuerza contra el suelo. Perdiz baja el último. Está oscuro y húmedo, con tantos charcos que ni se molesta en intentar esquivarlos; lo mejor es pasarlos por el medio sin más. Cada tanto oye animales, chillidos y gorjeos varios, y ve sombras correteando a su lado.

—Ahora en serio, ¿por qué vamos por aquí abajo?

—¿Has oído los cánticos? —le pregunta Bradwell.

—Claro —contesta Perdiz, que todavía los oye—. Pero no veo qué tienen de malo las bodas.

Bradwell se detiene, se vuelve y lo mira con los ojos entornados.

—¿Las bodas?

Perdiz mira a Pressia.

—Tú me dijiste que…

—Puede que le haya dicho que los cánticos eran de una boda —le dice Pressia a Bradwell.

—¿Y para qué le mientes sobre eso? —Bradwell la mira sin dar crédito.

—No sé. A lo mejor porque me gustaría que fuese verdad. Igual soy de esa clase de gente.

—Acto seguido, le dice al otro—: No es una boda, es una especie de juego, lo que la ORS entiende por deporte.

—Ah, entonces no es para tanto —dice Perdiz—. En la Cúpula también practicamos deportes. Yo he jugado de central en una versión de lo que antes se llamaba fútbol americano.

—Pues este es un deporte sangriento que se llama muertería y que la ORS utiliza para deshacerse de los más débiles de la sociedad. En realidad es la única modalidad deportiva que tenemos por aquí, si es que se le puede llamar así —le cuenta Bradwell, sin dejar de avanzar a toda prisa—. Consiguen puntos por matar a gente.

—Es mejor no cruzarse en su camino —le aclara Pressia, que luego añade, sin saber muy bien por qué, tal vez para darle dramatismo—: Tú valdrías diez puntos.

—¿Solo diez? —se extraña el puro.

—En realidad, diez es un cumplido —dice Bradwell volviendo la cabeza.

—Bueno, en tal caso, gracias. Muchas gracias.

—Pero si supiesen que eres un puro, quién sabe lo que te harían —comenta Pressia.

Siguen avanzando un rato en silencio. Perdiz va pensando en lo que le ha dicho Bradwell en la cámara frigorífica: «Y sales. Así sin más. ¿Y en la Cúpula se quedan tan tranquilos? ¿No te está buscando nadie?» Claro que están buscándolo, y seguro que interrogarán a los chicos de la academia que lo vieron por última vez, y a los profesores tal vez, a cualquiera a quien haya podido confiarle algo. Lyda… No puede evitar preguntarse qué le habrán hecho.

Y ahí abajo hace un frío y una humedad horribles. Los charcos apestan y el aire está tan estancado y quieto… Perdiz no se queja, pero le sorprende la inquietud que lo embarga y lo aliviado que se siente cuando por fin Bradwell se detiene y dice:

—Lombard. Tiene que estar justo por aquí encima. ¿Preparados?

—Listo —contesta Perdiz.

—Un momento. Prepárate para lo peor.

¿Tan ingenuo parece?

—No te preocupes.

—Lo único que digo es que no te hagas muchas ilusiones.

Pressia lo mira de un modo que Perdiz no sabe bien cómo interpretar: ¿Siente compasión por él? ¿Está un poco enfadada, o intenta protegerlo?

—No me hago muchas ilusiones —dice, aunque sabe que es mentira.

Quiere encontrar algo, si no a su madre, al menos algo que lo lleve hasta ella. De no encontrar nada, no tendrá adónde ir. Habrá escapado sin razón alguna y sin remisión. Bradwell le ha dicho que vuelva a casa, a la Cúpula con su papaíto. Pero eso ya no es posible, ¿no? ¿Podría acaso volver a las clases de Glassings sobre historia mundial? ¿Podría salir con Lyda y comunicarse con ella mediante el puntero láser de Arvin en el césped comunal? ¿Lo anestesiarían y lo cambiarían para siempre? ¿Se convertiría en un alfiletero? ¿Lo intervendrían? ¿Le injertarían una tictac en el cerebro?

En la apertura hay una vieja escalerilla oxidada para subir, pero Perdiz salta, se agarra del borde de cemento por encima de la cabeza y se impulsa para subir igual que hizo por los túneles que llevaban al sistema de filtrado del aire. Parece que han pasado años.

En la superficie hubo en otros tiempos una fila de casas que ahora, sin embargo, están derruidas, son tan solo un cúmulo de escombros y cascotes. En el suelo hay un poste de una farola que parece un árbol alcanzado por un rayo, achicharrado y tirado, junto a los chasis de dos coches destripados. En la esquina ve el campanario de la iglesia de la que Bradwell ha hablado. El templo se vino abajo y el campanario con él; ahora sobresale, algo retorcido, sin apuntar ya al cielo como la Cúpula.

—Hemos llegado —les informa Bradwell sin mudar el rostro—. Lombard.

Perdiz diría, no obstante, que en su tono hay cierta alegría o al menos satisfacción.

Una brisa levanta el polvo de ceniza pero Perdiz no se cubre la cara. Avanza por la calle unos pasos. Se siente perdido mientras recorre los restos con la mirada. ¿Qué espera encontrar? ¿Algún vestigio del pasado? ¿La aspiradora? ¿El teléfono? ¿La señal de un hogar? ¿A su madre en una tumbona leyendo un libro y esperándole con limonada recién hecha?

Pressia le toca el brazo.

—Lo siento.

El chico la mira y le dice:

—Tengo que ir al ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard. —Entra en una especie de piloto automático—. El ciento cincuenta y cuatro.

—¿Cómo? ¿Estás de broma? —se mofa Bradwell—. No hay ningún ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard porque no hay calle Lombard que valga. ¿Es que no lo comprendes? ¡Ha desaparecido!

—Tengo que ir al ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard —repite Perdiz—. ¡Tú no lo entiendes!

—Sí que lo entiendo —replica Bradwell—. Vienes a un sitio que ha saltado por los aires a mezclarte con miserables deformes y te crees que mereces encontrar a tu madre porque sí. Crees que tienes derecho porque has sufrido ¿cuánto? ¿Un cuarto de hora?

Perdiz mantiene firme la mirada pero empieza a respirar entrecortadamente.

—Voy a encontrar el ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard. A eso he venido.

Se aleja por la calle a oscuras y oye que Pressia dice:

—Bradwell.

—¿Lo oyes? —le pregunta el chico. Los cánticos de la muertería prosiguen. Perdiz no sabría decir lo cerca o lo lejos que están porque las voces parecen resonar por toda la ciudad—. ¡No tienes mucho tiempo! —Ya mismo amanecerá.

Pressia llega a la altura de Perdiz, que se detiene. Ha encontrado una casa sin la planta de arriba pero con lonas atadas a las ventanas. Oye un canto muy bajo.

—Tenemos que darnos prisa —le advierte Pressia.

—Hay alguien dentro.

—De verdad —insiste la chica—, no tenemos mucho tiempo.

El chico se quita la mochila, abre la cremallera y saca una funda de plástico con una fotografía en su interior.

—¿Qué es eso? —quiere saber Pressia.

—Una foto de mi madre. Voy a ver si quien esté dentro se acuerda de ella.

Va hacia la entrada de la casa, que ya solo tiene por puerta unos tablones apoyados contra el umbral.

—No —intenta retenerlo Pressia—. Nunca sabes con qué clase de gente te puedes encontrar.

—Tengo que hacerlo.

La chica sacude la cabeza y le dice:

—Pues entonces cúbrete.

Perdiz se enrolla la bufanda por la cara, se pone la capucha y deja a la vista únicamente los ojos.

Ahora el canto se oye con más fuerza, una melodía desacompasada de una voz aguda y vibrante; parece más un gorjeo que un cántico.

Llama a los tablones con los nudillos y el canto se detiene. Se oye un repiqueteo de lo que parecen cacerolas y luego nada.

—¿Hola? —llama Perdiz—. Siento molestarle pero quiero preguntarle una cosa.

No hay respuesta.

—Tenía la esperanza de que pudiera usted ayudarme.

—Venga —le urge Pressia—. Vámonos.

—No —susurra el chico, aunque los cánticos parecen ahora más cerca que antes—. Vete si quieres, esto es todo lo que tengo. Es mi única oportunidad.

—Vale. Date prisa.

—Estoy buscando a una persona —dice al aire. No se oye nada por unos instantes y mira entonces hacia atrás, a Bradwell, que está chasqueando los dedos para decirles que aligeren. Perdiz vuelve a intentarlo—: De verdad, necesito que me ayude. Es importante, estoy buscando a mi madre.

Se escucha un nuevo repiqueteo y luego una voz de anciana que dice:

—¡Di tu nombre!

—Perdiz —dice acercándose más a la ventana cubierta por la lona—. Perdiz Willux.

—¿Willux? —responde la mujer. Por lo visto, su apellido siempre provoca algún tipo de reacción.

—Vivíamos en el ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard —dice apremiante—. Tengo una fotografía.

Aparece un brazo detrás de la lona, con una mano como una garra metálica y oxidada.

A Perdiz le da miedo darle la fotografía porque es la única que tiene; aun así se la tiende.

Los dedos la agarran y la mano desaparece.

Se da cuenta de que está amaneciendo, el sol está saliendo por el horizonte.

Entonces la lona se levanta y, muy lentamente, va dejando entrever la cara de una anciana, pálida y cubierta de esquirlas de cristal. La anciana le devuelve la foto sin mediar palabra pero con una mirada distante, extraña. Tiene la cara como hechizada.

—¿La conocía? —pregunta Perdiz.

La mujer mira a uno y otro lado de la calle y ve a Bradwell en la penumbra. Da un paso hacia atrás y baja un poco la lona. Después fija la mirada en Perdiz y le dice:

—Quiero verte la cara.

Perdiz mira a Pressia, que niega con la cabeza.

—Te diré una cosa, pero antes tengo que verte la cara.

—¿Por qué? —interviene Pressia dando un paso hacia delante—. Dele la información y punto. Es importante para él.

La anciana sacude la cabeza.

—Tengo que verle la cara.

Perdiz se baja la bufanda y la mujer lo mira y asiente.

—Lo que creía.

—¿A qué se refiere? —pregunta Perdiz.

La mujer sacude la cabeza.

—Me dijo usted que me daría información si le enseñaba la cara. Yo he mantenido mi palabra.

—Te pareces a ella —dice la mujer.

—¿A mi madre?

La anciana asiente. Los cánticos son cada vez más sonoros. Pressia le tira de la manga a Perdiz y lo apremia:

—Tenemos que irnos.

—¿Está viva? —quiere saber el chico.

La mujer se encoge de hombros.

Bradwell les silba. No pueden perder más tiempo. Perdiz oye ya las pisadas de la muertería, la algarabía de las botas por las calles, las voces arriba y abajo al unísono. El aire vibra.

—¿La vio después de las Detonaciones?

La mujer cierra los ojos y murmura algo entre dientes.

Pressia tira del abrigo de Perdiz.

—¡Tenemos que irnos ya!

—¿Qué ha dicho? —le grita Perdiz a la señora—. ¿La ha visto o no? ¿Sobrevivió?

Por fin la mujer alza la cabeza y dice:

—Él le rompió el corazón. —Y entonces vuelve a cerrar los ojos y empieza a cantar en voz alta, unas notas angustiadas y estridentes, como si intentase ahogar todo lo que la rodea.

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