Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
—Si quieres subir al Olimpo en busca de tu Rosaura, tendrás que encontrar la puerta. ¿Sabes ya dónde está?
—Para eso he recurrido a ti. Tú eres el matemático.
—¡Pero no el mago! ¿Cómo podemos encontrar un lugar que está fuera de todo lugar?
Virgan se encogió de hombros. Sabía que le esperaba una perorata sobre física y se aprestó a resistirla pidiendo otra botella de vino a una camarera que tenía tres brazos. «Qué falta de gusto —pensó—. Tres pechos habrían sido más discretos.»
—El problema es que no hay puerta que encontrar, porque cada lugar es tan bueno o tan malo como cualquier otro para entrar en el Universo Privado de un Pantócrata. Es como hallar el País de las Hadas: siempre está justo más allá del horizonte, pero no hay manera de llegar a él porque por definición no se puede alcanzar el horizonte,
—¿Te he hablado alguna vez de las cuerdas?
Virgan asintió. No añadió que durante esa conversación el estado de ambos era lamentable. Para recrear mejor el ambiente de aquella noche, rellenó las copas de ambos.
—La verdad es que desde antes de los Pantócratas ya se sabía que la base de todo eran unas entidades irreductibles a las que se llamó «supercuerdas», porque el de una cuerda parecía el modelo más apropiado para ellas. Todas las partículas conocidas se podían explicar cómo distintas vibraciones y oscilaciones de estas cuerdas. ¡Por fin la
arkhé
de todo!
»Pero nadie sabía manejar una cuerda. ¿Qué es lo que les imprime sus vibraciones, lo que determina, por decirlo así, en qué nota suenan? De alguna manera, cuando nosotros bombardeamos una partícula con otra estamos alterando las vibraciones de las cuerdas, pero es como tocar un piano a martillazos. ¿Me sigues?
—Más o menos.
Mientras daba cuenta del segundo plato, un asado que parecía desaparecer entre sus fauces como por arte de magia, Steel añadió que los Pantócratas dominaban el secreto de hacer oscilar las cuerdas en tal número que introducían no ya cambios subatómicos, sino alteraciones en la misma textura del espacio-tiempo. De ese modo podían abrir grietas en él por las que viajar de una estrella a otra casi instantáneamente. Y, aún más sorprendente, eran capaces de crear, a partir de esas grietas, enormes burbujas que no ocupaban sitio material en el universo exterior, pero que por dentro podían crecer hasta magnitudes tal vez ilimitadas.
—Aquellas dimensiones que quedaron enrolladas sobre sí mismas en el Big Bang, ellos parecen capaces de estirarlas a su conveniencia. Eso los convierte en dioses de sus propios universos.
—¿Entonces qué interés pueden tener en seguir en contacto con nosotros?
—¿Tal vez sentirse superiores a los mortales y raptar lindas mujeres, como hacían los dioses olímpicos? —Steel meneó la cabeza—. Sospecho que sus burbujas deben permanecer abiertas de alguna manera porque cerradas serían muy inestables, aunque parezca paradójico. De todas formas, en realidad no tengo ni idea. Cuando me cerraron el departamento estaba empezando a acercarme a un modelo de burbujas inestables... ¡Y desde arriba acabaron con todo! No me dejaron conservar ni mis notas, y ahora mismo no dispongo de suficiente potencia informática para repetir aquellos cálculos.
—¿Cómo dices? ¿No trabajas de programador?
—Pero estoy muy vigilado. He cometido todos los desmanes y tropelías posibles en un ordenador, incluyendo borrar registros de más de uno. Asesinato puro, vamos. —Virgan se estremeció, pero Steel pasó por encima de su propio comentario como si se tratara de un cálculo sin importancia—. Pero sé que si tratara de introducir la más mínima ecuación... —Hizo un gesto expresivo a la altura de su prominente nuez.
Virgan sintió una repentina melancolía y apartó el plato. Aquel lugar, aquella comida, le trajeron recuerdos de ocasiones similares que había compartido con Rosaura; la convicción de que jamás volvería a sentarse frente a ella y quedarse embelesado mirándola a los ojos había prendido un garfio en su estómago.
—Entonces no hay manera de llegar a ella... —murmuró para sí. Pero Steel sacudió la cabeza vigorosamente.
—Por mi experiencia, sé que casi siempre existe una manera posible de hacer las cosas. Lo único que hay que hacer es descubrir cuál es. —Consultó su reloj—. Creo que es un buen momento para irme. Pensaré en tu problema, Virgan, y si encuentro alguna solución, mañana a esta hora me podrás ver aquí mismo.
Sin esperar el asentimiento del artista, se levantó y salió del restaurante con sus zancadas largas y nerviosas. Virgan se preguntó si al día siguiente lo volvería a ver. Aunque sólo fuera para que esta vez pagara él.
No pudo dormir en toda la noche. Los viajes a otros planetas solían desvelarle. No dejó de dar vueltas en la cama conjurando la imagen de Rosaura, cuyo recuerdo empezaba a convertirse en el sueño de algo que tal vez nunca había sucedido. Alumbró mil planes descabellados para recuperarla, hasta que el menor de los soles de aquel sistema doble asomó por el horizonte. La luz del día, ligero alivio, ofrecía al menos la posibilidad de levantarse y salir a pascar. Ulmatar era un planeta frío, habitualmente barrido por vientos que invitaban a refugiarse en las casas; pero Virgan se arrebujó en su capa y recorrió las intrincadas callejuelas de la ciudad sin rumbo fijo, esperando durante una mañana interminable a que llegara la hora de comer.
Abstraído, entró sin darse cuenta en una zona
de proles.
Cuando la miseria del lugar, la suciedad de las calles y el desaliño de las casas le llamaron la atención, ya no sabía ni por dónde retroceder. Durante una media hora disfrutó del paseo, complacido en la belleza de la fealdad y el abandono, tanto en los edificios como en las personas que se cruzaban con él y le miraban hostiles y sorprendidas. El barrio no era demasiado distinto de otros similares en la Tierra, en Rezbo, en Arquías. «Los Pantócratas podrían acabar fácilmente con esto», se dijo. ¿Por qué no lo harían? Tal vez era un favor que hacían a las elites humanas, para que pudieran seguir sintiéndose elites.
—¿Tienes fuego?
Una mano enguantada y claveteada se había cerrado en el borde de su capa. Virgan bajó la mirada y se encontró con tres jovenzuelos de aspecto pretenciosamente amenazador.
—Nunca he fumado.
—No te he preguntado si fumas. Te he dicho si tienes fuego —silabeó su interlocutor, arrastrando las sílabas de una forma que parecía universal en los
proles.
Virgan apretó la mano del muchacho, hasta que comprobó por su gesto que estaba a punto de romperle los huesos, y le apartó con facilidad.
—Lo siento. No había entendido tu pregunta. Tampoco tengo fuego.
Siguió su camino sin mirar atrás. Por los rostros de los dos compañeros, sabía que no pasarían a la acción sin orden de su cabecilla; y éste se encontraba demasiado ocupado masajeando su mano dolorida para pensar en otra cosa.
Gracias a las indicaciones de un par de guardias, logró salir de aquel barrio, pero para entonces se había alejado demasiado del restaurante. Tomó un taxi y llegó al figón con veinte minutos de antelación. No ver allí al matemático le desanimó, y tuvo que recordarse que Steel no debía sentirse tan ansioso por aquel asunto como para acudir a la cita antes de tiempo. Salió del restaurante y a los pocos minutos volvió a entrar, y repitió esta operación dos o tres veces hasta que por fin encontró a Steel tomándose una cerveza en la barra.
—Aquí estoy.
Fue todo lo que se le ocurrió decir. El matemático le miró a los ojos, y debió ver en ellos tanta necesidad que buscó tranquilizarle sonriendo con un calor desacostumbrado en él.
—He pensado en cómo entrar en el
Idiokosmos
y sólo encuentro una posibilidad. Algo desesperada, me temo. ¿La discutimos comiendo?
Virgan pidió lo mismo que el día anterior por no molestarse en elegir. El matemático sirvió el vino para ambos y se explicó.
—Desde luego, no tengo soluciones matemáticas mágicas. Aunque conociera la teoría de cómo entrar en la burbuja privada de nuestro Pantócrata, nos faltarían las técnicas y los medios para llevarla a la práctica. Pero creo que hay una forma de encontrar la puerta del cielo... o mejor diría del infierno. Porque debes recordar que quien entra allí abandona toda esperanza —añadió con una sonrisa burlona.
—Ya te dije que estaba dispuesto a perderlo todo.
Steel entrecerró sus ojos de batracio con un gesto muy peculiar y cabeceó lentamente. Virgan siempre había dudado de que aquel hombre estuviera en sus cabales, pero por alguna extraña razón su asomo de locura le infundía seguridad.
—Cuando uno está dispuesto a apostarlo todo, se puede ganar. Al menos durante un tiempo muy corto. Además... tú tienes mucho dinero, ¿no?
Virgan asintió. Era el artista más cotizado en vida de todos los sistemas humanos, y tendía a ser ahorrador; sobre todo, desde que vivía con Rosaura.
—En ese caso podremos pagar armas, sobornos, engaños... Mucho tendremos que engañar para encontrar quien nos ayude.
—Digamos que para entrar al Hades... vamos a secuestrar al mismísimo barquero de los Infiernos.
Glota, la Voz del Pantócrata, había llegado con el tiempo a olvidar que su inmenso poder era vicario del de su señor y que algunos de sus antecesores, caídos en desgracia, habían sido ejecutados, públicamente o en privado. Como a tantos otros antes y después que él, el poder no le había dado ni más agudeza mental, ni más amplitud de miras, ni gustos más exquisitos. Sus diversiones en Mesapia, su ciudad flotante, que ahora había posado sus gigantescas patas de trípode en las arenas de Omán, eran tan similares a las del resentido Tiberio en Capri que hubieran inspirado desazonadores comentarios sobre la inutilidad del progreso humano.
En el corazón de la gran esfera que era Mesapia se escondían los aposentos privados de Glota, un pequeño palacio de estructuras interiores. El lujo que no podía mostrarse en las fachadas lo ostentaban las paredes, los techos y los suelos, muestrario de las más exóticas riquezas y las más extravagantes e inútiles creaciones de la ciencia. Al fin y al cabo, no había sido elegido Voz del Pantócrata por su gusto, ni tan siquiera por una inteligencia fuera de lo común o alguna otra cualidad que no fueran la falta de escrúpulos y la astucia para aprovechar sus ocasiones.
Despojado de su uniforme oficial, la panoplia de pequeños efectos destinados a acrecentar su majestuosidad, Glota cenaba en su comedor privado, sentado a una larga mesa tallada en un diamante que había cristalizado en el corazón de una estrella. La vajilla y los cubiertos eran de oro, y los vasos de cuarzo. Las luces de la sala, en sus erráticos giros, arrancaban molestos destellos de la mesa y la cubertería, pero a la Voz del Pantócrata no parecía importarle mientras, envuelto en su bata de seda verde jade, picoteaba de un plato y otro bajo la muda mirada de dos sirvientes.
Hubo una especie de chasquido dentro de su cabeza, el disparo de las neuronas que estaban directamente conectadas al receptor interno, y se levantó maldiciendo entre dientes, jamás interrumpía una comida, excepto cuando era su señor quien lo reclamaba.
En la Sala Negra, en una burbuja de semíestasis, flotaba el niño en la posición del loto. Clavado en su frente, el ojo gelatinoso de Radniakós briscó al recién llegado. No podía haber expresión en aquel órgano, ya que no lo rodeaba ningún rasgo que pudiera alterar su forma o su tamaño, pero Glota sintió que se le secaba la garganta mientras avanzaba bajo su mirada. Sólo cuando estaba a menos de diez metros del niño funcionaba directamente la interfaz entre el Pantócrata y su Voz. Hubiera podido ser de cualquier otra forma, pero ésa era la que deseaba Radniakós.
¿Te han traído ya al rebelde?
La voz sonaba directamente en su cabeza. La conexión no era perfecta: despertaba continuamente sinapsis vecinas, produciendo un flujo de chasquidos y chispazos interiores que acababan por levantarle migraña. Pero ése era su problema, no el del Pantócrata.
—No, mi Señor —contestó de viva voz, mirando de frente al ojo inexpresivo.
Infórmame del motivo.
—No hemos recibido otra comunicación más que un mensaje de desastre de la
Vara de justicia
, la nave que enviamos para capturarlo. Debe haber quedado destruida, aunque ignoramos por qué.
¿Qué hay de los hombres que viajaban
(¡chask! ) a
bordo?
—Los clones de los cuatro policías se han activado automáticamente. Pero no ha ocurrido lo mismo con los del senador Rodan y el Consagrado Zurk-56.
Están vivos. ¿Cómo puede ser si la nave ha sido destruida?
Glota volvió a tragar saliva. Radniakós, como siempre sucedía, conocía perfectamente todo lo que había sucedido. No buscaba información, sino examinar a su siervo.
—No lo sabemos, mi Señor. Lo cierto es que la
Vara de Justicia
comunicó su llegada al planeta donde se encontraba el rebelde, pero no volvimos a recibir más señal que la de la baliza de desastre.
Sí, Radniakós, dios casi omnisciente, sabía que la
Vara de Justicia
estaba en poder de Virgan y de su nuevo aliado, el hombre llamado Steel, que habían dejado en Klumte al senador Rodan —factor despreciable— y que tenían en su poder al Consagrado Zurk-56. Que se dirigían a la Tierra, directos a Mesapia, y que pretendían usar al Consagrado como llave para llegar hasta Glota. Y que Glota sería la llave para llegar hasta él.
Su voz ni siquiera lo sospechaba, pero Radniakós lo disculpaba en cierta medida. ¿Quién podía haber tan loco de dirigirse al corazón de su poder, en vez de huir despavorido hacia el confín de la Galaxia? Sólo ese lunático de Virgan.
En cualquier instante podía cortar el flujo de los acontecimientos, pero no lo haría aún. Tal vez no sería mala idea que Virgan volviera a ver a su antigua amante, y comprobara cómo habían cambiado las cosas. Tendría que olvidar la mirada de posesión del vídeo, aquella que tanto había irritado a Radniakós:
No creo que la
Vara de Justicia
haya sido destruida.. No sería extraño que el rebelde intentara huir con ella a alguna otra satrapía. Manda un comunicado de mi parte a todas las Voces de los Pantócratas. Si
(zumbido)
Virgan, o a la nave
Vara de Justicia,
que lo capturen y nos lo hagan saber de inmediato. Por supuesto... pídelo con la debida corrección.
—Así se hará, mí Señor. El rebelde no se nos escapará.
Extrema las precauciones, Voz. Nunca se sabe lo que puede pasar.