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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (23 page)

Estaba perfectamente adaptado a la era de la información, es decir, a nada. Valérie y Jean-Yves, como yo, sólo sabían utilizar información y capital; los utilizaban de manera inteligente y competitiva, mientras que yo lo hacía de un modo más rutinario, más burocrático. Pero ninguno de los tres, ni nadie que yo conociera, habría sido capaz de ayudar a la reanudación de la producción industrial, por ejemplo en caso de bloqueo por parte de una potencia extranjera. No teníamos la menor idea sobre la fundición de los metales, la fabricación de las piezas, la termoformación de las materias plásticas. Por no hablar de cosas más recientes, como la fibra óptica o los microprocesadores. Vivíamos en un mundo compuesto de objetos cuya fabricación, condiciones de posibilidad y modo de existencia nos eran absolutamente ajenos.

Eché una mirada a mi alrededor, asustado por lo que estaba pensando: vi una toalla, gafas de sol, crema solar, un libro de bolsillo de Milán Kundera. Papel, algodón, vidrio: máquinas sofisticadas, complejos sistemas de producción. Por ejemplo, era incapaz de comprender el proceso de fabricación del bañador de Valérie: se componía de un 80 % de látex y un 20 % de poliuretano. Pasé dos dedos bajo el sujetador: bajo la trama de fibras industriales sentí la carne palpitante. Deslicé los dedos un poco más abajo, y sentí que el pezón se endurecía. Aquello era algo que podía hacer, que sabía hacer.

El sol se estaba volviendo aplastante. Cuando nos metimos en el agua, Valérie se quitó la braga del bañador. Me rodeó la cintura con las piernas y se tumbó de espaldas, haciendo el muerto. Tenía el coñ abierto. La penetré con facilidad, moviéndome dentro de ella al ritmo de las olas. No había otra alternativa. Me detuve justo antes de correrme. Salimos del agua para secarnos al sol.

Una pareja pasó cerca de nosotros: un negro muy alto y una chica con la piel muy blanca, la cara nerviosa y el pelo muy corto, que hablaba mirándole y se reía demasiado fuerte. Estaba claro que era norteamericana, quizás periodista del
New York Times
, o algo parecido. De hecho, ya que me fijaba, vi que había muchas parejas mixtas en aquella playa. Un poco más lejos, dos rubios altos y un poco gordos, con acento nasal, reían y bromeaban con dos chicas espléndidas de piel cobriza.

—No está permitido llevarlas al hotel… —dijo Valérie, siguiendo mi mirada—. Alquilan habitaciones en el pueblo vecino.

—Creía que los norteamericanos no podían venir a Cuba.

—En principio, no; pero pasan por Canadá o por México. De hecho, están furiosos por haber perdido Cuba. No es difícil entenderlos… —dijo, pensativa—. Si hay un país en el mundo que necesita el turismo sexual, es Estados Unidos.

Pero de momento las compañías norteamericanas están bloqueadas, no se les permite invertir aquí. El país se volverá capitalista, sólo es cuestión de tiempo; pero hasta entonces los europeos tienen el campo libre. Por eso Aurore no quiere renunciar, aunque el club tenga dificultades: es el momento de sacarle ventaja a la competencia. Cuba es una oportunidad única en la zona Antillas-Caribe.

Tras un rato de silencio, continuó con tono de ligereza:

—Pues sí… Así hablamos en mi mundillo profesional…, en el mundo de la economía global.

9

El minibús a Baracoa salió a las ocho de la mañana, con unas quince personas a bordo. Ya habían tenido ocasión de conocerse, y se deshacían en elogios de los delfines. El entusiasmo de los jubilados (mayoritarios), de dos ortofonistas que iban juntos de vacaciones y de la pareja de estudiantes se expresaba por caminos léxicos ligeramente distintos, claro, pero todos habrían estado de acuerdo con esta descripción:

una experiencia única.

Después, la conversación versó sobre las características del club. Le eché una mirada a Jean-Yves: iba sentado en mitad del minibús, solo, y había puesto en el asiento de al lado un cuaderno de apuntes y un bolígrafo. Inclinado, con los ojos semicerrados, se concentraba para oír todo lo que decían los demás. Evidentemente, pensaba que en aquella fase del viaje podía cosechar muchas impresiones y observaciones útiles.

Los participantes parecían estar de acuerdo también sobre el club. Todo el mundo dijo que los animadores eran «simpáticos», pero que las animaciones no eran muy interesantes. Las habitaciones estaban bien, salvo las que estaban demasiado cerca de los altavoces, que eran demasiado ruidosas. En cuanto a la comida, estaba claro que no le gustaba mucho a nadie.

Ninguno de los presentes participaba en las actividades de gimnasia, de aeróbic, de iniciación a la salsa o al español.

A fin de cuentas, lo mejor era la playa; y aún más por ser tranquila. «Animación y sonido percibidos más bien como ruido ambiental», anotó Jean-Yves en su cuaderno.

A todo el mundo le gustaban los bungalows, sobre todo porque estaban lejos de la discoteca.

—¡La próxima vez vamos a exigir un bungalow! — afirmó con claridad un jubilado fornido, en plena forma para su edad, obviamente acostumbrado a mandar; en realidad, se había pasado toda su vida profesional dedicado a la comercialización de vinos de Burdeos.

Los dos estudiantes eran de la misma opinión. «Discoteca inútil», apuntó Jean-Yves, pensando con melancolía en todo aquel dinero invertido en vano.

Pasado el cruce de Cayo Saetia, la carretera se volvió cada vez peor. Había baches y agujeros que a veces ocupaban la mitad de la calzada. El conductor se veía obligado a zigzaguear todo el tiempo y no parábamos de dar sacudidas en el asiento, empujados de un lado a otro. La gente reaccionaba con exclamaciones y risas.

—Vaya, son de buena pasta… —me dijo Valérie en voz baja—. Es lo bueno de los circuitos «Explorador», podemos imponer condiciones horribles, para los clientes eso forma parte de la aventura. De hecho, esto es un error nuestro: para un trayecto así, tendríamos que haber contratado vehículos todoterreno.

Un poco antes de Moa, el conductor giró a la derecha para evitar un agujero enorme. El minibús derrapó despacio, y luego se caló en un terreno pantanoso. El conductor arrancó otra vez y pisó el acelerador a fondo: las ruedas patinaron en un barro parduzco, el minibús no se movió. El hombre volvió a intentarlo varias veces, sin resultado.

—Bueno… —dijo el comerciante de vinos, cruzando los brazos con aire festivo—. Vamos a tener que bajarnos a empujar.

Salimos del vehículo. Ante nosotros se extendía una inmensa llanura, cubierta de barro cuarteado y pardo, de aspecto malsano. Altas hierbas secas y blancuzcas rodeaban algunas ciénagas de agua estancada, de color casi negro. Al fondo, una gigantesca fábrica de ladrillos oscuros dominaba el paisaje; sus dos chimeneas vomitaban una espesa humareda. De la fábrica escapaban enormes tuberías, medio oxidadas, que zigzagueaban sin dirección aparente en mitad de la llanura. En un lateral, un letrero de metal donde el Che Guevara exhortaba a los trabajadores al desarrollo revolucionario de las fuerzas productivas también empezaba a oxidarse. Un olor infecto, que parecía venir del barro más que de las ciénagas, impregnaba el aire.

La rodada no era muy profunda, y el minibús arrancó fácilmente gracias a nuestros esfuerzos. Todo el mundo volvió a subir, felicitándose mutuamente. Comimos un poco más tarde, en una marisquería. Jean-Yves estudiaba su cuaderno con cara de preocupación; no había tocado el plato.

—Creo que la cosa va bien con los circuitos «Explorador»

—concluyó después de una larga reflexión—; pero no veo qué podemos hacer por la fórmula club.

Valérie le miraba tranquilamente, bebiendo a sorbitos su café con hielo; parecía importarle un bledo lo que estaba oyendo.

—Claro —continuó él—, siempre podemos echar al equipo de animación; con eso reducimos el gasto salarial.

—Eso estaría bien, sí.

—¿No te parece una medida un poco radical? — se inquietó él.

—No te preocupes por eso. De todos modos, la animación en un lugar de vacaciones no es una buena formación para los jóvenes. Los vuelve gilipollas y vagos, y encima no conduce a nada. Lo único a lo que pueden aspirar después es a encargados de urbanización o animadores televisivos.

—Bueno…, así que reduzco el gasto salarial; aunque tampoco cobran tanto. Me sorprendería que eso bastara para competir con los clubs alemanes. Haré una simulación esta tarde en el programa de cálculo, pero no confío mucho en ello.

Ella asintió con indiferencia, como diciendo: «Simula, simula, eso no hace daño.» Me asombraba un poco, estaba de lo más cool. Cierto que follábamos mucho, y no cabe la menor duda de que follar calma: relativiza todo lo que está en juego. Por su parte, Jean-Yves parecía deseoso de abalanzarse sobre su programa de cálculo; incluso me pregunté si no le iba a pedir al conductor que sacara su portátil del maletero.

—No te preocupes, encontraremos una solución… —le dijo Valérie, sacudiéndole amistosamente el hombro. Eso pareció calmarle un rato, y volvió de buena gana a su asiento en el minibús.

Durante la última parte del trayecto, los pasajeros hablaron sobre todo de Baracoa, nuestro destino; parecían saber ya casi todo lo que había que saber sobre la ciudad. El 28 de octubre de 1492, Cristóbal Colón ancló en la bahía, cuya forma perfectamente circular le había impresionado. «Uno de los más bellos espectáculos que quepa contemplar», anotó en el cuaderno de bitácora. Por aquel entonces, sólo los indios tainos poblaban la región. En 1511, Diego Velázquez fundó la ciudad de Baracoa: la primera ciudad española en América. Sólo podía llegarse a ella por barco, y durante más de cuatro siglos permaneció aislada del resto de la isla. En 1963, la construcción del viaducto de la Farola permitió conectarla por carretera a Guantánamo.

Llegamos pasadas las tres de la tarde; la ciudad se extendía a lo largo de una bahía que formaba, efectivamente, un círculo casi perfecto. Hubo una oleada de satisfacción general, que se expresó con exclamaciones de admiración. A fin de cuentas, lo que buscan todos los aficionados a los viajes de exploración es una
confirmación
de lo que han leído en sus guías. El grupo era un público de ensueño: no había el menor peligro de que Baracoa, con su modesta estrella en la
Guía Michelin
, pudiera decepcionarlos. El hotel El Castillo, emplazado en una antigua fortaleza española, dominaba la ciudad. Vista desde lo alto, parecía maravillosa; pero de hecho no lo era más que cualquier otra ciudad. En el fondo era, incluso, bastante corriente, con sus edificios míseros de un gris negruzco, tan sórdidos que parecían deshabitados. Decidí quedarme en la piscina, igual que Valérie. Había unas treinta habitaciones, todas ocupadas por turistas del norte de Europa, que parecían estar allí más o menos por los mismos motivos. Me fijé de entrada en dos inglesas en torno a los cuarenta años, más bien rollizas; una llevaba gafas. Las acompañaban dos mestizos de aspecto despreocupado que no tendrían más de veinticinco años. Parecían perfectamente cómodos con la situación, hablaban y bromeaban con las gordas, les cogían la mano, les rodeaban la cintura con el brazo. Yo habría sido incapaz de hacer ese trabajo; me preguntaba si tendrían trucos, en qué o en quién pensarían para estimular la erección. En un momento dado, las dos inglesas subieron a sus habitaciones y los chicos se quedaron charlando al borde de la piscina; si la humanidad me hubiera interesado de verdad, podría haber iniciado una conversación con ellos para intentar averiguar algo más. A lo mejor bastaba con que a uno se le pusiera dura, sin duda la erección podía tener un carácter meramente mecánico; podría haber buscado información en la biografía de algún gigoló, pero sólo tenía el
Discurso sobre el espíritu positivo
. Mientras hojeaba el capítulo titulado «La política popular, siempre social, debe llegar a ser principalmente moral», vi a una joven alemana salir de su habitación acompañada por un negro alto.

Tenía toda la pinta de una alemana tal y como uno se las imagina, con el pelo largo y rubio, ojos azules, un cuerpo agradable y firme, pecho abundante. Es un tipo físico muy atractivo, el problema es que no dura, en cuanto cumplen los treinta años tienen que hacer algo, liposucciones, silicona; pero de momento todo le iba bien, de hecho era francamente excitante, su caballero había tenido suerte. Me pregunté si pagaría tanto como las inglesas, si había una tarifa única tanto para hombres como para mujeres; también habría tenido que informarme sobre eso. Pero la sola idea me cansaba, y decidí subir a la habitación. Pedí un cóctel y me dediqué a beber despacio en el balcón. Valérie tomaba el sol, se bañaba de vez en cuando en la piscina; antes de entrar en la habitación para acostarme un rato, vi que estaba charlando con la alemana.

Subió a eso de las seis; yo me había dormido con el libro en la mano. Se quitó el bañador, se duchó y volvió a mi lado, con una toalla en torno a la cintura y el pelo ligeramente húmedo.

—Vas a pensar que es una obsesión mía, pero le he preguntado a la alemana qué tienen los negros que no tengan los blancos. Es verdad, es impresionante: las mujeres blancas prefieren acostarse con africanos, los hombres blancos con asiáticas. Necesito saber por qué, es importante para mi trabajo.

—También hay blancos a los que les gustan las negras… —observé.

—Es menos frecuente; el turismo sexual está mucho más extendido en Asia que en África. En fin, el turismo en general, realmente.

—¿Qué te ha contestado?

—Lo de siempre: que los negros están más relajados, que son viriles, que les gusta divertirse, que saben pasárselo bien sin romperse la cabeza, que no dan problemas.

La contestación era bastante superficial, desde luego, pero contenía las líneas directrices para formular una teoría adecuada: en resumen, los blancos eran negros inhibidos, que querían recuperar una perdida inocencia sexual. Claro, eso no explicaba la misteriosa atracción que parecían ejercer las mujeres asiáticas; ni el prestigio sexual del que, según todos los testimonios, disfrutaban los blancos en África negra.

Entonces formulé las bases de una teoría más complicada y más dudosa; los blancos querían estar morenos y aprender a bailar como los negros; los negros querían aclararse la piel y desrizarse el pelo. Toda la humanidad tendía instintivamente al mestizaje, a la indiferenciación generalizada; y lo hacía, en primer lugar, a través de ese medio elemental que era la sexualidad. El único que había llevado el proceso a su término era Michael Jackson: ya no era ni negro ni blanco, ni joven ni viejo; en un sentido, ni siquiera era ya ni hombre ni mujer. Nadie podía imaginarse realmente su vida íntima; había comprendido las categorías de la humanidad corriente y se las había arreglado para dejarlas atrás. Por eso lo consideraban una estrella, incluso la más grande —y en realidad la primera— del mundo. Todos los demás —Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Marilyn Monroe, James Deán, Humphrey Bogart— podían ser considerados, como máximo, artistas con talento, sólo tenían que imitar la condición humana, transponerla estéticamente; el primero en intentar ir un poco más lejos había sido Michael Jackson.

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