—¡Ponte a cubierto, Gudeson! —gritó el jefe del pelotón.
Pero Daniel sonrió y no tardó ni un segundo en desaparecer; sobre ellos no quedó más que el vaho de su boca suspendido durante un instante. Entonces, el destello descendió detrás del horizonte y otra vez se hizo la oscuridad.
—¡Gudeson! —gritó Edvard mientras escalaba hasta el borde—. ¡Mierda!
—¿Lo ves? —preguntó Gudbrand.
—Ni rastro.
—¿Para qué quería la pala? —dijo Sindre mirando a Gudbrand.
—No lo sé.
A Gudbrand no le gustaba esa mirada penetrante de Sindre, le recordaba a otro granjero que había estado allí. Se había vuelto loco, se meó en los zapatos una noche antes de hacer la guardia y después tuvieron que amputarle todos los dedos de los pies. Pero ahora estaba en Noruega, así que a lo mejor no estaba tan loco después de todo. En cualquier caso, tenía la misma mirada penetrante.
—Puede que sólo quisiera dar una vuelta por tierra de nadie —dijo Gudbrand.
—Ya sé lo que hay al otro lado de la alambrada, sólo pregunto qué es lo que va a hacer allí.
—Puede que la granada le diese en la cabeza —dijo Hallgrim Dale—. Quizá se haya vuelto loco.
Hallgrim Dale era el más joven del pelotón, sólo tenía dieciocho años. Nadie sabía exactamente por qué se había alistado. Afán de aventuras, opinaba Gudbrand. Dale afirmaba que sentía admiración por Hitler, pero que no tenía ni idea de política. Daniel creía saber que Dale había querido escapar de una chica embarazada.
—Si el ruso está vivo, Gudeson recibirá un tiro antes de haber recorrido cincuenta metros —dijo Edvard Mosken.
—Daniel le dio —susurró Gudbrand.
—En ese caso, uno de los otros le pegará un tiro a Gudeson —dijo Edvard, metió la mano por dentro de la casaca de camuflaje y sacó un fino cigarrillo—. Hay muchos esta noche.
Mantuvo la cerilla escondida en la mano cuando la frotó con fuerza contra la caja húmeda. El azufre prendió al segundo intento, Edvard encendió el cigarrillo, dio una calada y lo pasó rápidamente al compañero que tenía al lado. Nadie dijo nada, parecían ensimismados. Pero Gudbrand sabía que, como él, estaban alerta.
Pasaron diez minutos sin que oyesen nada.
—Parece que van a bombardear el lago Ladoga desde los aviones —dijo Hallgrim Dale.
Todos habían oído los rumores sobre los rusos que se escapaban de Leningrado cruzando el hielo del lago Ladoga. Pero lo peor era que el hielo también hacía posible que el general Tsjukov consiguiese provisiones para la ciudad sitiada.
—Parece que allí dentro se están desmayando de hambre por las calles —dijo Dale, indicando con la cabeza hacia el este.
Pero Gudbrand había oído eso desde que llegó, hacía casi un año, y todavía seguían allí fuera pegándote tiros en cuanto sacabas la cabeza por encima del borde de la trinchera. El invierno anterior llegaban a sus trincheras, todos los días, con las manos detrás de la cabeza, los desertores que ya estaban hartos y optaban por cambiar de bando a cambio de un poco de comida y algo de calor. Pero ya no acudían tan a menudo, y los dos desgraciados con los ojos hundidos que Gudbrand había visto la semana anterior los miraban incrédulos cuando vieron que ellos estaban igual de flacos.
—Veinte minutos. No viene —dijo Sindre—. Está muerto. Como un arenque en salmuera.
—¡Cierra la boca!
Gudbrand dio un paso hacia Sindre, que se puso firme enseguida. Sin embargo, a pesar de que Sindre le sacaba por lo menos una cabeza, era evidente que tenía muy pocas ganas de pelear. Probablemente se acordaba del ruso que Gudbrand había matado hacía unos meses. ¿Quién podría pensar que el bueno y precavido de Gudbrand fuese capaz de tal salvajismo? El ruso había entrado en la trinchera sin ser visto, entre dos puestos de escucha, y masacró a todos los que dormían en los dos búnkeres más cercanos, uno de holandeses y otro de australianos, antes de entrar en el suyo. Los salvaron las pulgas.
Había pulgas por todas partes, pero sobre todo en las zonas más calientes, como debajo de los brazos, debajo del cinturón, en la entrepierna y alrededor de los tobillos. Gudbrand era el que dormía más cerca de la puerta, no podía conciliar el sueño a causa de las picaduras que tenía en las pantorrillas, llagas que podían ser del tamaño de una moneda de cinco
öre,
alrededor de cuyo borde las pulgas se amontonaban para atiborrarse de sangre. Gudbrand había sacado la bayoneta en un frustrado intento de librarse de las pulgas, cuando el ruso se apostó a la puerta para empezar a tirar. Gudbrand sólo vislumbró la silueta, pero enseguida comprendió que se trataba del enemigo, en cuanto vio en alto el contorno de un rifle Mosi-Nagant. Con la única ayuda de la bayoneta roma, Gudbrand hirió al ruso con tal eficacia que apenas tenía sangre cuando lo trasladaron hasta la nieve más tarde.
—Tranquilos, chicos —dijo Edvard llevándose a Gudbrand a un lado—. Deberías dormir un poco, Gudbrand, hace una hora que te relevaron.
—Voy a salir a ver si lo veo —dijo Gudbrand.
—¡No, no harás tal cosa! —gritó Edvard.
—Sí, yo…
—¡Es una orden!
Edvard le zarandeó el hombro. Gudbrand intentó zafarse, pero el jefe del pelotón no lo soltaba.
La voz de Gudbrand se volvió clara y trémula de desesperación:
—¡Puede que esté herido! ¡Puede que se haya quedado atrapado en el alambre!
Edvard le dio unas palmaditas en el hombro.
—Pronto se hará de día —constató—. Entonces podremos averiguar lo ocurrido.
Miró a los otros hombres que habían seguido el incidente en silencio. Empezaron a patear la nieve otra vez y a hablar en voz baja entre ellos. Gudbrand vio cómo Edvard se acercaba a Hallgrim Dale y le susurraba al oído. Dale escuchó y miró de reojo a Gudbrand, que sabía perfectamente lo que decía. Había orden de vigilarlo. Hacía tiempo que alguien había hecho circular el rumor de que él y Daniel eran algo más que buenos amigos. Y que no eran de fiar. Mosken les había preguntado directamente si tenían planeado desertar juntos. Ellos lo negaron, por supuesto, pero ahora Mosken pensaría seguramente que Daniel había aprovechado la ocasión para escapar. Y que Gudbrand iba «a buscar» al amigo como parte del plan para llegar al otro lado juntos. A Gudbrand le daban ganas de reír. Cierto que podía ser agradable soñar con las dulces promesas de comida, calor y mujeres que los altavoces rusos emitían sobre el árido campo de batalla en un alemán embaucador, pero ¿iban a creerlas?
—¿Qué apostamos a que vuelve? —propuso Sindre—. Tres raciones de comida, ¿qué dices?
Gudbrand estiró el brazo hacia abajo para asegurarse de que llevaba la bayoneta colgada del cinturón debajo del uniforme de camuflaje.
—Nicht schiessen, bitte!
2
Gudbrand giró en redondo y allí, justo por encima de él, vio una cara rojiza bajo un gorro de uniforme ruso, que le sonreía desde el borde de la trinchera. El sujeto saltó desde el borde y aterrizó sobre el hielo al estilo de Telemark.
—¡Daniel! —gritó Gudbrand.
—¡Hola! —dijo Daniel levantando la gorra del uniforme—.
Dobry vetsjer
3
.
Los hombres lo miraban petrificados.
—Oye, Edvard —gritó Daniel—. Deberías llamarles la atención a esos holandeses. Tienen por lo menos cincuenta metros entre los puestos de escucha.
Edvard estaba tan callado e impresionado como los otros.
—¿Has enterrado al ruso, Daniel?
A Gudbrand le brillaba el rostro de pura excitación.
—¿Enterrarlo? —dijo Daniel—. Hasta le recé el padrenuestro y canté una canción. ¿Sois duros de oído? Estoy seguro de que lo oyeron al otro lado.
Saltó al borde de la trinchera, se sentó, alzó las manos y empezó a cantar con voz cálida y grave:
—«Nuestro Dios es firme como una fortaleza.»
Los hombres gritaban de alegría. Y Gudbrand se rió tanto que se le saltaron las lágrimas.
—¡Eres un diablo, Daniel! —exclamó Dale.
—Daniel no. Llámame… —Daniel se quitó el gorro del uniforme ruso y leyó en el interior del forro—, llámame Urías. Vaya, también sabía escribir. Bueno, de todos modos, era un bolchevique.
Saltó desde el borde y miró a su alrededor.
—¿Nadie tiene nada en contra de un buen nombre judío?
Hubo un momento de silencio antes de que estallaran las risas. Y los primeros hombres se acercaron para darle a Urías unas palmaditas en la espalda.
LENINGRADO
31 de Diciembre de 1942
Hacía frío en el puesto de guardia de las ametralladoras. Gudbrand llevaba encima toda la ropa que tenía, pero aun así tiritaba y había perdido la sensibilidad en los dedos de pies y manos. Lo peor eran las piernas. Se las había envuelto en los nuevos trapos para los pies, pero no eran de gran ayuda.
Miraba fijamente la oscuridad. No habían oído nada de Ivan aquella noche, tal vez estuviese festejando el Fin de Año. Quizás estuviese degustando una suculenta comida. Cordero con col o carne ahumada. Gudbrand sabía perfectamente que los rusos no tenían carne, pero él no conseguía dejar de pensar en comida.
A ellos no les habían dado otra cosa que la ración habitual de pan y lentejas. El pan tenía un evidente color verdoso, pero ya se habían acostumbrado. Y si llegaba a estar tan mohoso que se deshacía, lo usaban en la sopa.
—Por lo menos en Navidad nos dieron una salchicha —dijo Gudbrand.
—¡Cállate! —respondió Daniel.
—Esta noche no hay nadie fuera, Daniel. Están comiendo…
—No empieces otra vez con el tema de la comida. No te muevas y quédate atento por si ves algo.
—Pues yo no veo nada, Daniel. Nada.
Se acurrucaron uno al lado del otro, manteniendo las cabezas bajas. Daniel llevaba el gorro del militar ruso. El casco de acero con la insignia de la Waffen-SS estaba a su lado. Gudbrand entendía por qué. Había en la forma del casco algo que hacía que el viento helado y constante pasase por debajo del canto delantero produciendo en el interior un sonido continuo y enervante que resultaba muy molesto cuando estabas en un puesto de escucha.
—¿Qué te pasa en la vista? —preguntó Daniel.
—Nada. Mi visión nocturna no es muy buena.
—¿Eso es todo?
—Y también soy un poco daltónico.
—¿Un poco daltónico?
—Los rojos y los verdes. No puedo distinguirlos, no sé cómo, los colores se mezclan. Por ejemplo, cuando íbamos al bosque a recoger arándanos rojos para el asado del domingo, yo no los veía…
—¡He dicho que no hables más de comida!
Se quedaron callados. A lo lejos se oyó una ráfaga de metralleta. El termómetro señalaba veinticinco grados bajo cero. El año pasado habían estado a cuarenta y cinco bajo cero varias noches seguidas. Gudbrand se consolaba pensando en que las pulgas se paralizaban con ese frío, no empezaría a sentir la necesidad de rascarse hasta que terminase la guardia y se metiese bajo la manta de la litera. Pero aquellos bichos aguantaban el frío mejor que él. Una vez hizo un experimento, dejó la camiseta fuera, en la nieve, durante tres días seguidos. Cuando se llevó la camiseta dentro, estaba tiesa como un témpano de hielo, pero cuando la calentó delante de la estufa, la vida volvió a despertar en sus costuras y la arrojó al fuego, de puro asco.
Daniel carraspeó:
—Por cierto, ¿cómo os comíais ese asado de los domingos?
Gudbrand no se hizo de rogar:
—Primero mi padre cortaba el asado, solemnemente, como un cura, mientras nosotros, los niños, lo observábamos sentados e inmóviles. Después mi madre servía dos lonchas en cada plato y las cubría con una salsa, marrón tan espesa que tenías que removerla para que no se cuajase del todo. Y estaba aderezado con muchas coles de Bruselas, frescas y crujientes. Deberías ponerte el casco, Daniel. A ver si te va a alcanzar una ráfaga en la cabeza.
—O una granada. Continúa.
Gudbrand cerró los ojos y empezó a sonreír.
—El postre era crema de ciruelas pasas. O pastel de chocolate. No era un postre corriente, era algo que mi madre había traído de Brooklyn.
Daniel escupió en la nieve. Normalmente, las guardias en invierno eran de una hora, pero tanto Sindre Fauke como Hallgrim Dale estaban en cama con fiebre, y Edvard Mosken, el jefe del pelotón, había decidido aumentarla a dos horas hasta que se pudiese contar con todos.
Daniel puso la mano en el hombro de Gudbrand.
—¿La echas de menos, verdad? A tu madre, digo.
Gudbrand se rió, escupió en la nieve en el mismo sitio que Daniel y miró las estrellas que parecían congeladas allá en el cielo. La nieve crujía y Daniel levantó la cabeza.
—Un zorro —dijo.
Era increíble, pero hasta en aquel lugar, donde cada metro cuadrado había sido bombardeado y las minas estaban más incrustadas que los adoquines de la calle de Karl Johan, había vida animal. No mucha, pero habían visto liebres y zorros. Y algún que otro hurón. Por supuesto, ellos intentaban cazar lo que veían, todo era bien recibido en la olla. Pero desde el día en que los rusos le pegaron un tiro a un alemán cuando intentaba darle caza a una liebre, los jefes creían que los rusos soltaban liebres delante de sus trincheras para hacerles salir hasta tierra de nadie. ¡Pensar que los rusos iban a prescindir voluntariamente de una liebre!
Gudbrand se pasó la mano por los labios doloridos y miró el reloj. Quedaba una hora para el cambio de guardia. Sospechaba que Sindre se había metido tabaco por el ano para provocarse la fiebre, sería capaz.
—¿Por qué volvisteis de Estados Unidos? —preguntó Daniel.
—La caída de la Bolsa. Mi padre perdió el empleo en los astilleros.
—Ya ves —dijo Daniel—. Así es el capitalismo. La gente humilde trabaja duro, mientras los ricos siguen engordando, ya corran buenos o malos tiempos.
—Bueno, así son las cosas.
—Sí, hasta ahora ha sido así, pero habrá cambios. Cuando ganemos la guerra, Hitler tiene una pequeña sorpresa reservada para esa gente. Y tu padre no tendrá que preocuparse por perder el trabajo. Deberías hacerte miembro de la Unión Nacional.
—¿De verdad te crees todo eso?
—¿Tú no?
A Gudbrand no le gustaba contradecir a Daniel, así que intentó limitarse a encogerse de hombros, pero Daniel repitió la pregunta.
—Por supuesto que lo creo —dijo Gudbrand—. Pero, ante todo, creo en Noruega. Y confío en que no se nos metan los bolcheviques en el país. Si lo hacen, nosotros por lo menos, nos volveremos a América.